Uno de
los personajes de Disney era Bolívar, un perro propiedad de Mickey Mouse.
Ofendido por esto, el caricaturista chileno Pepo hizo que el perro de Condorito
se llamase Washington. Esta pequeña guerra entre historietas cómicas es un
microcosmos de la relación entre EEUU y América Latina, que inevitablemente se
extiende a sus héroes independentistas, Bolívar vs. Washington.
Realmente
eran tipos muy distintos. Washington era un hombre con pocas luces, sin
demasiada ambición, y a quien jamás se le ocurrió que la libertad sería
incompleta si la esclavitud continuaba. Bolívar, en cambio, tenía una vena
intelectual, era tremendamente soberbio, y sí se preocupó por liberar a los
esclavos. Francamente, Bolívar es un personaje muchísimo más interesante, y los
propios gringos parecen reconocerlo: en América Latina no hay estatuas de
Washington, pero en EEUU sí hay estatuas de Bolívar.
Lamentablemente,
la ventaja de Bolívar por encima de Washington termina ahí. Pues, cuando se
trata de cosas nombradas en su honor, casi todo lo que lleva el nombre del
venezolano es feo, y casi todo lo que lleva el nombre del gringo es bello. Esto
es emblemáticamente así al comparar las ciudades. No he estado en Ciudad
Bolívar, pero sí he estado en el Estado Bolívar de Venezuela, y debo decir que
no es nada del otro mundo, y que de hecho, el calor, la humedad y los
mosquitos, hacen que el visitante quiera irse pronto. En cambio, Washington es
definitivamente una de las ciudades más bellas que he visitado.
He
estado allá tres veces. En mi adolescencia, mis padres hacían estudios
universitarios en EEUU, y vivíamos en el estado de Michigan. En mi colegio se
organizó un viaje a la capital del país, y yo asistí, en 1994. Hasta donde
recuerdo, yo era el único extranjero en ese tour. Los críticos del populismo
latinoamericano siempre acusan a los caudillos de cultivar un nacionalismo
barato con el culto de los símbolos y los próceres. Pero, a decir verdad, en
EEUU no es muy distinto. Así, el sistema escolar norteamericano se asegura de
llevar a sus jóvenes a Washington para mostrarles los monumentos y contarles la
versión patriotera de su historia.
En mi
tour, a nadie le interesaba esa historia. Los muchachos estaban deseosos de ir
al Hard Rock Cafe, o pasear en los centros comerciales, pero ni por asomo
querían escuchar un cuento aburrido sobre este o aquel presidente. El guía del
tour, que estaba deseoso de narrar la historia de EEUU, se asombraba de que yo,
siendo extranjero, fuese el único que se interesara en conocer sobre
Washington, Jefferson o Lincoln. Establecimos una buena relación.
Pero yo, adolescente
al fin, estaba muy influido por el anti-americanismo izquierdista de mi padre,
y constantemente le decía al guía que EEUU era un país malvado, y que todos
esos monumentos grandiosos se construyeron con la riqueza que los gringos
robaron a los pobres latinoamericanos. Supongo que la buena relación con el
guía duró poco.
Con todo, estar en
Washington generó en mí la fascinación típica del resentido latinoamericano que
visita una majestuosa ciudad norteamericana, sobre todo si se es adolescente.
Se puede odiar al imperio, pero ¡qué bello es! Quedé maravillado con todos esos
museos y monumentos, y me empecé a preguntar por qué Washington es tan lindo, y
Bolívar es tan feo. ¿No somos acaso los latinoamericanos pueblos gloriosos?
Supongo que fue una de las primeras grandes disonancias cognoscitivas que viví.
Catorce
años después, en 2008, ya curado del sarampión izquierdista adolescente, tuve
la oportunidad de volver a Washington. Esta vez, fue como parte de un premio
que una fundación en Caracas otorgaba a jóvenes venezolanos que escribieran
ensayos sobre las tecnologías del futuro. El premio era ir a Washington y
participar en una conferencia con los miembros de la fundación.
Aproveché
para volver a recorrer aquellos lugares que recordaba de la adolescencia. Pero
esta vez, supongo que ya había resuelto mi disonancia cognoscitiva inicial. A
medida que recorría los museos del Smithonian, la Casa Blanca, el Congreso, y
otros lugares emblemáticos, entendía que, sí, los gringos han hecho cosas muy
malas en el mundo, pero construir una ciudad como Washington requiere muchas
virtudes que, sencillamente, los latinoamericanos no hemos logrado cultivar.
Por
aquella época, ya yo había publicado mi primer libro, y aproveché para llevarlo
a la famosa Biblioteca del Congreso. Quedé fascinado con la enorme cantidad de
libros en ese lugar. Con el tiempo yo he venido a dejar de tener interés en
libros de papel, y ahora opto por leer en tabletas electrónicas. Gracias a esas
tecnologías, ahora tengo acceso a muchos de esos libros en la Biblioteca del
Congreso que, antaño, sólo los gringos en Washington podían leer. Sin duda, la
tecnología democratiza a la sociedad. Yo no me trago el cuento primitivista-izquierdista
de que la máquina aliena al ser humano.
De
hecho, el grupo de venezolanos con quien estuve en Washington en esa ocasión,
estaba vinculado con círculos de optimistas que decían que muy pronto seremos
inmortales, gracias a las maravillas tecnológicas. Yo no soy tan optimista.
