jueves, 30 de junio de 2011

Sobre la educación bilingüe en Venezuela


El artículo 121 de la Constitución Bolivariana de Venezuela estipula lo siguiente: “El Estado fomentará la valoración y difusión de las manifestaciones culturales de los pueblos indígenas, los cuales tienen derecho a una educación propia y a un régimen educativo de carácter intercultural y bilingüe, atendiendo a sus particularidades socioculturales, valores y tradiciones”.

Este artículo ha propiciado que en varias regiones de Venezuela, las comunidades indígenas reciban educación bilingüe: en castellano, y en la lengua de la comunidad indígena en cuestión. A simple vista, esta iniciativa es loable. El aprendizaje de varias lenguas es psicológicamente muy estimulante, y de seguro, los niños que aprendan a comunicarse en más de una lengua tendrán una perspectiva mucho más amplia del mundo.

Pero, al mismo tiempo, debe admitirse que esta perspectiva sería aún más amplia si las lenguas que se aprendieran fueran habladas por una gran cantidad de personas en todo el planeta, y no por un puñado de personas en una pequeña región. Por ello, está en la propia conveniencia de estas comunidades el recibir una educación bilingüe; pero en vez de aprender el castellano y la lengua indígena, debería aprenderse el castellano y el inglés.

Evaluemos la situación racionalmente, y consideremos cuál es la decisión más provechosa. Un niño de la Guajira venezolana, tiene dos opciones: ser educado en wayuunaiki y castellano, o ser educado en inglés y castellano. Si sigue la primera opción, habrá aprendido una lengua que le servirá para comunicarse con 250.000 personas fundamentalmente por vía oral, confinadas a dos municipios del estado Zulia, y sin muchas aplicaciones en la ciencia, la tecnología, los negocios, etc. Si sigue la segunda opción, habrá aprendido una lengua hablada por más de mil millones de personas en cinco continentes, sumamente útil para la ciencia, la tecnología, el comercio internacional, etc.

No es de extrañar que muchas familias de la Guajira, las cuales tienen la pretensión de que sus hijos sean ingenieros, médicos y científicos, piden a gritos al Estado venezolano que sus hijos sean educados en castellano, y como complemento, reciban la educación en lengua inglesa, a la par de que sienten poca motivación para educar a sus hijos en wayuunaiki, pues aprecian que esta lengua no servirá de mucho para potenciar sus talentos profesionales.

El Estado venezolano se empeña en que los miembros de esas comunidades aprendan la lengua indígena. Supuestamente, con ello, se logrará preservar la identidad cultural de las comunidades indígenas. Como consecuencia, los niños de esas comunidades son condenados a seguir siendo personas con bajo rendimiento académico y desempeño profesional, pues se les niega la posibilidad de aprender una lengua que les permita tener acceso a conocimientos más amplios del mundo.

Si el Estado venezolano pretende que los niños de las comunidades indígenas no persistan en una posición de desventaja competitiva en los niveles de educación y las posiciones laborales, debe empezar por brindar a estos niños las mismas oportunidades que al resto de la población. Y, en la medida en que el Estado se empeña en enseñar wayuunaiki u otra lengua indígena por encima del inglés como lengua complementaria, coloca en posición desventajosa a los niños de las comunidades indígenas.

Al final, en los cursos de anatomía del primer año de medicina, el joven procedente de una comunidad indígena vendrá a la universidad con su identidad cultural y su orgullo étnico muy fortalecido, pero sólo podrá consultar libros y recursos didácticos de anatomía en una sola lengua: el castellano. En cambio, el joven indígena que en vez de wayuunaiki, aprendió inglés, vendrá a la universidad transculturizado tras haber perdido el contacto con sus tradiciones ancestrales, pero tendrá la posibilidad de consultar libros y recursos didácticos de anatomía en al menos dos idiomas. ¿Cuesta mucho predecir cuál de los dos jóvenes tiene más probabilidades de tener un mejor rendimiento académico?

