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domingo, 31 de julio de 2016

Darwin, la moral, Peter Singer y Dios

            En el 2009, el bicentenario de Darwin, publiqué un libro, El darwinismo y la religión. El libro defiende la teoría de la evolución, pero a la vez, señala las enormes dificultades que hay para conciliarla con las creencias religiosas. Yo anticipaba que los lectores religiosos serían quienes más objetaran las tesis del libro.
            Pero, insólitamente, la mayor crítica vino de gente de izquierda. Me acusaban a mí, simpatizante de Darwin, de promover el darwinismo social. Darwin, decían esos críticos, fue el responsable de promover una visión del mundo en la cual los fuertes dominan a los débiles, abría paso al capitalismo más feroz, etc.

            En el libro, yo anticipé algunas de estas críticas, y traté de aclarar que el verdadero promotor del llamado “darwinismo social” no fue Darwin, sino su contemporáneo Hebert Spencer. Y, también intenté aclarar que, con el conocimiento que tenemos de la teoría de la evolución, podemos admitir que, en la conducta humana, hay mucho espacio para el altruismo.
            Un famoso filósofo, Peter Singer, defendió esta postura en un pequeño pero influyente libro, Una izquierda darwiniana. Ante el fracaso de los regímenes comunistas en el siglo XX, Singer se plantea rescatar los ideales altruistas de la izquierda, pero de un modo más realista. En vez de aspirar megalómanamente al “hombre nuevo” que propuso el Che Guevara, los izquierdistas deberían reconocer los límites de la naturaleza humana, y a partir de eso, tratar de construir iniciativas y estímulos para alcanzar un mundo mejor. Darwin, nos recuerda Singer, es quien mejor nos ofrece un retrato de esa naturaleza humana.
            Así pues, los humanos somos, en efecto, egoístas. Pero, como bien han señalado los darwinistas, en función de ese egoísmo, los humanos también podemos exhibir conductas altruistas. Al buscar ventajas reproductivas, comprendemos que, al cooperar con los demás, también nosotros salimos beneficiados. Y, en ese sentido, Singer postula que la izquierda debería propiciar situaciones en las que el interés colectivo coincida con el interés individual. El conocimiento de las teorías de Darwin facilitaría mucho más esta labor.
            Las posturas de Singer me parecen razonables, pero sólo hasta cierto punto. En efecto, a partir de nuestra naturaleza humana podemos ser altruistas. Pero, queda mucho en nuestra naturaleza que contradicen los postulados éticos que el mismo Singer se ha encargado de promover en sus libros.
Por ejemplo, Singer continuamente ha dicho que tenemos la obligación ética de extender nuestras obras de caridad a gente que está más allá de nuestro entorno familiar o de amigos. Él es un entusiasta promotor de la ayuda humanitaria a gente en lejanos países. Esto es muy ajeno a la naturaleza humana. Ciertamente, nosotros tenemos genes que codifican el altruismo, pero dirigido a aquellos que comparten una alta proporción de nuestros genes (es decir, nuestros parientes), o a aquellos que están lo suficientemente próximos a nosotros, y de quienes podemos tener expectativa que el altruismo será recíproco. No está en nuestros genes buscar ayudar a un niñito hambriento en África, pues él, ni es nuestro pariente, ni vendrá a socorrernos en caso de que lo necesitemos.
Frente a esto, Singer advierte enfáticamente en su libro que debemos evitar la llamada “falacia naturalista”. Darwin se encargó de describir el mundo, pero no de prescribirlo. Y así, aun si Singer invita a emplear las teorías de Darwin para comprender cómo es la naturaleza humana, insiste en que no debemos emplearlas para prescribir cómo debe ser la acción humana. El deber ser no viene de la ciencia, dice Singer, sino de la ética.
Y es en este punto, donde yo siempre he tenido alguna dificultad. Según esta postura de Singer, ni Darwin, ni ningún científico, puede decirnos cómo debe ser  nuestra conducta. Pero entonces, si la ciencia no es suficiente, ¿de dónde viene la ética? Si queremos evitar la falacia naturalista, no sería suficiente con decir que la ética viene de la evolución. Pues, si bien la evolución nos ha hecho altruistas en algunas circunstancias, también ha promovido una naturaleza que es claramente contraria a los dictámenes morales. Tiene que haber algo más. Singer se plantea esta cuestión, pero sorprendentemente la despacha rápidamente. Él dice que no es importante plantearse esa cuestión, porque le parece demasiado obvio que debemos hacer el bien.

