Ya era hora. Como el propio autor señala en la introducción,
la valentía que muchos han mostrado a la hora de atacar a las pseudociencias y
supercherías en general ha faltado por sistema cuando se trataba de denunciar
los disparates de la Teología. Esa renuencia reside, según creo, en el hecho de
que la creencia en Dios y, por ende, los asuntos de la Teología han constituido
una parte fundamental de la cultura occidental y en especial de su sistema
educativo, sin solución de continuidad hasta nuestros días. Meterse con
creencias de nuevo cuño que en nuestra cultura nunca han gozado de prestigio
(el reiki, el feng shui, la homeopatía, etc.) o con otras más añejas pero nunca
incorporadas a la "oficialidad" (la astrología, las distintas
mancias) resulta ser una tarea tolerable y hasta desapercibida, pero atacar a
quienes forman parte de aquel sistema sociocultural y de todo su entramado
institucional puede equivaler a caer en desgracia. Dicho de otro modo:
ridiculizar el horóscopo no importa nadie, pero mofarse de la Biblia o del Papa
es una blasfemia.
Una consecuencia inevitable de ese miedo reverencial a ofender
las sensibilidades de nuestros parientes, amigos, colegas y jefes creyentes ha
sido la absurda idea de que el Conocimiento (la Ciencia) y las creencias (la
Teología) pueden convivir pacíficamente si uno y otras se mantienen confinadas
en sus límites de actuación, como defendió Stephen Jay Gould. Muy pocos, como
Gabriel Andrade, han dictaminado con la contundencia necesaria lo erróneo de
ese pensamiento inerte: "Esto es ingenuo en el mejor de los casos; y en el
peor, incoherente. Es ingenuo porque es sencillamente falso que la teología se
ocupe sólo de lo que está más allá del mundo natural. La teología nos habla de
nacimientos, vírgenes, resurrecciones, apocalipsis y regresos de Cristo. Eso
concierne a este mundo, no a otro" (pág. 183). Esa idea, que en
última instancia parece remontarse a las enseñanzas escolásticas acerca de la
fe y la razón, está hoy plenamente en boga, y no poco entre los propios científicos,
quienes llevados por la inercia y el ñoño respeto al entramado institucional,
se han dejado meter ese vergonzoso gol... de un equipo francamente malo. Otros
no lo han hecho por inercia, sino por la sed de preservar la validez de sus
creencias. No sé cuál de las dos actitudes es más triste. El libro de Andrade,
en medio de este panorama que bascula entre lo rancio y lo esnob, es una
bocanada de aire fresco, una mofa en mitad de las risas enlatadas.
Una de las reflexiones más agudas y valiosas del autor (que
conocemos por otras publicaciones suyas, entre ellas El posmodernismo ¡vaya
timo!) es la que sostiene que la creencia incuestionada en Dios, la fe,
supone una defensa del relativismo, en la medida en que, si somos consecuentes,
ese mismo acto de fe debe conducirnos a creer en cualquier otra deidad y en
general entidad cuya existencia se nos proponga con igual ausencia de pruebas
(pág. 21).
No sólo eso. El aspecto puramente expositivo de la obra no se
queda atrás. La abundancia de datos históricos referidos a creencias, disputas
teológicas, concilios, herejías no sólo nos suscita fruición a quienes amamos
esos temas desde la distancia del escéptico que anhela conocer, sino que además
nos aporta conocimientos tan curiosos como inestimables, entre ellos, la
interesante evolución de la concepción que sobre el Diablo se tuvo desde el
Antiguo Testamento hasta después del Nuevo (por ejemplo, la interpretación de
la serpiente como Satanás no procede de la Biblia, pág. 156).
No obstante, me gustaría oponer a algunas de las reflexiones y
conclusiones del autor sendas objeciones. La primera se refiere al problema del
sufrimiento como obstáculo a la creencia en la existencia de Dios (págs. 40
ss). No voy a entrar ahora en la cuestión de si al hablar de justicia, bondad
y sufrimiento no estamos incurriendo en el mismo defecto de la Teología
cuando se enfrasca en disquisiciones sobre ángeles y demás entes metafísicos,
construcciones mentales). Me limitaré a señalar un defecto formal en el
razonamiento de partida: asumiendo la existencia de Dios, ¿de dónde surge la
necesidad supuestamente racional de que ese Dios sea bueno? Puede que Dios (sea
lo que sea) exista y que sea malo (se entienda por esto lo que se quiera
entender). La existencia de un ser omnipotente (sea lo que esto sea) no implica
atributo moral alguno, ni positivo ni negativo (los griegos estaban convencidos
de que Zeus era malo; luego llegaron Hesíodo y Esquilo, con su Zeus justiciero).
