jueves, 29 de septiembre de 2011

Las fantasías brujeriles del Padre José Palmar





El período comprendido entre 1580 y 1630 en Europa ha dejado a muchos historiadores estupefactos. Tradicionalmente se considera al siglo XVII la aurora de la modernidad, la época de Descartes y Leibniz, la consolidación de los Estados modernos, los inicios de la ciencia, etc., en fin, la triunfante superación de la Edad Media. Pero, allí donde en la Edad Media hubo poca preocupación por las brujas y sus maleficios, fue en los inicios de la época moderna cuando precisamente se vivió la mayor histeria colectiva en torno a mujeres que supuestamente volaban sobre escobas para asistir a los aquelarres, copular con las bestias, besar el ano de los burros, comer niños y rendir culto a Satanás.


Sabemos que las mujeres no vuelan sobre escobas. Pero, ¿alguna pudo haber rendido culto a Satanás, haber raptado a niños para sus rituales o haber copulado con las bestias? El consenso abrumador entre los historiadores es que los aquelarres nunca existieron, salvo en la imaginación de los inquisidores y cazadores de brujas. Aquel triste episodio de la historia europea fue una histeria colectiva, un pánico moral en el cual las colectividades proyectaban sus temores más profundos sobre unas desafortunadas víctimas contra quienes se hacían acusaciones absurdas de actos repugnantes. Por eso, como bien recomendaba el eminente historiador Julio Caro Baroja, el interés primordial de quien estudia este fenómeno no es analizar qué creían las brujas (si acaso éstas existieron), sino que se creía sobre las brujas.


Esperaríamos que, después de haber explorado la luna, después del internet y de todos los avances de la ciencia y la tecnología, la histeria colectiva en torno a las brujas haya desaparecido de una vez por todas. No obstante, persiste. Hoy en muchos países del Primer Mundo se siente pánico moral por los homosexuales, los musulmanes, los gitanos, etc. Pero, insólitamente, hace dos décadas, en EE.UU. hubo una histeria colectiva que hacía recordar muchísimo más a las obsesiones con las brujas en el siglo XVII. A lo largo y ancho de EE.UU. surgió la preocupación de que en las guarderías y preescolares, unas sectas satánicas construían túneles clandestinos para practicar ritos satánicos que incorporaban el abuso sexual de los niños de las guarderías.

Estos alegatos sensacionalistas empezaron a cobrar mayor fuerza cuando los mismos niños dieron testimonios de que eran abusados en las guarderías. Tras años de investigación, los detectives llegaron a la conclusión de que aquello fue una farsa. Los niños mentían para complacer a sus padres quienes, imbuidos por el temor colectivo a los ritos satánicos, se empeñaban en sostener que había una terrible conspiración satánica en las guarderías. No hubo ninguna evidencia convincente de que los niños fueron abusados por satánicos. Dos siglos después de la oleada de persecución de brujas en Europa, volvió a EE.UU. una nueva cacería de brujas que, si bien no acusaba a los supuestos satánicos de volar sobre escobas, sí operaba bajo el mismo mecanismo persecutorio de histeria colectiva.

No faltaron, después, alegatos de que los artistas de rock incitaban a adorar al Diablo, con mensajes escondidos en sus discos, los cuales podían ser escuchados colocando la música en reversa. Estos alegatos tenían una semilla de verdad, pues, en efecto, algunos artistas de rock colocaban mensajes escondidos con fines publicitarios, muy pocos de los cuales en realidad tenían incitaciones a adorar a Satanás. Pero, la histeria colectiva creció cuando se alegaba que estos mensajes podían subliminalmente influir sobre quienes inadvertidamente los escuchaban. Valga advertir que los psicólogos de laboratorio nos repiten hasta al cansancio que los mensajes subliminales no tienen ningún poder persuasivo.

La histeria colectiva es sumamente contagiosa, y resultó inevitable que estos temores llegaran a nuestros países, no en el siglo XVII, sino en pleno siglo XXI. Por sorprendente que parezca, y a pesar de los magníficos cuadros de Goya, en los países hispanos hubo poca preocupación por las brujas (apenas en algunas regiones del País Vasco): la Inquisición estaba más obsesionada con los herejes y los judíos, que con las brujas y los adoradores del Diablo. Pero, la obsesión con las supuestas sectas satánicas no ha dejado de tener su atractivo.