Se puede esgrimir, por supuesto, que en las comunidades indígenas es viable enseñar tres lenguas: castellano, inglés y la lengua indígena. En ese caso, la educación ya no sería bilingüe, sino trilingüe, y con eso, el pupilo indígena podría ilustrarse en una lengua de amplio alcance (como el inglés), a la vez que preservará su cultura mediante el aprendizaje de la lengua indígena. Hasta donde tengo conocimiento, no obstante, nada de esto se está haciendo en las comunidades indígenas: la educación sigue siendo bilingüe, no trilingüe.

Pero, aun si se diese el caso de una educación trilingüe, urge apreciar que, el francés, el árabe, el mandarín, el hindi, el alemán, en fin, lenguas habladas por varios millones de habitantes y con una fuerte presencia en la ciencia, la tecnología y el comercio, deben ser privilegiadas en la enseñanza por encima de lenguas que apenas son habladas por un puñado de personas. Si optamos por una educación trilingüe (y sería muy estimable que la lográsemos), las lenguas que más convendrá aprender a los mismos jóvenes procedentes de comunidades indígenas, y que tienen aspiraciones profesionales, son el castellano, el inglés y el mandarín.

viernes, 24 de junio de 2011

¡Arriba Paul Gillman!: sobre los proteccionismos económicos y culturales


En concordancia con el gran sueño cosmopolita de Adam Smith, los promotores de la globalización desean sobreponer las fronteras económicas, y permitir el libre flujo de las mercancías. Quizás estas libertades económicas activen las industrias, y eventualmente, la expansión de las redes comerciales traerá prosperidad económica a todos.

En un plano estrictamente teórico, pareciera que esto tiene sentido. Pero, también parece que la realidad es un poco más compleja. Por regla general, la indiscriminada apertura de fronteras económicas ha propiciado que los países del Primer Mundo inunden con sus productos a los países del Tercer Mundo. Y, en esta situación, los países del Primer Mundo se enriquecen, mientras que los del Tercer Mundo se empobrecen.

El remedio que siempre se ha invocado para este problema es el proteccionismo económico. Las economías del Tercer Mundo se fortalecerán en la medida en que sustituyan importaciones. Para conseguir esto, debe imponerse un alto arancel sobre las mercancías importadas, a fin de ofrecer a los productos nacionales alguna ventaja en la competitividad frente a los productos extranjeros.

Esto, por supuesto, es un tema sumamente debatido, y no pretendo concluir definitivamente si el proteccionismo económico es una buena o mala idea para América Latina. Pero, sí deseo tomar una postura firme en lo siguiente: urge no confundir el proteccionismo económico con el proteccionismo cultural. Y, en este sentido, puedo admitir como positivo el proteccionismo económico, pero rechazo el proteccionismo cultural.

Quizás hagamos bien en proteger nuestras industrias frente a los productos extranjeros, pues ello persigue el fin de fortalecer nuestra actividad económica y conducirnos a la prosperidad. Pero, el empeñarse en proteger la cultura autóctona frente a las influencias culturales extranjeras no conduce a ningún beneficio. Las instituciones culturales son buenas o malas, independientemente de donde procedan. Y, si conviene abandonar algún elemento de nuestra cultura, para asumir un elemento foráneo que nos conduzca a un estilo de vida más satisfactorio, bienvenido sea.

Si acaso el proteccionismo es una buena idea, debe aplicarse estrictamente a los productos económicos, no a las ideas. Sería óptimo que el Estado imponga políticas proteccionistas para favorecer a la mantequilla venezolana por encima de la mantequilla importada. Pero, es una idiotez que el Estado intervenga para favorecer a un cantante venezolano de joropo por encima de un cantante venezolano de reggaetón.

