En esta época de poscolonialismo, es
demasiado fácil reprochar a las potencias europeas ser las causantes de los
males de África. Y, frente a una tragedia como el reciente brote de ébola, se
vuelve a hacer la acusación. Es difícil ver cómo la aparición de un virus puede
ser culpa de otro país; pero, ante tragedias como éstas, sobran las teorías
conspiranoicas.
Sería insensato negar el daño que,
en efecto, hicieron las potencias occidentales a África en la fase más avanzada
del colonialismo. Pero, evitamos el error de los poscolonialistas, y no vayamos
tan lejos. La epidemia del ébola es originaria de África, y es ridículo señalar
como responsable a un país occidental. Más aún, los poscolonialistas,
contaminados de relativismo cultural, defienden la idea de que todos los
sistemas medicinales tienen el mismo valor, y que la medicina científica
occidental no es ni mejor ni peor que la curandería africana. Se equivocan
gravemente: en el caso del ébola, muchas creencias y prácticas culturales
africanas (manipular cadáveres, aceptar la enfermedad como un castigo divino,
entre otras cosas) ha empeorado el brote. Nuestra única esperanza frente al
ébola es aplicar los conocimientos médicos científicos que sólo se han
desarrollado en escuelas occidentales, y exigir a los africanos que abandonen
sus prácticas de curandería tradicional. Duele decirlo, pero al menos en este
caso, la salvación del hombre negro es el conocimiento que viene del hombre
blanco.
Otros críticos reprochan a Occidente
el tener una medicina que aparentemente cura el ébola, pero que sólo la aplican
a los blancos, no a los negros nativos. Esto plantea un viejo debate en ética:
si alguien desarrolla una cura para una enfermedad, pero la quiere vender a un
elevadísimo precio, ¿debe el Estado obligar a esa persona a venderla a un precio
menor? Mi respuesta es no, por motivos deontológicos y consecuencialistas. El
motivo deontológico: la enfermedad de ninguna manera es responsabilidad de
quien desarrolló la cura, y por ende, esa persona no está en obligación de usar
su propia invención en beneficio de los demás; sería intrínsecamente injusto
obligar a alguien vender a un precio más barato aquello que, por cuenta propia
y su esfuerzo propio, ha desarrollado. El laboratorio norteamericano que
aparentemente desarrolló la cura del ébola no
es responsable del brote de esa enfermedad en África (sería harina de otro
costal si se demuestra que ese laboratorio inoculó el virus para vender la cura,
pero los conspiranoicos están muy lejos de demostrarlo), y por ende, no tiene
ninguna obligación. Puede vender la cura al precio que mejor le parezca.
Ciertamente, sería loable que el laboratorio hiciera una labor humanitaria, pero no podemos obligarlos a hacerlo. A
lo sumo, sería el tipo de actos que en moral se llaman “superogatorios”, actos
que tienen valor moral, pero que no hay obligación de hacerlos.
El motivo consecuencialista para
sustentar la idea de que el Estado no debe obligar a una persona a vender a
bajo la cura de la enfermedad, es que, a la larga, será perjudicial para todos.
¿Qué incentivo tendrá un laboratorio para desarrollar una cura para una nueva
enfermedad, si queda ésta como precedente de que no habrá las ganancias a las
cuales se aspiran? A la larga, esto generará aún más muertes, pues cuando venga
un nuevo brote, ya nadie tendrá curas, debido a la falta de motivaciones para
la inventiva humana.
Pero, entonces, ¿qué hacer frente al
ébola? Varias cosas. Primero: dejar de jugar a la conspiranoia, y aceptar que
esto es una catástrofe natural en la cual las potencias occidentales no tienen
ninguna responsabilidad. Segundo: admitir la superioridad de la medicina
occidental y el carácter perjudicial de las costumbres culturales africanas. Tercero:
buscar maneras de que sea lucrativo para los laboratorios vender sus curas en
África, pues pretender que sea por puro afán humanitario, es peligrosamente
ingenuo.