En el Zulia, el sacerdote católico José Palmar es el personaje más visible de cuantos han sucumbido frente a esta histeria colectiva. Palmar hizo renombre en lo años 90 del siglo pasado, persiguiendo a las supuestas sectas satánicas de la región zuliana. Cuando la sinagoga de Caracas fue objeto de vandalismo en el 2009, no tardó en atribuir esta acción a los adoradores del Diablo, supuestamente alentados por el gobierno, el cual cuenta con asesores cubanos que probablemente son practicantes de la santería y ésta, a fin de cuentas, es una forma de demonolatría.



Lo mismo que los inquisidores y perseguidores de brujas en el siglo XVII, Palmar vive en fantasías brujeriles. A su juicio, hay una conspiración entre el narcotráfico colombiano y las disqueras de rock para alentar el culto a Satanás y cometer todo tipo de crímenes y blasfemias. Se está repitiendo en el Zulia el mismo patrón que, en los ochenta, hubo en EE.UU.: se inventan y divulgan fantasías sobre brujas. Éstas ya no vuelan sobre escobas, pero con todo, siguen asistiendo a reuniones para rendir culto a Satanás y cometer todo tipo de atrocidades.

Hay, por supuesto, grupos satánicos en el mundo. Pero, es urgente distinguir entre los satánicos inventados por la imaginación brujeril de inquisidores y cazadores de brujas, y los satánicos reales. Los satánicos que surgieron en la imaginación de acosadores como Palmar son aquellos que raptan niños y los comen, copulan con bestias y cometen toda suerte de actos abominables. Los más competentes historiadores nos aseguran que, con bastante probabilidad, estos satánicos nunca existieron en la realidad.

Los satánicos que sí existen son una parodia de aquellos inventados por los inquisidores, y apenas aparecieron a mediados del siglo XX. Estos satánicos reales en efecto rinden culto al Diablo, pero entienden al Diablo como aquello que originalmente era en la Biblia; a saber, un adversario. Los satánicos de hoy en día son sencillamente parte de la contracultura que está inconforme con la ética cristiana de la austeridad, el perdón y la renuncia al hedonismo. Su promoción del culto al Diablo no consiste en raptar niños y comérselos, sino en disfrutar la vida en su máxima expresión sin sentir ningún remordimiento (y, como estos mismos satánicos advierten, no hay nada placentero en comerse a un niño o besar el ano de un burro). Su culto a Satanás es meramente alegórico, pues en tanto materialistas, no creen que exista el Diablo como persona.

Estos satánicos tienen un alto sentido del humor (parecido al sentido del humor de los rockeros que envían mensajes ocultos en sus discos), y en función de eso, parodian los ritos cristianos. Su ofensa es, a lo sumo, la blasfema de los ritos cristianos. En una sociedad laica, como la nuestra supuestamente es, la blasfema no es un delito. Más allá de eso, estos satánicos no han cometido ningún delito, en buena medida porque postulan que, para disfrutar la vida al máximo, es menester no hacer daño a los demás.

En el entretiempo, cazadores de brujas contemporáneos como el padre Palmar no tienen ningún sentido del humor, y confunden la monstruosidad moral que sólo reside en su imaginación, con unos muchachos que adoran a figuras rojas cornudas, pero no hacen daño a nadie. Es muchísimo más preocupante encontrar en la sociedad a fanáticos que imaginan que existe una conspiración mundial para llevar a cabo ritos satánicos macabros, que encontrar a jóvenes adolescentes vestidos de negro que se reúnan en una casa a escuchar música rock y griten “¡Ave, Satanás!”.

domingo, 25 de septiembre de 2011

Reseña de "Los ovnis ¡vaya timo!"



CAMPO, Ricardo. Los ovnis ¡vaya timo! Pamplona: Laetoli. 2006. 136 pp.