El consumo cultural de una idea foránea no debería ser un problema, siempre y cuando terminemos por asimilar esa idea foránea y eventualmente la manufacturemos en nuestro territorio con nuestra fuerza laboral. Si bien el gobierno venezolano actual tiene continuos arrebatos nacionalistas en la protección de la cultura nacional frente a las influencias extranjeras, debo al menos reconocer que, en el caso del cantante venezolano de rock Paul Gillman, ha sabido distinguir entre el proteccionismo económico y el proteccionismo cultural.

La música de Gillman es fácilmente clasificable como heavy metal, un género que, hasta fechas muy recientes, era oriundo del Reino Unido y los EE.UU., y totalmente ajeno a la música tradicional venezolana. Astutamente, Gillman asumió un discurso a favor del gobierno (quizás sí es genuino, ¿quién sabe?), y ha logrado financiamientos para muchos eventos de música rock. Presumo que el gobierno favorece a Gillman porque, además de verlo como un poderoso recurso propagandístico, desea impulsar los talentos nacionales. Pero, obviamente, el gobierno hace caso omiso a que la música de Gillman procede de otra cultura. En este caso, el gobierno protege la industria musical venezolana por un motivo económico, pero no está interesado en proteger la música venezolana por motivos culturales.

Pues bien, aplaudo esta actitud del gobierno. Aquella idea típica de los románticos del siglo XIX, según la cual el Volkgeist, el espíritu del pueblo, debe ser protegido frente a las influencias foráneas en aras a una pureza cultural, es sumamente peligrosa. Estas ideas han conducido a las formas más escandalosas de nacionalismo y xenofobia, y tienen una gran dosis de responsabilidad en los más graves conflictos militares del siglo XX. Al menos en el caso de Gillman, el gobierno ha renunciado a esta xenofobia, y ha permitido la influencia cultural norteamericana mediante la música.

También, por supuesto, lo ha hecho con el deporte. En vez de jugar el sebucán o la perinola, nuestros deportes son el fútbol y el béisbol, de nuevo, originalmente procedentes de culturas foráneas. De nuevo, nadie objeta el consumo de estos productos culturales que, en un inicio fueron foráneos, pero que ya los hemos asimilado, y hoy, por supuesto, exportamos peloteros. Pero, aún queda mucho por reformar. Hay aún molestia frente al Pato Donald, Superman, los efectos especiales cinematográficos, el Bill of Rights, el fútbol americano, Santa Claus, la cultura del fitness, etc.

Los pueblos más prósperos son aquellos que, precisamente, están abiertos a recibir influencias extranjeras, y a partir de ello, las reproducen en los territorios domésticos: importan ideas, estas ideas las convierten en productos, y finalmente terminan exportando los productos. Es exactamente lo que ha hecho Japón desde el fin de la Segunda Guerra Mundial: importó una buena dosis de la cultura americana, y ha exportado aparatos electrónicos altamente cotizados. Los japoneses, por así decirlo, han sustituido importaciones a nivel económico, pero no a nivel cultural. Ése es el camino que debemos seguir.

domingo, 19 de junio de 2011

El comunismo y la familia


Cada vez que llega un gobierno con fuertes inclinaciones comunistas o socialistas a algún país del mundo, los opositores alertan que una de las metas del comunismo es la destrucción de la familia. Venezuela no es la excepción. Desde hace varios años, la oposición venezolana ha advertido que el gobierno de Hugo Chávez, autoproclamado socialista, desea despojar a los padres de la patria potestad sobre sus hijos, abolir el matrimonio, etc.

El gobierno de Chávez siempre ha negado tener esas intenciones, y seguramente tiene razón. No se vislumbra en Venezuela, al menos en el mediano plazo, la intención de promover la abolición de la familia. Pero, en la historia del socialismo y del comunismo, no siempre ha sido así. La mayor parte de los teóricos del comunismo, desde Platón hasta Marx, han coqueteado con la idea de que la familia debe desaparecer. Y, no han faltado ‘experimentos sociales’ de comunidades comunistas en las que se prescinde de la familia y el matrimonio como formas de organización social.

