En los
últimos años, Dinesh D’Souza ha asumido un papel bufón. En alguna ocasión,
D’Souza fue un autor bastante serio, pero en fechas más recientes se ha dejado
influir demasiado por el estilo idiotizado de gente como Glenn Beck. Y, así, en
vez de seguir criticando racionalmente los programas de acción afirmativa en
EE.UU., y de señalar los aspectos positivos del colonialismo en la historia de
la India, D'Souza optó por montar una absurda teoría de la conspiración, según la cual,
Barack Obama es en realidad un anti-colonialista (como si el colonialismo no
fuese criticable) que, debido a algunos traumas de su infancia, ahora
secretamente quiere destruir a EE.UU.
Pero,
aún en su bufonería, D’Souza siempre tiene algo interesante que decir, y su
estilo ensayístico no deja de ser cautivador. Y de esa manera, en su más reciente libro, Stealing America (Robando a América), aun si D’Souza dice muchas tonterías, su tesis
central sí invita a mucha reflexión.
El libro
es en parte una memoria de su vida durante el tiempo en el cual estuvo preso.
D’Souza violó las leyes norteamericanas sobre el financiamiento a campañas
políticas, y un juez lo sentenció a varios meses de confinamiento en una
cárcel. D’Souza, que siempre ha criticado correctamente la victimología que
predomina en la izquierda norteamericana (sobre todo entre las minorías
étnicas), ahora él mismo asume esa victimología, al alegar que, si bien él
admite su culpabilidad, él es en realidad víctima de una conspiración. Pues,
opina D’Souza, el castigo que recibió fue desproporcionado, y otra gente que ha
cometido la misma falta, no ha recibido la misma pena.
Según D’Souza, él
es víctima de una conspiración orquestada por el propio Barack Obama, pues
D’Souza ha cobrado prominencia con sus libros y películas en contra del
presidente norteamericano. Todo este argumento es un poco megalomaníaco y
paranoico: es muy dudoso que Obama, con tantos problemas que tiene que
enfrentar y tanta gente que lo adversa, hubiera perdido su tiempo en organizar
un ataque contra D’Souza, un intelectual que, si bien tiene algún renombre, no
tiene tanta influencia política.
El libro es un
retrato de algunos de los criminales comunes con los cuales D’Souza tuvo que
convivir durante su presidio. D’Souza busca comparar a esos prisioneros con los
políticos norteamericanos del Partido Demócrata norteamericano. A su juicio,
todos ellos se valen de las mismas tácticas para orquestar sus robos.
La táctica básica
en los robos, dice D’Souza, es el engaño. El ladrón, para ser hábil, tiene que
dar la apariencia de no robar, a fin de poder concretar su acción. Y, esto lo hace
muy bien el político. El discurso de la “justicia social”, opina D’Souza, es
una artimaña del populista para lograr que los tontos útiles roben sin que
parezca un robo. Bajo la excusa de luchar contra la desigualdad, el político
logra que las masas le den poder, y con ese poder, impunemente despoja a los más
ricos de sus propiedades, siempre bajo la promesa de repartir la riqueza. Pero,
como bien reza el refrán, el que parte y reparte se queda con la mejor parte.
El libro de D’Souza
es interesante porque esboza cómo Robin Hood (curiosamente D’Souza nunca nombra
al legendario personaje) fácilmente se convierte en Don Corleone (tampoco
nombra al protagonista de El padrino).
D’Souza habla poco de América Latina en el libro, pero no es muy difícil ver en
nuestra región cómo los grandes capos, desde Pablo Escobar hasta el Chapo
Guzmán, han querido jugar a ser los Robin Hoods que roban a los ricos para dar
a los pobres, pero que en ínterin, terminan disfrutando de grandes fincas y
matando a quien no acepte lo que ellos consideran que es el debido reparto.
D’Souza cita un
famosísimo ejemplo que ofrece San Agustín en La ciudad de Dios. Cuenta San Agustín que Alejandro Magno se
encontró con un pirata y le reprochó su actividad de pillaje. El pirata
respondió que, en realidad, él hacía lo mismo que el gran emperador; la única
diferencia es que el pirata tenía un pequeño barco, mientras que Alejandro
tenía toda una flota.
