viernes, 24 de enero de 2014

La violencia en los medios de comunicación



Estaba en Nueva Delhi cuando leí una breve reseña en el Hindustani Times sobre la muerte de la modelo venezolana Mónica Spears. Debido a la distancia y a la falta de tiempo durante mi estadía en Delhi, no pude seguir de cerca la noticia. Pero, al regresar a Maracaibo, me enteré de que el asesinato causó conmoción en la opinión pública.

Como de costumbre, el gobierno evadió la responsabilidad en la crisis de violencia que atraviesa nuestro país. No hay, por supuesto, una sola causa de la violencia. Pero, es bastante obvio que el gobierno es ineficaz en atacar las causas de este problema. Las cárceles venezolanas tienen condiciones repugnantes, y desde ahí se ordenan la mayor parte de los crímenes, pero el gobierno sigue sin querer buscar una solución radical a este problema. Y, previsiblemente, frente a su fracaso en materia de seguridad, el gobierno busca al chivo expiatorio más fácil y obvio: la violencia en los medios de comunicación. Por supuesto, esta artimaña no sólo busca evadir la culpa, sino también, conseguir una excusa perfecta para controlar aún más los medios de comunicación, a fin de afianzar el poder.
Pero, en honor a la justicia, cabe admitir que culpar a los medios de comunicación por la violencia en el mundo no es un invento del gobierno venezolano. Desde hace más de dos mil años, los gobernantes han desconfiado de los poetas y su presentación de obras aparentemente inmorales, bajo la excusa de que puede resultar en una influencia nociva para el orden y las buenas costumbres. Fue éste uno de los motivos por los cuales Platón expulsó a los poetas. Lo irónico en todo esto es que el actual gobierno venezolano proclama a viva voz oponerse a las fuerzas conservadoras, pero su obsesión en contra de la violencia en los medios de comunicación es una preocupación típicamente conservadora, la cual desconfía del ejercicio de la libre expresión artística.
El sentido común dicta que, si una población contempla imágenes violentas, eventualmente esa población incurrirá en actos violentos. Los seres humanos tenemos una enorme disposición a la imitación, y si estamos sujetos a la exhibición de tantas matanzas, eventualmente desearemos nosotros mismos ejecutarlas.
Pero, cabe un importante matiz. La presentación de imágenes violentas per se no induce a la violencia. Es más bien la forma en que se presentan esas imágenes. Mucha gente, por ejemplo, reprocha a la Biblia ser un libro brutalmente violento, y ciertamente, sí lo es. Pero, como bien advierte el filósofo René Girard, lo objetable en la Biblia son aquellas secciones en las cuales se glorifica la violencia, y se la presenta como procedente de un Dios aguerrido; esto es abundante en el Antiguo testamento. En cambio, aquellas imágenes violentas que se presentan desde la perspectiva de las víctimas, son más bien óptimas para rechazar la violencia y alimentar la compasión. La imagen de Cristo crucificado, sostiene Girard, en vez de alimentar la violencia, puede ser un antídoto contra ella.
Si bien, en otros lugares, he manifestado oposición a varias de las tesis de Girard, sí estoy de acuerdo con su idea general. Lo relevante no es tanto la intensidad de la violencia en un texto, sino la perspectiva desde la cual se presenta. Si se adorna con glamur y gloria a los agresores, es preocupante. Pero, si se muestra la cruda violencia para repugnar al público, es más bien una sana medida para alejar al espectador de la violencia. Por ello, una película como Rambo es moralmente objetable, pero no es moralmente objetable una película como La lista de Schindler, a pesar de su brutal violencia.
En todo caso, amerita también cuestionar si, aun las imágenes violentas glamurosas presentadas desde la perspectiva de los agresores, inducen a cometer actos violentos. El sentido común nos dicta que sí existe una relación, pero, en asuntos científicos, no basta con acudir al sentido común. Es necesario ofrecer datos duros. Y, desafortunadamente, no se han presentado datos que respalden este juicio. En este asunto, abundan muchas opiniones personales de gurús sobre los medios, pero pocos estudios relevantes.
El conductismo parte de la premisa de que, con la debida manipulación de estímulos, se pueden inducir algunas respuestas específicas. Dave Grossman, por ejemplo, opina que los medios de comunicación emplean el mismo sistema de estímulos que se utilizan en los cuerpos policiales y militares para facilitar la disposición a matar. Pero, lamentablemente, Grossman no ofrece experimentos que le den fuerza a su argumento.  

Hubo un experimento famoso que trató de demostrar que el contemplar violencia induce a actos violentos. El conductista Albert Bandura tomó dos grupos de niños. A un grupo, lo sometió a contemplar cómo un adulto golpeaba un muñeco, mientras que al segundo grupo lo sometió a contemplar cómo un adulto era cariñoso con la muñeca. Cuando el adulto se retiró, el primer grupo se mostró mucho más agresivo con el muñeco, que el segundo.
El experimento es ingenioso, pero no está exento de críticas debido a sus fallas metodológicas. Los niños pudieron haber creído que la exhibición del adulto era una instrucción deliberada a hacer lo mismo. No se supo bien la composición demográfica de los niños (en vista de lo cual, el segundo grupo pudo haber procedido de una población con mejores condiciones socio-económicas, y por ende, menos proclive a la violencia).
Desde entonces, se han intentado algunos otros experimentos similares, pero los resultados no han sido conclusivos. Esto debería ser advertencia de que, antes de apresurarnos a acusar a los medios de comunicación de ser el origen de la violencia en la sociedad, debemos ser más cautelosos a la hora de considerar la evidencia. La mera corazonada de que las imágenes violentas conducen a actos violentos no es suficiente. Después de todo, parte del deleite de la obra literaria procede precisamente de nuestra capacidad para distinguir la realidad de la ficción.

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