A mí no me convence ese argumento. Singer, que ha hecho su carrera filosófica planteando posturas chocantes porque van en contra de muchas intuiciones morales, ahora recurre a una intuición básica para decir que, sencillamente, tenemos la obligación de hacer el bien, y ya está (no hay que complicarse demasiado buscando el origen de esa obligación). A mí esto me parece inconsistente. Yo sí creo que queda por responder esa gran interrogante, ¿de dónde viene la ética?
Si la ciencia no es suficiente para explicar esos orígenes, entonces, ¿cuál alternativa tenemos? Para mucha gente, la respuesta tradicional ha sido Dios. La existencia de Dios explicaría por qué, aun si no está en nuestros genes, debemos hacer esto o aquello. Y, a partir de la existencia de valores morales objetivos, algunos filósofos han querido demostrar la existencia de Dios. En mi libro, yo sometí a crítica esta postura. Pues, en efecto, el llamado “argumento moral” para la existencia de Dios, presenta varios problemas.

Pero, desde que escribí ese libro en el 2009, he sentido bastante inseguridad en ese punto. Muchos argumentos a favor de la existencia de Dios son notoriamente deficientes. Pero, yo tengo dificultad en refutar satisfactoriamente el argumento moral. Pues, una visión enteramente materialista del mundo, me temo, no es suficiente para explicar el origen de la ética. No pretendo llegar a la máxima dostoyevskiana de “si Dios no existe, todo está permitido”. Pero, reconozco que las teorías de Darwin no son suficientes para explicar por qué debo hacer esto o aquello. Hace falta algo más. ¿Qué es ese añadido? No lo sé, aún lo busco.

jueves, 7 de julio de 2016

Muhammad Ali, Messi, la recluta y los impuestos

            Recientemente murió uno de los más grandes atletas de toda la historia, Muhammad Ali. Lo recordaremos, no solamente por lo que hizo dentro del ring. Se enfrentó a una sociedad racista, y con mucho tesón, superó muchos obstáculos. Su mayor lucha fue haberse negado ir como soldado a Vietnam. Tal como él mismo proclamaba: ¿por qué el hombre negro, debe luchar contra el hombre amarillo, para beneficio del hombre blanco?
            En la opinión pública, la percepción era que el reclamo de Ali era sensato, porque la guerra de Vietnam era tremendamente injusta. Pero, bien podríamos llevar el asunto aún más lejos: aun si esa guerra fuera justa, ¿habría legitimidad en tratar de reclutar forzosamente a alguien? ¿Son los objetivos militares del Estado más importantes que los derechos individuales?

            Algunos filósofos, los libertarios, han dicho que la recluta, sea o no para guerras justas,  es una forma de esclavitud. Pues, el Estado se apropia injustamente de la labor del individuo. Aun si hay una compensación en forma de pago, y aun si el recluta es enviado a una guerra justa, el hecho de que ese individuo no da su consentimiento, supone una relación entre un amo (el Estado), y el esclavo (el recluta). Bajo este razonamiento, alguien como Muhammad Ali no sólo era descendiente de esclavos; él mismo seguía siendo esclavo, al ser forzado a ir a luchar en Vietnam.
            Ahora bien, este mismo razonamiento podría aplicarse a Leonel Messi, otro gran atleta, recientemente también condenado a cárcel. Messi ha sido condenado, no por evadir la recluta, sino por evadir impuestos. En la opinión pública, hay una enorme diferencia entre evadir impuestos para ayudar a los pobres, y evadir la recluta para ir a matar gente inocente.
            Pero, a efectos de la filosofía libertaria, no son tan distintos. Tanto la recluta como el cobro de impuestos, dicen algunos libertarios (basándose en la obra de Robert Nozick), es una forma de esclavitud. El Estado se apropia forzosamente del trabajo de los demás, bien sea directamente (como en el caso de la recluta), o indirectamente (como en el caso de los impuestos), a través del despojo de las propiedades legítimamente adquiridas con el esfuerzo propio.
Es irrelevante si esa esclavitud se emplea con fines nobles. Aun si la guerra de Vietnam fuera justa, Muhammad Ali habría seguido siendo un esclavo. Aun si los faraones, en vez de construir pirámides, hubiesen construido hospitales y escuelas para el pueblo, los obreros que trabajan contra su voluntad habrían seguido siendo esclavos. Y, por extensión, aún si los impuestos se utilizan para beneficio del colectivo, su cobro sigue siendo una forma de esclavitud, en tanto son forzados; la misma palabra lo dice, se imponen.

