Por mucho tiempo, sentí bastante antipatía por Leibniz. Después de todo, uno de mis grandes héroes desde la adolescencia, Voltaire, lo apabulló con su burla. Leibniz siempre me ha parecido el acomodado filósofo que, desde su placentera mansión, pretende justificar los sufrimientos del mundo. A Leibniz recurren los cristianos que, ante un mundo sumamente cruel, se empeñan en sostener que Dios existe y que las cosas ocurren por un propósito. No puedo tener simpatías por un filósofo como ése.
Pero, hay algo en Leibniz que merece mi sumo respeto, especialmente dado el estado actual de la política y la filosofía. Hoy, prosperan filósofos charlatanes que deliberadamente dicen cosas que nadie les entiende: “confunde y vencerás”, parece ser su lema; hay plenitud de estos charlatanes en los cafés de postmodernistas. Asimismo, en otro plano, hay filósofos y políticos obsesionados con la pluralidad, y desean preservar a toda costa la diversidad lingüística, y rechazar una lengua globalizante que permita la comunicación entre todos los habitantes del planeta.
Pues bien, Leibniz fue uno de los primeros filósofos en anticipar los peligros del oscurantismo y el uso inadecuado del lenguaje. Y, también fue uno de los primeros en dar pasos hacia la consecución de una lengua universal. Así pues, Leibniz fue el forjador de un proyecto de lenguaje que, no sólo permitiría la comunicación entre todos los habitantes del planeta, sino también, las palabras reflejarían las cosas tal y como existen, y así no habría oportunidad para la confusión.
Los postmodernistas buscan confundir deliberadamente diciendo disparates como “la nada nadea” o “el falo es idéntico a la raíz cuadrada de -1”. Pero, aun aquellas personas que pretenden hablar claramente, a veces no logran hacerlo, debido a que el medio que usan para expresarse, el lenguaje, es imperfecto. Por ejemplo, si enuncio “mi padre fue al pueblo de José en su coche”, no nos queda claro quién es el propietario: del coche ¿José o mi padre?
Leibniz opinaba que confusiones como éstas y otras, se deben al hecho de que el lenguaje no es absolutamente lógico. Todas las lenguas, por supuesto, tienen una gramática que, a partir de algunas instrucciones, permiten construir frases precisas. Por ejemplo, para denotar el plural en castellano, basta agregar una ‘s’ al sustantivo. Y, en ese sentido, la relación que hay entre la palabra ‘gato’ y la palabra ‘gatos’ se corresponde óptimamente con la relación que hay entre el concepto de ‘gato’ y el concepto de ‘gatos’.
Pero, muchas veces, la relación que hay entre las palabras no coincide con la relación que hay entre los conceptos significados por esas palabras. La palabra ‘círculo’ tiene una obvia relación morfológica con la palabra ‘circunferencia’, pero no tiene ni la más remota relación con la palabra ‘esfera’. O, pensemos, por ejemplo, en las palabras ‘furro’ y ‘tambora’. No parece haber ninguna relación entre esas dos palabras, a pesar de que los conceptos de ‘furro’ y ‘tambora’ tienen una estrecha cercanía. Frente a una persona que no sea venezolana, la palabra ‘furro’ seguramente generará confusión. Pero, si en vez de ‘furro’, llamásemos a ese instrumento musical algo así como ‘tambobastón’, seguramente un hispanoparlante extranjero estará más cerca de entender.
Pues bien, Leibniz tenía el sueño de crear un lenguaje que reflejase nítidamente la estructura lógica del mundo, de forma tal que la relación entre las palabras tuviese correspondencia con la relación entre sus significados. Para ello, Leibniz propuso el arte de la combinación. En el ejemplo del ‘furro’, he propuesto descomponer ese concepto en dos: 1) tambor; 2) bastón. Y, he propuesto combinar ambos conceptos en una sola palabra, ‘tambobastón’. De ese modo, una persona que quiera aprender la palabra para referirse a ese objeto, no tiene que memorizarla propiamente, sino sólo seguir su composición combinatoria.
De hecho, es lo que hacen muchos filólogos cuando recurren a la etimología (mi gran maestro, Ángel Muñoz, sembró en mí la apreciación de las etimologías). Pero, de nuevo, puesto que las lenguas que empleamos son imperfectas, a veces las etimologías conducen a conceptos erróneos, o más aún, palabras que debieran tener una vinculación etimológica (como ‘furro’ y ‘tambora’), no la tienen.
Leibniz pretendía construir un lenguaje en el cual, por así decirlo, el significado de una palabra pudiese conocerse automáticamente al estudiar su morfología. Básicamente, el análisis morfológico consiste en descomponer las partes que conforman un concepto. Leibniz opinaba que, para construir un lenguaje lógico que todos los hombres pudieran entender, sólo sería necesario partir de un conjunto de conceptos básicos que no pudieran ser descompuestos. Las palabras se formarían a partir de la combinación de estos conceptos básicos.
Por supuesto, eso generaría un problema, pues las palabras serían demasiado largas. Ya tenemos dificultad con una palabra como ‘esternocleidomastoideo’ (los alemanes y finlandeses tienen palabras aún más largas), imaginemos cuán más difíciles serían las palabras en el lenguaje de Leibniz: en vez de decir ‘furro’, diríamos algo así como: ‘cuero-de-chivo-forma-redonda-cilindro-de-madera-con-bastón’.