Tuve un profesor que fue sacerdote católico, pero colgó los hábitos y se volvió ateo. Parece que nunca quedó plenamente satisfecho con su decisión. A menudo me comentaba que, si bien se sentía más intelectualmente realizado con su ateísmo, también lo invadió un sentimiento de soledad. Y, esa soledad no era propiamente debida a falta de amigos y familiares, sino una soledad más profunda: la idea de que ningún dios o ser sobrenatural nos está acompañando.

Me parece que es muy fácil sentirse sobrecogido por la soledad de la cual me hablaba mi profesor. Basta salir en la noche y contemplar un cielo estrellado para mortificarse (al menos, es mi caso) con la idea de un universo vasto, pero apenas con nosotros, los humanos, como seres conscientes.

Sospecho que este sentimiento de soledad fue uno de los motivos por el cual los hombres en el pasado inventaron a los dioses. Y, sospecho que es exactamente el mismo motivo por el cual los hombres siguen inventando nuevos seres imaginarios para apaliar la soledad que se siente ante la inmensidad del cosmos. Cuando la tecnología humana era muy precaria, se inventaban a seres divinos que forjaban hierro y traían fuego a los hombres. Hoy, en plena era de las telecomunicaciones, se inventan seres de otros planetas que viajan en naves espaciales.

No estoy diciendo nada nuevo cuando opino que la ufología ha venido a convertirse en el desesperado intento por rellenar el vacío religioso que ha traído la secularización a las sociedades modernas. El problema, no obstante, está en que los más emblemáticos representantes de la ufología no están dispuestos a aceptar que sus alegatos tienen la misma talla que los alegatos sobre los dioses del Olimpo. Para ellos, los cuentos sobre ovnis no son meras leyendas pintorescas que forman parte del folklore de la sociedad industrial; antes bien, pretenden hacerlos pasar por hallazgos que cuentan con el respaldo de la ciencia.

Ricardo Campo pasa revista a los principales alegatos de quienes promulgan la existencia de visitas extraterrestres y, como ha de esperarse, expone las debilidades de estos alegatos. Probablemente el más famoso de todos (aunque, Campo no le dedica demasiada atención) es el incidente en Roswell, EE.UU., en 1947. Un globo meteorológico cayó a tierra y el ejército norteamericano rápidamente recogió los restos, una estrategia militar perfectamente comprensible, dadas las tensiones de espionaje durante la incipiente Guerra Fría.

Pero, no faltaron alegatos de que en realidad se trataba de una fallida invasión extraterrestre. Años después, algunos de quienes participaron en este procedimiento militar empezaron a asegurar que habían visto cuerpos de alienígenas entre los restos. Frente a esto, Campos ofrece una explicación perfectamente plausible: seguramente algunos de estos soldados, traumatizados por sus experiencias militares, pudieron haber confundido sus recuerdos de combate, donde seguramente vieron cuerpos. Décadas después, un infame productor de televisión británico divulgó una película en la cual supuestamente se hacía una autopsia a un alienígena en Roswell, pero se descubrió que era un montaje.

Fue en la década de los 40 del siglo XX cuando empezó la gran oleada de avistamientos. En 1947 (el mismo año del incidente de Roswell), un testigo vio desde lo alto a una nave desplazarse por el agua como si fuera un platillo (valga destacar acá que el testigo hacía referencia, no a la forma de la nave, sino a su movimiento), pero el periodista que tomó el testimonio, creyó que la palabra ‘platillo’ se refería a la forma de la nave en sí. Desde entonces, ha quedado en la imaginación de los ufólogos que los extraterrestres viajan en platillos voladores. Esto, por supuesto, dice mucho respecto al inmenso poder de los medios de comunicación sobre las creencias colectivas.

Campo reseña cómo esta mitología ha crecido de forma muy creativa. Se ha postulado la hipótesis de que hubo visitas extraterrestres en el pasado, y que fueron alienígenas quienes construyeron las grandes obras arquitectónicas de las civilizaciones antiguas no occidentales. También, ha habido una efervescencia en torno a los supuestos raptos por parte de los alienígenas, especialmente cuando las víctimas están durmiendo. Campo postula que, hay una larga historia de abducciones durante el sueño (por ejemplo, la visita de demonios sexuales y vampiros), lo cual hace plausible pensar que está en juego la misma operativa psicológica que hace que las personas alucinen con estos encuentros.