            Todo esto, por supuesto, está abierto al debate. Pocos filósofos han quedado convencidos con el argumento de Nozick, según el cual, el cobro de impuestos es una forma de esclavitud. A nivel intuitivo, me inclino a simpatizar con ellos; la postura de Nozick me parece extrema y peligrosa. Pero francamente, aún no he encontrado una refutación formal realmente contundente del argumento de Nozick. Más aún, deberíamos caer en cuenta que necesitamos ser más consistentes. Si expresamos repudio por cualquier forma de reclutamiento forzoso, debemos apreciar que los motivos por los cuales nos oponemos a ello, probablemente servirían también para oponernos al cobro de impuestos. Es necesario cobrar impuestos, pero debemos tratar de encontrar una justificación filosófica más satisfactoria. Y, cuando la encontremos, habrá que asumir la incómoda conclusión que esa misma justificación también permitiría el reclutamiento forzoso.

jueves, 14 de abril de 2016

Parménides y la idea más absurda en la historia de la humanidad

             En mi libro El posmodernismo ¡vaya timo!, dediqué los primeros capítulos a explorar las raíces históricas del posmodernismo. Sólo identifiqué a un filósofo de la antigüedad, como precursor del posmodernismo: Protágoras, debido a su relativismo. Pero, creo que también pude haber incluido a Parménides. Los posmodernos son infames por decir cosas que nadie entiende (“la nada nadea”), o por decir cosas absurdas (“el hombre ha muerto”, “e=mc2 es machista”, “la guerra del Golfo no tuvo lugar”, etc.). Si bien Parménides escribió un poema que resulta un poco obscuro, en líneas generales se le entiende. Pero, Parménides defendió lo que a mi juicio, es la idea más absurda planteada en la historia de la humanidad. La diferencia con los posmodernos, no obstante, es que Parménides lo hizo argumentando, y no es tan fácil despacharlo. Parménides podrá haber dicho barbaridades, pero no era un charlatán.