Pero, Leibniz, siempre ingenioso, propuso una solución: asignemos números primos a los conceptos básicos (del mismo modo en que los conceptos básicos no pueden descomponerse, los números primos ya no pueden dividirse, salvo por sí mismos o por uno). Las palabras compuestas tendrían los números derivados de la multiplicación de los números que representan a los conceptos simples que la componen. Así, por ejemplo, si asignamos el número 2 al concepto de ‘animal’, y el número 3 al concepto de ‘ente racional’, el número asignado para el concepto de ‘hombre’ (en tanto es un animal racional) sería 6.
Pero, ¿cómo comunicarnos mediante números? Supongamos que, bajo el proyecto de Leibniz, en vez de decirle al jefe: “hoy me desperté con ganas de trabajar”, dijéramos algo así como: “1617292 78290303 82034 930303”. ¡Esto sería una locura! Pero, una vez más, Leibniz, siempre ingenioso, inventó un modo en el que los números podrían representarse en palabras fácilmente pronunciables. Seleccionemos las primeras nueve consonantes (b-c-d-f-g-h-l-m-n), y cada una de estas nueve letras representará el número del 1 al 9. Las vocales (a-e-i-o-u) representarán los decimales en orden progresivo. De ese modo, ‘ba’ sería 1, ‘be’ sería 10, ‘ca’ sería 2, ‘ce’ sería 20, etc. Y, combinaríamos esas sílabas para llegar a las cifras exactas. 6 sería ‘decebe’, pues constaría de ‘de’ (3), ‘ce’ (2) y ‘be’ (1), cuya suma es 6. Pero, curiosamente, también 6 podría pronunciarse ‘becede’ o, por supuesto, ‘ha’. En el ejemplo elemental provisto por Leibniz, 6 sería el número para ‘hombre’ (a pesar de que las palabras ‘animal’ y ‘racional’ también tendrían que ser descompuestas en conceptos más simples). Y, en estos casos, las palabras tendrían relación entre sí, pero no a simple vista; sería una relación numérica.
En otras ocasiones, el ingeniosísimo Leibniz también propuso un lenguaje ideográfico que, inspirado en la escritura de los chinos (aunque hoy sabemos que la escritura china no es totalmente ideográfica), se emplease un reducido número de conceptos básicos (tal vez unos cien) en la combinatoria.
Con todo, no perdamos de vista que es una utopía, a saber, un no-lugar. Luego de tres siglos tras la época de Leibniz, seguimos necesitando traductores. Leibniz fue ingenioso pero ingenuo. La utopía lingüística de Leibniz se propone fácilmente, pero es de suma dificultad realizarla. Quizás el principal problema es que será muy difícil llegar a un acuerdo respecto a cuál es la lista de conceptos simples a emplear en la combinación.
Pero, además de eso, tampoco habrá pleno acuerdo respecto a cómo podrían combinarse esos conceptos. La combinatoria dependerá, fundamentalmente, de la clasificación que se haga de las cosas en el mundo. Para llegar al concepto de ‘ser humano’, podemos proceder en la combinación de esta manera: seres vivos-animales-mamíferos-primates-hombre. Eso correspondería a la taxonomía convencional. Pero, Jorge Luis Borges, siempre intrigante, señalaba que, frente a cualquier sistema de clasificación, puede proponerse frecuentemente una alternativa. Así, por ejemplo, para denotar ‘ser humano’, podemos combinar estos conceptos: ‘seres vivos-animales-bípedos-racionales’. Así, en el primer sistema clasificatorio, el ser humano tendría más proximidad taxonómica con el orangután; pero en el segundo sistema clasificatorio, el ser humano tendría más proximidad taxonómica con el avestruz (un animal bípedo). Y, en ese sentido, en el primer sistema, la palabra para referirse a ‘hombre’ sería más próxima a la palabra para referirse a ‘orangután’, mientras que en el segundo sistema, sería más próxima la palabra para referirse a ‘avestruz’. ¿Cómo podemos decidirnos por uno u otro sistema taxonómico?
Como ejercicio intelectual, la utopía lingüística de Leibniz es fecunda: sin duda, hace mover nuestras neuronas. Pero, por supuesto, el proyecto de Leibniz es fútil, y debe quedarse en los libros de historia de la filosofía. Con todo, la propuesta de Leibniz ha servido como fundamento para que los programadores elaboren lenguajes informáticos que, si bien son muy limitados, mantengan una estructura lógica consistente.
También la utopía de Leibniz puede servirnos de inspiración para hacer algunas reformas que ligeramente se acerquen a su proyecto inicial. Quizás, por ejemplo, la RAE pueda prescindir de algunos giros lingüísticos poco lógicos (por ejemplo, se podría aceptar ‘rompido’ como correcto, en vez de ‘roto’). Pero, mucho más que eso, la utopía de Leibniz sirve para plantearnos la consecución de una lengua universal que tenga alcance desde Beijing hasta La Habana, desde New York hasta Kinshasa. Quizás el inglés cumpla muy pronto ese propósito. Y, en ese caso, la lengua universal habrá dejado de ser una utopía, y se habrá convertido en una realidad.
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