De hecho, la evidencia invocada a favor de los ovnis es estrictamente testimonial. Y, como se sabe, y bien recuerda Campo, el testimonio no es prueba suficiente. Ha habido testimonios sobre brujas volando por los cielos, visitas diabólicas, etc. Por supuesto, nada de esto lo tomamos en serio. Pues bien, tampoco deberíamos tomar en serio los alegatos sobre los ovnis, si apenas cuentan a su favor con los testimonios de algunas personas. Y, Campo ofrece buenas razones para no confiar demasiado en estos relatos: la percepción humana es frágil al condicionamiento previo, amén de que la masiva industria ufológica ha propiciado más avistamientos que, en muchos casos, desembocan en suculentos negocios.

No faltan, por supuesto, alegatos de que existe una masiva conspiración política y militar para callar a quienes han visto ovnis. Y, para hacerlo más pintoresco, se invocan las supuestas visitas de los hombres vestidos en traje negro, a partir de lo cual, se hizo una película con Will Smith, la cual pudo haber sido una interesante ridiculización de este fenómeno, pero terminó siendo más un típico producto hollywoodense, que en muchos casos, en vez de parodiar, propició que aún más gente afirmara sus creencias sobre las conspiraciones ufológicas.

El libro de Campo está muy bien documentado, pues además, dedica detallada atención a los alegatos hispanos sobre avistamientos de ovnis (como ha de esperarse, este fenómeno procede fundamentalmente de EE.UU., pero eso no ha impedido su extensión al mundo hispano). Y, tiene, además un añadido personal: Campo confiesa haber sido un creyente de estas tonterías; cual alcohólico reformado, él ha estado en lo más oscuro de la ignorancia, e invita a los demás a seguir su ejemplo y ver la luz.

Por ello, me parece que el libro es Campo es una contribución sumamente pertinente. Sólo levanto una leve objeción. Campo admite que sí hay posibilidades de que exista vida extraterrestre. Pero, en realidad, Campo casi no desarrolla este tema en su libro, y es lamentable. Pues, así como Campo bien denuncia que, el común de la gente erróneamente asocia la posibilidad de vida extraterrestre con avistamientos de ovnis, también es lamentablemente común que, el común de la gente cree que el ser escéptico respecto a los ovnis es cerrarse a la posibilidad de que exista vida extraterrestre.

Quizás, Campo pudo haber enriquecido su libro con una discusión sobre la ecuación de Drake y la paradoja de Fermi. Al considerar el número de estrellas en la galaxia, la fracción de esas estrellas que tienen planetas, la fracción de esos planetas que son habitables, la fracción de esos planetas habitables que alguna vez pudieron tener vida, la fracción de esos planetas con vida que pudieron desarrollar vida inteligente, y la fracción de éstos que pudieron desarrollar tecnología para visitar otros planetas, quizás tengamos que admitir que las probabilidades de vida extraterrestre son altas. Pero, inmediatamente sale a relucir la pregunta evocada por Enrico Fermi: si hay tantos alienígenas en el universo, ¿dónde están?, ¿por qué no los vemos?

Una respuesta a esta paradoja de Fermi es que los alienígenas ya están acá, y se han manifestado en ovnis. El libro de Campo, por supuesto, es un elocuente esfuerzo por rechazar esta respuesta. En función de eso, la pregunta hecha por Fermi mantiene su pertinencia. En realidad, cualquier intento por responderla será especulativo. Pero, a diferencia de las especulaciones sobre ángeles y demonios, éste es un tipo de especulación para la cual sí vale la pena aventurarse.

martes, 13 de septiembre de 2011

La satanización del Tea Party


En los llamados ‘países bolivarianos’ (Colombia, Venezuela, Ecuador, Perú, Bolivia y Panamá), estamos acostumbrados a encontrar referencias artísticas y culturales alusivas a Simón Bolívar. Es común ver a niños disfrazados con charreteras, botas y patillas, en emulación al Libertador. Poca gente objeta estos símbolos patrioteros.