            Parménides defiende dos ideas absurdas hasta más no poder. La primera: sólo existe un ente en el universo. La cucaracha, el ordenador y Messi, son todos la misma cosa. Algunos filósofos hindúes, siguiendo la escuela de advaida vendanta, opina algo parecido: todos formamos parte de lo mismo. Pero los hindúes hablaban más en términos de una unión mística, en el sentido de que todos participamos de una misma fuerza universal, el brahman.  En cambio, Parménides decía que no hay separación entre las cosas: todos somos literalmente un solo objeto. Parménides añade otra idea, aún más absurda: todos somos lo mismo, porque nunca nada ha cambiado, ni cambiará. Siempre ha habido una sola cosa en todo el universo, y seguirá siendo así.
            ¿Cómo llega Parménides a semejante desfachatez? Dice Parménides algo muy lógico y elemental: lo que es, es; y lo que no es, no es. Esto quiere decir que la nada no existe. Sólo existe, aquello que está. Y, si eso es así, entonces una cosa no puede venir de otra, ni tampoco se puede transformar en otra. Pues, si se transforma en otra, esa cosa antigua habrá dejado de existir, y pasará a formar parte de la nada. Pero, precisamente, la nada no existe. Por ende, nada puede ir hacia la nada. Y, del mismo modo, nada puede venir de la nada. Si una cosa empieza a existir, debió haber habido un momento en que esa cosa no la había. Pero, de nuevo, si la nada no existe, entonces nunca debió haber habido un momento en que esa cosa no estaba.
            Además, dice Parménides, no puede haber separación entre una y otra cosa. Pues, esa separación implica que hay un vacío entre los entes. Pero, el vacío, en tanto nada, no existe, porque de nuevo, lo que no es, no es. Por ende, al no haber vacío, sólo puede haber un ente. Es un ente que siempre ha sido el mismo, y no cambia.
            Ante estas ideas, la primera reacción es exclamar: what the fuck! En principio, es muy fácil refutar todo esto: basta con mover mi brazo, para afirmar que sí hay cambios y movimientos. Y, basta tomar dos piedras y mantenerlas separadas, para comprobar que son dos cosas distintas. Sentido común, puro y sencillo. Pero, Parménides decía que los sentidos no valen. En cierto modo, Parménides se anticipó a Descartes, pues su filosofía plantea la posibilidad de que algún genio maligno nos engañe y manipule nuestros sentidos, y así, sólo podemos confiar en nuestro pensamiento. Lo importante es el pensamiento, y si el pensamiento nos conduce a la idea de que los movimientos no ocurren, hay que aceptarlo.
            Yo no sé bien cómo refutar a Parménides. Pero, al menos creo que su filosofía lleva en sí misma una contradicción, y eso sería suficiente para rechazarla. Parménides, para defender todas estas cosas, debe acudir al pensamiento. Pero, el pensamiento es en sí mismo cambio (antes no pensaba tal cosa, ahora sí), y en cierto sentido, separación de entes (una idea está separada de la otra). El mero hecho de pensar, es ya refutación de lo que Parménides defiende.
            Hay también otra cosa que, me parece, Parménides pasa de largo. Parménides debió haber separado dos niveles de “ser” (o existir) de las cosas. Algo puede no existir en la realidad, pero sí puede existir a nivel conceptual. Cuando Parménides sugiere que la nada no existe, el mero hecho de que ya podamos hablar de ella, opino, implica que, al menos a nivel conceptual, la nada sí existe.
            En fin, a diferencia de Derrida, Baudrillard o Deleuze, tengo respeto por Parménides. Quizás, sus ideas vinieron de alguna embriaguez o algún consumo de droga, pues tal como él mismo lo relata en su poema, sus ideas le vinieron en un viaje místico. Planteó la idea más absurda en la historia de la humanidad. Pero, lo mismo que las paradojas de su discípulo Zenón, ¡ofreció un enorme reto, y obliga a pensar! 

domingo, 10 de abril de 2016

"Ordet", Kierkegaard y lo absurdo de la fe

            La idea de que leer muchos libros puede volver loco al lector, es un viejo tropo literario. Ya en el bíblico libro de Hechos de los apóstoles, por ejemplo, el romano Festo le dice a Pablo: “estás loco, Pablo; las muchas lecturas te hacen perder la cabeza” (26:24). Y, por supuesto, la obra maestra de Cervantes, Don Quijote, narra las aventuras de un hidalgo que ha enloquecido, porque ha leído demasiados libros de caballería. Yo dudo de que un libro pueda volver loco a alguien; pero, al menos puedo admitir el lema del conservador Richard Weaver, “las ideas tienen consecuencias”.
            En el cine, una de las películas que más célebremente ha explorado esta idea del lector que se vuelve loco por tanto leer, es Ordet, de Carl Theodor Dreyer, estrenada en 1955, y basada en una obra teatral de Kaj Munk. Narra la historia de Morten y sus tres hijos: Mikkel, un hombre sensato sin fe; Anders, un jovencito enamorado de una muchacha; y Johannes, quien ha enloquecido leyendo las obras del filósofo Soren Kierkegaard.

