Decía
Baudelaire que el mejor truco de Satanás ha sido hacer creer a la gente que él (el
diablo) no existe. Y, los fundamentalistas cristianos más fanatizados suelen
tomarse esto muy al pie de la letra. Aquello que parece muy angelical, puede en
verdad ser muy demoníaco.
Ya se
sabe la obsesión que los ultraconservadores religiosos en EE.UU. tienen con Harry Potter. Las películas sobre el
aprendiz de mago, se nos dice, conducen a toda suerte de degeneración moral,
pues nunca es recomendable coquetear con el ocultismo y la magia. Al menos en
el caso de Harry Potter, el ocultismo
es bastante explícito. Pero, insisten los ultraconservadores religiosos, hay
aún otros casos en los que, lo demoníaco no es tan explícito, pero con todo, de
forma muy disimulada adelantan mensajes satánicos.
Consideremos,
por ejemplo, a los pitufos. ¿Cuáles muñequitos pueden ser más tiernos que estos
simpáticos duendecillos? En realidad, advierten los conspiranoicos cristianos,
esa serie televisiva es muy peligrosa, pues alienta en las audiencias
infantiles la curiosidad por las artes ocultas (el adversario de los pitufos,
Gargamel, es un hechicero), y eso conduce al diablo.
Tonterías
propias de los fanáticos religiosos, por supuesto. Pero, algunas mentes más
racionales, han visto en los pitufos peligros más serios, en mensajes ocultos
perversos. El semiótico francés Antoine Bueno publicó un libro en 2011, Le petit livre bleu (El pequeño libro azul),
cuya tesis es que la serie de los pitufos es en realidad propaganda comunista
originaria de la Guerra Fría. El creador de los pitufos, el belga Pueyo, no era
un militante comunista. Pero, precisamente, pudo haber aprovechado su perfil
aparentemente apolítico, para silenciosamente dibujar historietas
propagandísticas y adoctrinantes.
Según
Bueno, los pitufos viven en una sociedad utópica, donde todo se hace en
colectivo, y nunca hay iniciativas individuales. La aldea de los pitufos es a
todas luces una comuna de tipo marxista, sin clases sociales, sin propiedad
privada y sin dinero. Incluso, el Papá Pitufo, con su barba, tiene alguna
semblanza con Karl Marx.
Entre los pitufos,
este estilo de vida, lejos de generar conflictos y resistencias (como sí
ocurrió en la experiencia histórica del comunismo), más bien conduce a una vida
bucólica e idílica. La única preocupación seria de los pitufos es el acecho de
Gargamel, el codicioso villano obsesionado con el oro. ¿Y a quién representa
Gargamel? Según Bueno, Gargamel es un vil judío, con su típica nariz prominente
(como aquella que Quevedo le atribuyó a Góngora para acusarlo de ser judío).
¿Es mera coincidencia que el gato de Gargamel se llame “Azrael” (el nombre del
ángel de la muerte en el folklore judío)? Los pitufos, pues, son comunistas
antisemitas.
Comprensiblemente,
todo esto resulta absurdo. Los argumentos de Bueno (y no sabemos si son del
todo serios, pues este autor es dado a escribir muchas veces con tonalidades
sarcásticas) son típicamente conspiranoicos: se interpretan símbolos con
mensajes vagos bajo un prisma predeterminado, y con eso, se formula una teoría
de la conspiración. Éste es el tipo de cosas que hizo el infame senador
norteamericano MacCarthy, cuando en la década de 1950, persiguió severamente a
cineastas que, según él, promovían en sus películas la ideología comunista. Es
muy lamentable que, en pleno siglo XXI, gente como Bueno y sus teorías sobre
los pitufos, continúen el legado de MacCarthy.
Pero, como suele
ocurrir, hay mucha hipocresía en esto. Pues, quien realmente marcó el
precedente para abusar de la semiótica y crear teorías de la conspiración sobre
historietas cómicas, no fue la derecha anti-comunista europea y norteamericana,
sino la izquierda socialista latinoamericana.
Fueron dos autores
muy respetados por los progres, Ariel Dorfmann y Armand Matterlat, quienes en
1972, publicaron un clásico de la izquierda latinoamericana, Para leer al Pato Donald. En ese libro,
los autores defienden la tesis de que el Pato Donald, y las historietas de
Disney en general, en realidad son un instrumento para legitimar el orden
burgués y mantener contenidas a las masas de proletarios. En otras palabras, el
Pato Donald es una forma de alienación, que trata de convencer al obrero de que
su lamentable condición es el orden natural de las cosas, y que en realidad, no
hay nada que cambiar. Los personajes de Disney, denuncian Dorfmann y Matterlat,
acumulan riquezas sin hacer esfuerzo (prácticamente son especuladores de la
bolsa), y en esas historietas, casi nunca hay escenas de fábricas o sindicatos.
Las tesis de
Dorfmann y Matterlat tienen un halo de plausibilidad. Ciertamente, como bien
recuerda Marx, el sistema de opresión en una sociedad, debe ser continuamente
legitimado por la cultura de masas, a través del cine, la televisión, las
artes, etc. Pero, el problema con esta idea de Marx, es que no es adecuadamente
falseable, y pronto, cualquier canción, cualquier película, puede ser empleada
como confirmación de la tesis. Al final, Dorfmann y Matterlat hicieron con el
Pato Donald exactamente lo mismo que hace Bueno con los pitufos: establecer una
tesis predeterminada, y una vez que se ha escogido la tesis, buscar la
evidencia en símbolos con mensajes vagos.
La ciencia busca
primero la evidencia, y luego formula una hipótesis. Estos análisis de
historietas, en cambio, proceden al revés: formulan primero una hipótesis, y
luego buscan la evidencia. Si bien la semiótica puede ofrecer perspectivas muy
interesantes, opino que, si no se es suficientemente cuidadoso, termina por ser
una disciplina fácilmente manipulable por la ideología de quien hace el
análisis semiótico. Bueno hizo un análisis semiótico de los pitufos para
confirmar su ideología anti-comunista; Dorfmann y Matterlat hicieron un
análisis semiótico del Pato Donald para confirmar su ideología
anti-capitalista.
Al menos en estos
casos, no hay gente que sufra directamente por la ligereza de estos análisis
semióticos. Pero, en Venezuela, los semióticos al servicio del régimen chavista,
interpretaron los discursos del preso político Leopoldo López (en los cuales no
hubo ningún llamado explícito a la violencia), y concluyeron que, en realidad,
López utilizó signos para convocar a la violencia, y eso justificó su condena. Mucha
razón tenían los gestaltistas cuando decían que, muchas veces, vemos lo que
queremos ver.
No hay comentarios:
Publicar un comentario