Platón, por ejemplo proponía que en su ciudad ideal hubiese una ‘comunidad de mujeres’. Ningún hombre tendría una esposa individual, sino que habría encuentros sexuales casuales. Los hijos no serían criados por sus madres biológicas, sino por un gremio de maestras dedicadas especialmente a las labores domésticas. En esa ciudad ideal, no habría propiedad privada, y eso incluye a las mujeres. Ninguna mujer sería ‘propiedad’ de ningún hombre bajo la institución del matrimonio. Todo sería de todos, incluyendo las relaciones sexuales.

Durante los primeros siglos del cristianismo, varias sectas avocadas a una forma de comunismo primitivo, también pretendieron prescindir de la familia y el matrimonio. Los adamitas, por ejemplo, promovían la promiscuidad entre sus miembros, y practicaban la crianza comunal de los niños. En el siglo XIV, la Hermandad del Espíritu Libre también tenían prácticas afines.

Si bien movimientos como éstos fueron suprimidos, en buena medida debido a la represión de las autoridades eclesiásticas, en el siglo XIX prosperaron experimentos sociales que hicieron resurgir el interés en abolir a la familia y el matrimonio. En EE.UU., la comunidad de Oneida fue notoria por su intento de crear una sociedad absolutamente libre de propiedad privada; como en las sectas más antiguas, todo sería de todos, y esto incluiría, de nuevo, a los cónyuges y a los hijos.

Los teóricos del comunismo utópico, en el siglo XIX, coquetearon con la misma idea. Probablemente el más prominente de éstos fue Charles Fourier: entre sus propuestas, se encontraba la formación de comunas en las que ningún hombre en particular estaría casado con ninguna mujer en particular, las relaciones sexuales se practicarían con muchos compañeros, y ningún niño tendría a ninguna madre o padre en particular, sino que serían cuidados y educados por toda la colectividad. Robert Owen, otro prominente socialista utópico, tuvo propuestas similares.

Marx y Engels tampoco fueron ajenos a estos proyectos. En el Manifiesto del partido comunista, Marx y Engels reprochan a sus críticos el creer que los comunistas desean abolir la familia. Pero, en vez de negar enfáticamente que el comunismo conduciría a la abolición de la familia, Marx y Engels se limitan a decir que, en la sociedad capitalista, la familia ya ha sido corrompida por la explotación y la hipocresía y que, a lo sumo, el comunismo no haría más que legalizar la ‘comunidad de esposas’ que ya existe hipócritamente en el capitalismo. En todo caso, Marx y Engels nunca dejaron suficientemente claro cuál era su propuesta respecto a la familia.

Engels había seguido muy de cerca las teorías del antropólogo Lewis Henry Morgan. Según estas teorías, la familia y el matrimonio no existían en los albores de la especie humana. Los primeros seres humanos habrían vivido en hordas promiscuas, y los niños no habrían tenido una madre y un padre en particular, sino que todos los niños considerarían padres y madres a los adultos de la horda. Según Morgan, la familia empezó a la par de la propiedad privada: cuando los hombres empezaron a acumular riquezas y apropiarse de ellas, desearon pasarlas a sus descendientes, y formaron así la familia, con el fin de asegurarse de que sólo unos individuos seleccionados las recibieran en herencia.

Engels asumía que, con el comunismo, la familia burguesa desaparecería. Nunca dejó claro qué forma de organización social suplantaría a la familia. Pero, es de presumir que, si en el entendimiento de Engels, la familia surgió a la par de la propiedad privada, entonces cuando se alcance el comunismo, y la propiedad privada quede abolida, la familia también quedaría abolida. Sin propiedad privada, no habría necesidad de familia.