Subamos unos grados de latitud a los EE.UU., y encontraremos a adultos disfrazados, no con charreteras y patillas decimonónicas, sino con tricornios dieciohescos. Estas personas no emulan a George Washington propiamente, sino a los colonos que participaron en 1773 en la llamada ‘fiesta del té de Boston’. Por aquella época, la corona inglesa había impuesto severos aranceles al té importado de otras regiones, a fin de favorecer el monopolio exportador de la East India Company. Los colonos, naturalmente enfurecidos, se amotinaron en Boston y derramaron al muelle toneladas de té importadas por un barco de la East India Company.

Este evento, catalizador de la posterior revolución americana, es evocado por el llamado Tea Party, un juego de palabras en inglés que hace referencia doble al suceso ocurrido en 1773, y al partido político actual. En evocación de aquellos acontecimientos, el actual movimiento del Tea Party pretende reactualizar el legado de la revolución americana.

Pero, allí donde la izquierda latinoamericana aplaude que un niño se disfraza como Bolívar y lleve un sable, reprocha severamente a los adultos disfrazados de colonos norteamericanos con tricornios. Así pues, el Tea Party ha venido a ser escandalosamente satanizado.

No faltan motivos para ello. Lamentablemente, a sus filas se han incorporado grupos teocráticos que quieren enseñar el creacionismo en las escuelas públicas, grupos homofóbicos, e incluso, grupos opuestos a la masturbación. Tampoco ayuda mucho que personajes con un nivel intelectual pobrísimo, como la infame Sarah Palin, sea uno de sus líderes más visibles. Y, por supuesto, el origen populista de este movimiento tampoco ayuda mucho a su reputación: en tanto apela a las masas, pretende convencer al pueblo norteamericano de tonterías, como por ejemplo, que Obama es musulmán y socialista.

Pero, este movimiento, relativamente espontáneo, está fundado sobre bases muy distintas. Uno de sus principales ideólogos, Ron Paul, es un personaje de mayor integridad e inteligencia que la mayoría de sus miembros. Paul es un típico representante del liberalismo clásico que, por desgracia, hoy ha venido a llamarse ‘conservadurismo’. Paul defiende las clásicas doctrinas de Locke y Burke, en las cuales se inspiraron los fundadores de los EE.UU., y las cuales han servido de pilar para el liberalismo económico. La doctrina medular es, por supuesto, la libertad individual frente a la coerción del Estado. Así pues, el Tea Party fieramente defiende la libertad de empresa frente a un Estado regulador de la economía o, peor aún, acreedor de altos impuestos o, incluso, propietario de los medios de producción.

Pero, además de eso, Ron Paul y las elites intelectuales del Tea Party defienden posturas que, seguramente, la rancia derecha norteamericana no defiende. Se tratan de las posturas que, en sus inicios, defendieron los padres fundadores de los EE.UU. (y que algún observador externo como Alexis de Tocqueville tanto admiró), pero que eventualmente fueron abandonadas por los políticos norteamericanos. Paul propone una retirada total de las tropas norteamericanas en el mundo, precisamente porque considera que las intervenciones de tropas norteamericanas en otros países alienta un militarismo que es perjudicial para la libertad individual.

Lo esencial del Tea Party no es el odio a los homosexuales, ni el desprecio a los negros, ni la prolongación de la presencia norteamericana en Irak. Lo esencial del Tea Party es aquello por lo cual lucharon los padres fundadores de EE.UU., y fue emblemático en el motín del té en Boston: un Estado adelgazado que se limite a ofrecer seguridad, y que no sobrepase sus límites en la regulación de la vida económica y la recolección de impuestos. Es, en otras palabras, la versión política en el siglo XXI de una vieja idea que tiene firme raíces en la tradición anglosajona, desde Adam Smith hasta Friederich Hayek.

Podemos desaprobar el radical liberalismo económico del Tea Party. Pero, no hagamos del Tea Party el Satanás fascista que, en realidad, no es. El Tea Party es sencillamente un partido libertario que raya incluso en el anarquismo. Como se sabe, el fascismo implica la omnipresencia del Estado en todas las esferas de la vida; el anarquismo más bien propugna la desaparición del Estado. Para efectivamente refutar una postura política, debemos tratarla con justicia, y no distorsionarla. Quien desee refutar eficientemente al Tea Party, debe empezar por admitir que no es el monstruo habitualmente representado en los medios de comunicación.