Ciertamente hay gente más o menos seria, como Raymund Kurzweil, que defienden
estas ideas con algún grado de plausibilidad. Pero, el venezolano que lideraba
nuestro grupo (y dirigía la fundación que otorgaba los premios), era un charlatán
de primera. El tipo no era profesor, y nos presentaba como sus “estudiantes”. Ha
sido una de las personas más narcisistas con las cuales me he encontrado en mi
vida. Esperaba que, puesto que habíamos ganado ese premio, le rindiéramos
pleitesía continuamente y nos despreciaba como sus inferiores intelectuales, a
pesar de que no era un tipo versado en cuestiones académicas.
Lamentablemente,
su falta de rigor académico se compensaba con dotes histriónicas, y los medios
de comunicación venezolanos y españoles continuamente lo invitan a programas pop para que el tipo, de forma muy
sensacionalista, anuncie que en apenas unos años, se curarán todas las
enfermedades, habrá tecnologías asombrosas, y la gente no morirá. Por fortuna,
recientemente vi en El País de España
que un valiente periodista español desenmascaró las charlatanerías de este
personaje con quien tuve la mala fortuna de convivir por algunos días en
Washington.
Mi tercera visita a Washington fue en el 2012,
con un grupo de profesores interesados en el estudio de la religión. Se trataba
de un programa que invitaba a los profesores a visitar comunidades religiosas
de EEUU. Recorrimos varias ciudades por mes y medio, y Washington era ya la
última. Aproveché nuevamente para pasear por los lugares más emblemáticos, pero
esta vez, fui con los colegas al Museo del Holocausto.
En aquel
grupo no había ningún judío, pero sí había un profesor de Jordania. Yo llevaba
conociendo al jordano por mes y medio, y era un tipo bastante reservado. Al
final del recorrido por el museo, muy brevemente le comenté al jordano que el
museo me pareció bien, pero que debe recordarse que el Holocausto no ha sido el
único genocidio del mundo, y que Obama mismo insólitamente ha negado que hubo
un genocidio turco contra los armenios.
Aquel
simple comentario fue como una clave para que el jordano se abriera y soltara
sus verdaderos pensamientos, que hasta entonces, se los había mantenido muy
reservados. Me dijo que los judíos en realidad le han vendido al mundo la
mentira de los 6 millones de víctimas, cuando en realidad, no fueron más de
cinco mil muertos. Y en todo caso, decía el jordano, se lo merecieron por su
conducta tan vil en Europa.
A medida que
recorríamos el Lincoln Memorial, el jordano me hizo despertar de una ilusión
que hasta entonces yo tenía. Yo creía que Israel sí podría asimilar a la
población refugiada árabe, y eventualmente, permitir que los árabes sean
mayoría, en algo así como un Estado binacional árabe-judío. Pero, desde esa
conversación con el jordano, he venido a comprender que el odio a los judíos es
virulento en el mundo árabe, y que si los judíos llegasen a ser nuevamente
minoría, la mayoría árabe tarde o temprano buscaría exterminarlos. Sigo
pensando que Israel debe desocupar Palestina y permitir a los palestinos tener
su propio Estado, pero ahora pienso que sería un suicidio si permite regresar a
los descendientes de refugiados árabes que nacieron fuera de Israel. Los
judíos, para sobrevivir, tienen que seguir siendo mayoría en Israel.
En fin, por otra
parte estoy también consciente de que el sufrimiento judío se ha usado como
excusa para hacer mucho daño. Y esto también lo pude constatar en Washington. Con
los colegas, fui a una sesión del Congreso. Un diputado republicano, de esos
estilo cowboy, pronunció un discurso populista diciendo que había que atacar
militarmente a Irán, antes de que los “iraníes lleven a los judíos a las
cámaras de gas”.
A pesar de que Irán
sí me parece una amenaza, yo no estaba de acuerdo con que la solución fuera un
ataque militar. Y, acostumbrado como estaba al circo de la Asamblea Nacional
venezolana, me picó un gusanito chavista, y lo mismo que hacen las hordas rojas
en los balcones del Hemiciclo en Caracas, me disponía a abuchear al
parlamentario que decía cosas con las cuales yo no estaba de acuerdo. Por
fortuna, justo antes de gritar las consignas, me aguanté. Ahora que lo pienso,
si hubiese gritado a la manera de las hordas chavistas en la Asamblea cuando un
diputado opositor habla, quizás me hubiesen deportado.
Al final, ya fuera
del edificio del Congreso, vine a contemplar una idea que desde entonces ha estado
en mi cabeza. Desde mi primera visita como adolescente, me preguntaba qué
tienen los gringos que no tengamos nosotros; ¿por qué Washington es tan linda
pero Bolívar es tan fea? Seguramente son muchos factores, pero una cosa que los
norteamericanos sí tienen y que a nosotros nos ha faltado desde hace mucho
tiempo, es la valoración cultural del debate y el respeto al disenso en la deliberación.
No sólo lo digo yo; ya Alexis de Tocqueville hacía esta observación en su
visita a EEUU en el siglo XIX. Que en el Congreso de EEUU sea impensable que
desde el balcón se abuchee a quien pronuncia un discurso, mientras que eso es
un espectáculo cotidiano en la Asamblea de Caracas, es indicativo de la pobreza
de nuestra cultura.