Y, ésta es una
cuestión filosófica con la cual hizo mucho renombre Robert Nozick (D’Souza no
lo cita, pero repite muchos de sus argumentos). ¿Cómo se distingue el Estado y
la mafia? ¿Cuál es la diferencia entre un impuesto y una extorsión? Podrá
decirse que, a diferencia de la mafia, el Estado procede de un contrato social,
pero, ¿qué hay de aquellos que no dieron
consentimiento a ese contrato y no quieren entregar parte de su propiedad?,
¿deben ser despojados igualmente?
Sí, ciertamente hay
mucha desigualdad en el mundo. Pero, si esa desigualdad no viene de condiciones
de explotación y el rico ha ganado el dinero limpiamente (como en algunos
ejemplos clásicos que Nozick ofrece y que D’Souza repite), ¿con qué autoridad
moral podemos expropiar a alguien que ha conseguido su riqueza con el fruto de
su trabajo? D’Souza se opone en particular a teóricos de la justicia como
Amartya Sen, quienes plantean que, aun si no ha habido explotación, el mero
ideal de igualdad podría ser suficiente para justificar quitar las propiedades
a quienes las producen, y dárselas a quienes no las tienen.
A Nozick le interesaba
fundamentalmente el debate sobre si hay o no autoridad moral para repartir
forzosamente la riqueza. Pero, Nozick no dedicó mucha atención a las
situaciones concretas sobre cómo ocurre este reparto, y para él, la honestidad
de los repartidores era un asunto marginal. En cambio, para D’Souza, ese
aspecto es central. Y, esto es una debilidad en el libro, pues D’Souza termina
satanizando a los izquierdistas, como si todos fueran genios malévolos que ante
las cámaras predican la justicia social, pero que en realidad, todo es un gran
truco para ellos mismos enriquecerse.
No cabe duda de
que, en muchos casos, ha sido así. En los países comunistas, siempre surge una
clase política acomodada que recita discursos muy lindos sobre la necesidad de
que todos seamos iguales, aúpa a las masas con esa retórica, gana poder para
expropiar, reparte algunas migajas, pero se queda con un buen trozo del pastel.
Pero, pretender que toda lucha por la igualdad social es así de corrupta, como
parece asumir D’Souza, es demasiado injusto.
En todo caso, ni
Hillary Clinton ni Barack Obama (los dos grandes ogros en el libro de D’Souza)
encajan mucho en el perfil del Robin Hood convertido en Don Corleone. D’Souza
los pinta como si ellos fueran comunistas. Ciertamente, en algún momento esos
políticos han simpatizado con una mayor redistribución de la riqueza en EE.UU.,
pero están muy lejos de proponer un reparto al estilo soviético o cubano; ambos
han protegido los intereses de las clases más acomodadas.
Tampoco estos
políticos han utilizado una retórica muy agresiva para aupar a las masas a fin
de lograr expropiar a los más ricos; con todo, D’Souza detecta una influencia
de Saul Alinsky, un agitador social izquierdista que supuestamente apadrinó a
Obama y a Clinton; de nuevo, todo esto parece una gran teoría de la
conspiración que, francamente, está más en la imaginación de D’Souza que en la
realidad.
Stealing America tiene mucho sensacionalismo y resentimiento. D’Souza está
molesto porque la justicia norteamericana lo atrapó cometiendo una fechoría, y
se resiente de que Obama estuviera cómodo en la Casa Blanca, mientras que él
tenía que estar en la cárcel. D’Souza asumió su castigo como si se tratase de
una vendetta personal de Obama contra él, y su respuesta fue presentar al
presidente (y ahora, a su posible sucesora) como si fuera un hampón. Pero, en
medio de esta diatriba, D’Souza trae a la palestra algunos puntos interesantes
de la filosofía libertaria pro-capitalista, y sólo por eso, su libro es
rescatable.