Estaba
en Nueva Delhi cuando leí una breve reseña en el Hindustani Times sobre la muerte de la modelo venezolana Mónica
Spears. Debido a la distancia y a la falta de tiempo durante mi estadía en
Delhi, no pude seguir de cerca la noticia. Pero, al regresar a Maracaibo, me
enteré de que el asesinato causó conmoción en la opinión pública.
Como
de costumbre, el gobierno evadió la responsabilidad en la crisis de violencia
que atraviesa nuestro país. No hay, por supuesto, una sola causa de la
violencia. Pero, es bastante obvio que el gobierno es ineficaz en atacar las
causas de este problema. Las cárceles venezolanas tienen condiciones
repugnantes, y desde ahí se ordenan la mayor parte de los crímenes, pero el
gobierno sigue sin querer buscar una solución radical a este problema. Y,
previsiblemente, frente a su fracaso en materia de seguridad, el gobierno busca
al chivo expiatorio más fácil y obvio: la violencia en los medios de
comunicación. Por supuesto, esta artimaña no sólo busca evadir la culpa, sino
también, conseguir una excusa perfecta para controlar aún más los medios de
comunicación, a fin de afianzar el poder.
Pero, en honor a la justicia, cabe
admitir que culpar a los medios de comunicación por la violencia en el mundo no
es un invento del gobierno venezolano. Desde hace más de dos mil años, los
gobernantes han desconfiado de los poetas y su presentación de obras
aparentemente inmorales, bajo la excusa de que puede resultar en una influencia
nociva para el orden y las buenas costumbres. Fue éste uno de los motivos por
los cuales Platón expulsó a los poetas. Lo irónico en todo esto es que el
actual gobierno venezolano proclama a viva voz oponerse a las fuerzas conservadoras,
pero su obsesión en contra de la violencia en los medios de comunicación es una
preocupación típicamente conservadora, la cual desconfía del ejercicio de la
libre expresión artística.
El sentido común dicta que, si una
población contempla imágenes violentas, eventualmente esa población incurrirá
en actos violentos. Los seres humanos tenemos una enorme disposición a la
imitación, y si estamos sujetos a la exhibición de tantas matanzas,
eventualmente desearemos nosotros mismos ejecutarlas.
Pero, cabe un importante matiz. La
presentación de imágenes violentas per se
no induce a la violencia. Es más bien la forma en que se presentan esas imágenes. Mucha gente, por ejemplo,
reprocha a la Biblia ser un libro brutalmente violento, y ciertamente, sí lo
es. Pero, como bien advierte el filósofo René Girard, lo objetable en la Biblia
son aquellas secciones en las cuales se glorifica
la violencia, y se la presenta como procedente de un Dios aguerrido; esto
es abundante en el Antiguo testamento.
En cambio, aquellas imágenes violentas que se presentan desde la perspectiva de
las víctimas, son más bien óptimas para rechazar la violencia y alimentar la
compasión. La imagen de Cristo crucificado, sostiene Girard, en vez de
alimentar la violencia, puede ser un antídoto contra ella.
Si bien, en otros lugares, he manifestado
oposición a varias de las tesis de Girard, sí estoy de acuerdo con su idea
general. Lo relevante no es tanto la intensidad de la violencia en un texto,
sino la perspectiva desde la cual se presenta. Si se adorna con glamur y gloria
a los agresores, es preocupante. Pero, si se muestra la cruda violencia para
repugnar al público, es más bien una sana medida para alejar al espectador de
la violencia. Por ello, una película como Rambo
sí es moralmente objetable, pero
no es moralmente objetable una película como La lista de Schindler, a pesar de su brutal violencia.
En todo caso, amerita también cuestionar
si, aun las imágenes violentas glamurosas presentadas desde la perspectiva de
los agresores, inducen a cometer actos violentos. El sentido común nos dicta
que sí existe una relación, pero, en asuntos científicos, no basta con acudir
al sentido común. Es necesario ofrecer datos duros. Y, desafortunadamente, no
se han presentado datos que respalden este juicio. En este asunto, abundan
muchas opiniones personales de gurús sobre los medios, pero pocos estudios
relevantes.
El conductismo parte de la premisa de
que, con la debida manipulación de estímulos, se pueden inducir algunas
respuestas específicas. Dave Grossman, por ejemplo, opina que los medios de
comunicación emplean el mismo sistema de estímulos que se utilizan en los
cuerpos policiales y militares para facilitar la disposición a matar. Pero,
lamentablemente, Grossman no ofrece experimentos que le den fuerza a su
argumento.
Hubo un experimento famoso que trató de
demostrar que el contemplar violencia induce a actos violentos. El conductista
Albert Bandura tomó dos grupos de niños. A un grupo, lo sometió a contemplar
cómo un adulto golpeaba un muñeco, mientras que al segundo grupo lo sometió a
contemplar cómo un adulto era cariñoso con la muñeca. Cuando el adulto se
retiró, el primer grupo se mostró mucho más agresivo con el muñeco, que el
segundo.
El experimento es ingenioso, pero no
está exento de críticas debido a sus fallas metodológicas. Los niños pudieron
haber creído que la exhibición del adulto era una instrucción deliberada a
hacer lo mismo. No se supo bien la composición demográfica de los niños (en
vista de lo cual, el segundo grupo pudo haber procedido de una población con
mejores condiciones socio-económicas, y por ende, menos proclive a la
violencia).
Desde entonces, se han intentado algunos
otros experimentos similares, pero los resultados no han sido conclusivos. Esto
debería ser advertencia de que, antes de apresurarnos a acusar a los medios de
comunicación de ser el origen de la violencia en la sociedad, debemos ser más
cautelosos a la hora de considerar la evidencia. La mera corazonada de que las
imágenes violentas conducen a actos violentos no es suficiente. Después de todo, parte del deleite de la obra
literaria procede precisamente de nuestra capacidad para distinguir la realidad
de la ficción.
No hay comentarios:
Publicar un comentario