En los primeros años de la revolución bolchevique, estas ideas se tomaron muy en serio. Los soviéticos empezaron a promover la promiscuidad. Quizás la más emblemática promotora de la promiscuidad fue la teórica Alexandra Kollonstai, quien defendía la idea de que el sexo debería ser algo tan natural como “tomarse un vaso de agua”: así como no negamos a un extraño un vaso con agua, tampoco deberíamos negarnos a tener relaciones sexuales con personas con las cuales no tenemos muchos vínculos emocionales. Kollonstai soñaba con que los niños no fuesen criados por sus padres biológicos, sino que, desde el mismo nacimiento, fueran arrebatados de ellos, y entregados al Estado, para ser criados por profesionales en grandes comunas.

Hubo, por supuesto, soviéticos más conservadores que no estaban muy convencidos de esto, presumiblemente porque aún quedaban en ellos los vestigios morales de la Rusia zarista. Lenin, por ejemplo, siempre reprochó a Kollontai su teoría del “vaso de agua”. Y, Stalin (quizás el soviético más parecido a los zares), frente a la crisis de la Segunda Guerra Mundial, apeló a las tradiciones rusas y el valor de la familia como célula básica de la sociedad.

Con todo, aún fuera del bloque soviético, siguió prosperando en algunos rincones el ideal comunista de abolir la familia. En Israel, los kibutz se formaban como comunidades en las cuales no habría propiamente promiscuidad, pero con todo, los niños serían arrebatados de sus padres y entregados al Estado para ser criados comunalmente.

En EE.UU. prosperaron los movimientos del ‘amor libre’. En especial, los hippies defendían un estilo de vida comunitario en el cual todos los miembros adultos de la comuna tendrían actividad sexual entre sí, y los niños de esta comuna no tendrían un padre o una madre en particular, sino que todos los adultos de la comuna serían sus padres y madres.

Estos episodios generan un poco de vergüenza entre los movimientos socialistas y comunistas de nuestra época. Los gobiernos con fuertes inclinaciones socialistas o comunistas, como el de Cuba o Venezuela, mantienen la aspiración de una sociedad sin clases sociales, alcanzable mediante la abolición de la propiedad privada de al menos los grandes medios de producción. Pero, con todo, no dan señales de querer abolir la familia o el matrimonio.

No obstante, vale apreciar que la abolición de la familia y el matrimonio es una propuesta absolutamente coherente con los objetivos del comunismo. Si de verdad se aspira a una sociedad en la que no haya grandes diferencias sociales, los grandes medios de producción no queden en manos privadas, y los individuos estén dispuestos a buscar el bienestar colectivo por encima del individual, entonces la familia y el matrimonio deben desaparecer.

La familia, en primer lugar, atomiza al individuo. Mediante la familia, el niño aprende a distinguir entre los miembros de su familia y los extraños, y esto se convierte en matriz de exclusión. La familia incentiva el privilegio de sólo algunos individuos, por encima del privilegio de todos los miembros de la colectividad. El padre que trae un sueldo al hogar, está dispuesto a ofrecer beneficios económicos a sus propios hijos muy por encima de los niños huérfanos.

En vez de ser criado con todos los miembros de la colectividad, la familia recluye al niño en un espacio reducido, sólo junto a sus hermanos y padres. A partir de entonces, el individualismo del niño se exacerba, pues queda desvinculado de la colectividad. Además, la familia incentiva el apego a la propiedad privada. Mediante la institución de la familia, el niño desarrolla un sentido de propiedad: él es propietario de un padre, un hermano, una madre. Y, de decir: “esa mujer es mi madre”, a decir, “este pedazo de tierra es mi fundo”, hay un trecho muy corto.

