La
reciente ofensiva del Estado Islámico de Irak y el Levante me hace contemplar
la idea de que, en algunas cosas, Mussolini no fue tan malo. Explicaré por qué.
Hasta
1870, el Papa era gobernante absoluto de un territorio más o menos extenso, los
Estados Papales, con Roma como capital. Los nacionalistas venían conformando la
nación italiana, y lograron expulsar a potencias extranjeras (fundamentalmente
el imperio austríaco) de la península itálica. Pero, los nacionalistas querían
a Roma como capital de su nueva nación, y eventualmente, al aprovecharse de
algunas coyunturas (fundamentalmente, la guerra franco-prusiana), ocuparon Roma
y despojaron al Papa Pío IX definitivamente de su poder político (en las
décadas anteriores el Papa también había sido destronado, pero eventualmente había
logrado regresar). Si bien el Pío IX no fue maltratado, el hecho de que ya no
tuviera poder político significaba para él que era ahora un prisionero en el
Vaticano (aunque, a decir verdad, nadie le impedía el libre tránsito por el
país).
Esto fue
un duro golpe al papado. Y, si bien la Iglesia Católica venía avanzando hacia
la modernidad, hubo muchos sectores del rancio tradicionalismo católico que no
aceptaban que el Papa fuera meramente una autoridad en asuntos espirituales.
Desde la antigüedad tardía, los Papas tuvieron rencillas con reyes europeos. A
veces, reprochaban a los reyes el inmiscuirse en asuntos eclesiásticos (lo
denunciaban como “cesaropapismo”); a veces, los reyes reprochaban a los Papas
el inmiscuirse en asuntos terrenales de otros Estados (el Papa Bonfiacio VIII
en el siglo XIV, con delirios de grandeza, decía que todos los seres humanos
eran sus súbditos políticos). Para los tradicionalistas, era ahora difícil
aceptar que el Papa no tendría poder terrenal.
Desde
ese momento, quedaba esa espina en el tradicionalismo católico. En la década de
los 1920, Mussolini intentó poner fin a la disputa. Hasta cierto punto, Il Duce era como la enorme cantidad de
reyes europeos que tuvieron querellas con los Papas en disputas por el poder;
pero, a diferencia de muchos de esos reyes, trataría de buscar una solución.
Así, en 1929, firmó los tratados de Letrán: el Vaticano sería un Estado (en la
forma actual que tiene).
Hacemos
bien en no desestimar el poder que siguen teniendo los Papas, pero podemos
admitir que, con la firma del tratado de Letrán, el Vaticano es hoy un Estado
relativamente inofensivo, y que Mussolini encontró un balance: pudo contentar
al sector más tradicionalista del catolicismo, devolviendo una parte del poder
temporal a los Papas, pero sin que ello perjudicase seriamente la secularidad
del Estado italiano. Regalando esa migaja al catolicismo, Mussolini logró
contener a las ovejas, y hoy el Vaticano no representa ninguna amenaza a la
nación italiana.
Comparemos
estos hechos con la obra de Kemal Ataturk. El padre de la moderna nación turca
merece muchos elogios por haber modernizado y secularizado a Turquía. Pero,
tomó algunas decisiones erróneas. Antes de la Primera Guerra Mundial, el
partido de los Jóvenes Turcos había destronado al sultán absoluto, Abdul Hamid
II, en 1909. Desde entonces, habría sultanes, pero como figuras decorativas
(algo muy parecido a las monarquías constitucionales en la Europa actual). Los
sultanes también poseían el título de “califa”, y en ese sentido, hasta cierto
punto su posición era comparable al Papado, pues además de ser gobernantes
terrenales, alegaban ejercer cierta autoridad espiritual sobre todos los
musulmanes del mundo.
Ataturk
pudo haber hecho como Mussolini: conservar a un califa que vive lujosamente en
un palacio, pero que en realidad no gobierna. Así, del mismo modo en que
Mussolini logró contener a los sectores más tradicionalistas del catolicismo,
Ataturk pudo haber intentado contener a los sectores más tradicionalistas del
Islam: limitar el poder político del califa, pero mantener su figura religiosa
como cabeza de la comunidad de musulmanes. Pero, no fue así. Ataturk, fiel a
sus principios laicos y republicanos, promovió la disolución del califato en
1923, y así, el último califa, Abdulmecid II, tuvo que exiliarse.
Aparentemente,
esto no fue traumático para Turquía, una nación que, con sus avances y
retrocesos, marcha hacia la modernidad y la europeización. Pero, los
acontecimientos de los últimos veinte años en el Medio Oriente revelan que la
decisión de abolir el califato ha sido más problemática de lo que se pudo haber
creído en un inicio. Es cierto que el integrismo musulmán obedece a factores de
muy diversa índole, pero uno de los puntos de mayor resentimiento es,
precisamente, la ausencia del califato.
Los
videos amenazantes de Al Qaeda continuamente recordaban la humillación sufrida “durante
80 años”, las ocho décadas sin califato. Y, hasta cierto punto, el auge del
Estado Islámico en el Levante e Irak es un intento por restituir el califato,
pues el jefe de esta organización yijadista, Abu Bakr Al Baghdadi, se ha
auto-proclamado el nuevo califa, y su objetivo es reconstituir el califato.
Los
grandes triunfadores militares de la historia han sabido utilizar los palos y
las zanahorias. Al enemigo se le vence dándole palazos, pero también, en
ocasiones conteniéndolo con zanahorias. Mussolini obviamente terminó mal, pero en
un aspecto muy puntual, dio una buena lección: es posible contentar a los
fanáticos religiosos, manteniendo símbolos que, en realidad, son inofensivos. A
Il Duce no le importó entregar unas
pocas hectáreas de soberanía italiana al Vaticano, a fin de que los católicos
no generaran problemas. Quizás Ataturk debió haber empleado el mismo pragmatismo,
pues de haber conservado al califa como autoridad espiritual del Islam,
posiblemente hoy el integrismo musulmán tendría menos inspiración para reclutar
a tantos jóvenes fanatizados.