La segunda la dirijo a los supuestos resultados trágicos de la
Teología (pág. 161), a saber, cazas de brujas, quemas de herejes, inquisición y
guerras. Me parece impecable el razonamiento de que, en ausencia de indicios o
pruebas, en las discusiones teológicas el único factor que inclina la balanza
hacia un disparate A o su opuesto B es el empleo de la violencia, pero no estoy
seguro de que el verdadero móvil de semejantes luchas sea la creencia sincera
en esos disparates. ¿Es descabellado pensar que esos debates teológicos no
constituían más que una comparsa de la lucha por el poder y la riqueza? ¿No se
han dado y se dan esos resultados trágicos al margen de la Teología y las
religiones? ¿No son éstas sino una manifestación más de la voluntad de poder,
que también se da, por ejemplo, en los escépticos?
La tercera incide en el problema de la pretendida resurrección
de Jesús (y otros hechos sobrenaturales, págs.84 ss). No creo necesario
recurrir a tantas hipótesis que expliquen históricamente el dato aportado por
las fuentes bíblicas. Todas son harto improbables, como el propio autor se
encarga de señalar. Existe tras cualquier narración inverosímil un móvil bien
conocido, cotidiano, común a todos nosotros y no sólo a los mitómanos: la
mentira. ¿Por qué otorgarles credibilidad a sujetos que estaban altamente
interesados en transmitir noticias falsas, cuando es evidente que todos
nosotros estamos mintiendo a diario y sobre cuestiones que van de lo
trascendental a lo más insignificante? Por lo demás, ni siquiera sabemos si los
apóstoles verdaderamente estuvieron dispuestos a morir por esas creencias.
Y la más importante de todas las objeciones, si bien Andrade
en este punto también la deja caer, aunque en mi opinión sin la suficiente
contundencia. Si bien parece que la Teología liberal supone un progreso con
respecto a la antigua Teología, en la medida en que se aleja del estudio de
ángeles, demonios y demás entidades sobrenaturales, y hace un mayor uso de la
racionalidad, prescindiendo de lecturas literales de la Biblia y de conceptos
tradicionales como Dios o infierno (págs. 180 ss), tengo serias
dudas de que esta Teología New Age (Dios es amor) sea de algún modo
preferible a la tradicional (Dios te condena al infierno). Al menos ésta
se mostró abiertamente como lo que es, sin complejos, sin dobleces, y siempre,
dentro de su demencial sistema de creencias, ha sido consecuente en su
fidelidad a la Biblia o la autoridad (sí, con las contradicciones que queramos
denunciar). En cambio, los modernos teólogos son como gorrones que, tomando de
la Ciencia sólo lo que les interesa, lo aplican a las creencias, yendo de
racionales, cuando su discurso resulta, además de absurdo e irracional como
siempre, claramente anticientífico y, por si eso fuera poco, falaz, confuso, la
nada.
José Antonio Castilla Gómez
Madrid, España.
sphakteria@yahoo.es
sphakteria@yahoo.es
Felicitaciones por esta publicación. Estamos escasos de libros nuevos en Venezuela y este será otro que no podremos comprar en "Bolívares fuertes"... Ya veré como poder hacer que llegue a mis manos (tal vez deba recurrir al dios Amazon).
ResponderEliminarSaludos.
Gracias, sí, Cadivi es una maldición gitana...
EliminarGabriel, sin ánimo de porfiar sobre la cuestión de la teología como mera comparsa de la lucha por el poder, y aunque sé que a ti no se te escapa la importancia de este hecho, aporto aquí para tu conocimiento (si es que no los conoces ya) un par de pasajes del libro "Los cristianismos derrotados", de Antonio Piñero, que acabo de leerme. Inciden en ese aspecto, es decir, en el trasfondo político-económico de toda discusión teológica:
ResponderEliminarSobre Prisciliano:
"En el 380 se celebró un sínodo en Zaragoza, en el que los obispos no tomaron contra él medida disciplinaria alguna. Al parecer, fue difícil condenar a alguien que intentaba vivir un cristianismo auténtico y pobre, a un lector fervoroso de la palabra divina contenida en las Escrituras. Entonces ocurrió algo inesperado para los adversarios del grupo priscilianista: un año más tarde del sínodo zaragozano, en el 381, la fama de Prisciliano entre el pueblo de Hispania había crecido tanto, que al quedar vacante la sede episcopal de Ávila, fue elegido obispo casi por aclamación. El metropolita Hidacio consiguió del emperador Graciano (382) un rescripto imperial contra Prsiciliano, en el que se le declaraba hereje."
Sobre los cátaros:
"La Gran Iglesia se sintió impotente ante este movimiento con gran arraigo popular que le arrebataba fieles en gran número en el sur de Francia y norte de Italia."
Los cruzados reprimen el movimiento cátaro:
"Las tierras conquistadas por los cruzados pasaron definitivamente a la corona de Francia."
Sobre los valdenses:
"Al principio fueron los valdenses solo un grupo al que la alta jerarquía prestó poca atención y dejó hacer. Pero luego, cuando el grupo de laicos se dedicó a la predicación para ganar adeptos, esta decisión los convirtió en enemigos de la Iglesia."
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