Podemos debatir si el comunismo es una buena o mala idea. Quizás podamos criticar al comunismo que es intrínsecamente injusto que el reparto de la riqueza sea absolutamente igualitario (o, en todo caso, como postulaba Marx, que este reparto sea en función de las necesidades, y no de los méritos), pues no todos tenemos los mismos méritos. Quien haya trabajado más, y tenga mayor preparación, debe recibir mejores beneficios. Los comunistas de Europa del Este intentaron que el médico y el enfermero tuvieran los mismos sueldos y los mismos beneficios, pero en aras a una justicia meritocrática, es sensato admitir que el médico debe ganar más y recibir mejores beneficios que el enfermero, pues el médico tiene más méritos que el enfermero.

Pero, ¿tiene más méritos la esposa o el hijo del médico, que la esposa o el hijo del enfermero? Por supuesto que no. El mérito procede de su respectivo padre o esposo, pero no de ellos mismos. Pero, con todo, los hijos y la esposa del médico recibirán mayores beneficios que los hijos y la esposa del enfermero. Esta injusticia procede de la institución de la familia.

Una manera de solucionar esto es aboliendo la institución de la herencia: el médico no tendría oportunidad de dejar su patrimonio a sus hijos o esposa, y con eso, se resolvería la injusticia del reparto. De hecho, tradicionalmente ésta ha sido una de las primeras instituciones familiares abolidas por los sistemas comunistas, e incluso pensadores ajenos al comunismo, como Bertrand Russell, promovieron esta reforma. En Venezuela, la institución de la herencia se conserva, pero ha sido atacada medianamente a través de altos impuestos.

Pero, la herencia deja sin resolver el problema. Pues, la herencia sólo implica el reparto del patrimonio después de la muerte del propietario, pero deja intacto el reparto injusto del patrimonio durante el tiempo de vida del propietario. Y, así, durante la vida del médico, los hijos y la esposa de éste recibirían injustamente más beneficios que los hijos y la esposa del enfermero. Por eso, pareciera, para resolver este problema, no basta con abolir la herencia. Sería necesario asegurarse de que los hijos del médico sean criados en las mismas condiciones que los hijos del enfermero. Para ello, sería necesario abolir la familia y criar a los niños en comunas, e incluso, abolir el matrimonio y asegurarse de que ningún hombre esté vinculado con ninguna mujer en particular, a fin de evitar el reparto injusto de la riqueza.

Esto debería conducirnos a admitir que la familia tiene aspectos negativos, y las protestas de los comunistas frente a la institución de la familia tienen algún grado de legitimidad. Con todo, los proyectos comunistas de abolir la familia generan escándalo, y es comprensible por qué. Contrario a lo que opinaban Morgan y Engels, la antropología demuestra que la institución de la familia es y ha sido universal y, por ende, parece natural a la especie humana. Si bien no necesariamente debemos estar atados a los dictámenes de la naturaleza, parece muy difícil renunciar a la institución de la familia a favor del amor libre y la crianza comunal de los niños.

La abolición de la familia generaría más problemas de los que resolvería. Ciertamente la familia genera exclusión y desigualdad, pero al mismo tiempo, la familia incentiva el cuidado y el apego emocional que la faz anónima de la comuna o el Estado no puede garantizar. La institución de la herencia injustamente concede más beneficios a los hijos del médico que a los hijos del enfermero, pero al mismo tiempo, esa misma institución motiva a que los estudiantes se esfuercen más en ser mejores profesionales, con la esperanza de dejar mayor patrimonio a sus hijos.

Podemos admitir que el Estado o la comuna puedan asumir algunas funciones que antaño estaban reservadas a la familia. La educación primaria, la salud, el cuidado de los niños en guarderías durante las jornadas laborales, etc., son ya asumidas por el Estado en países en los que se ha alcanzado un alto nivel de bienestar social. Y, asimismo, podemos admitir el divorcio o el matrimonio entre homosexuales. Pero, pretender abolir la familia y el matrimonio a favor del amor libre y la plena crianza comunal, a la manera de los movimientos comunistas que he reseñado, es ir demasiado lejos. La familia seguirá siendo la célula de la sociedad, y atentar contra ella es suicida.