            Johaness se cree Jesús, y continuamente da sermones reprochando a sus oyentes por no tener suficiente fe. Anders está enamorado de Anne, pero Morten no aprueba esa unión, porque Anne es hija de Peter, un predicador que, a juicio de Morten, enseña una versión errónea del cristianismo. No obstante, al enterarse de que Peter también desaprueba de la unión, también porque considera que Morten no profesa la verdadera fe, ahora Morten se empeña en que sí se logre la unión, en buena medida como una forma de oponerse a su rival. La película explora genialmente lo absurdo que puede resultar el concepto del honor.
            Inger, la esposa de Mikkel, muere dando a luz. Todos están naturalmente muy tristes, pero lo asumen con resignación. Nadie cree que pueda venir un milagro, ni siquiera el cura del pueblo, quien discute con un médico racionalista sobre la posibilidad de los milagros, pero convenientemente acepta que hoy ya los milagros no ocurren.
            No obstante, incluso en el momento más inoportuno (el funeral de Inger), Johaness sigue reprochando a los demás su falta de fe. La única persona que, aparentemente, tiene aún esperanzas de que Inger regrese a la vida a través de un milagro, es su pequeña hija. Conmovido por la fe de la pequeña, Johaness realiza un milagro: Inger vuelve a la vida.
            En la película, hay mención de Kierkgaard una sola vez. Pero, toda la película está guiada por su filosofía. La idea central de la filosofía de Kierkegaard es que, para poder vivir auténticamente, el hombre debe decidirse a abrazar la fe en Dios, incluso si eso implica hacer cosas absurdas. Hacia el final de su vida, Kierkegaard también dedicó varios de sus escritos a criticar la institucionalidad del cristianismo en Dinamarca, y Ordet expresa nítidamente esta idea: la película manifiesta crítica en contra del sectarismo de cristianismos rivales (el de Morten y el de Peter), a favor de una fe sencilla pero genuina, representada por Johaness y la niña.
            Nadie espera que Inger vuelva a la vida, y todos consideran que Johaness está loco. Pero, la moraleja de la película es que la fe mueve montañas. El creer una cosa tan absurda como que un estudiante danés sea Cristo, y que es posible el milagro de resucitar a una mujer, al final sí valdrá la pena.
            Ordet ha sido elogiada por todos los entendidos de la historia del cine, y sin duda, es profundamente emotiva. Cinematográficamente, es una obra maestra. Pero, su mensaje filosófico me parece muy reprochable, por los mismos motivos que reprocho la filosofía de Kierkegaard.
            El libro más famoso de Kierkegaard, Temor y temblor, es una exploración de la psicología de Abraham (el personaje bíblico), cuando supuestamente Dios le ordenó sacrificar a su hijo querido, Isaac. Kierkegaard presenta a Abraham como un héroe, un “caballero de la fe” que, para vivir más auténticamente, está dispuesto a hacer una cosa absurda. Abraham sabía que era una monstruosidad moral matar a su hijo en un sacrificio, pero según Kierkegaard, cuando se decidió a hacerlo, hizo una “suspensión teleológica de la ética”. Es decir, dejó de lado la ética, a favor de algo más grande, a saber, la fe en Dios.
            Ordet propone algo parecido: hay que tener fe en Dios, y a veces, eso implica hacer cosas absurdas. El problema, no obstante, es que Ordet presenta una versión muy inofensiva y rosa de la fe. Poco se pierde cuando se cree que Johaness puede resucitar a Inger, y al final, la fe es retribuida. Kierkegaard, en cambio, tiene más méritos al entender que la fe puede tener una dimensión más monstruosa: la fe no es solamente creer tonterías, sino también hacer cosas brutalmente inmorales, como intentar matar al propio hijo. Lo lamentable de Kierkegaard, no obstante, es que en vez de reprochar a Abraham por disponerse a cometer semejante barbaridad, lo elogia. El mismo razonamiento pudo usar el yijadista que eligió inmolarse: el mártir oyó una voz que le dijo que se hiciera estallar, y en vez de deliberar si esa voz era una alucinación, dio el salto de fe.

            Tanto en Temor y temblor como en Ordet, ocurre el milagro: Dios interviene para evitar el sacrificio de Isaac, y Johaness resucita a Inger, respectivamente. Pero, no nos engañemos: éstas son fantasías. Este tipo de cosas no ocurren en la vida real. La fe, me temo, consiste la mayor parte de las veces en tener expectativa de cosas que no ocurrirán. En muchos casos, esto puede ser muy perjudicial, pues puede conducirnos a tomar decisiones desastrosas que empeorarán nuestra situación. Los problemas se resuelven aplicando la racionalidad, no creyendo en cosas para las cuales no hay evidencia. En la película, Johaness mejora su condición cuando todos terminan teniendo fe en él; en la vida real, no obstante, alguien como Johaness estaría mucho mejor con un tratamiento psiquiátrico. Para tratar a enfermos mentales, sería mejor guiarnos por lo que dicen los médicos, y no por lo que se narra en una película. Seguirle la corriente a quien se crea Jesús (o peor aún, tomarse en serio sus proclamas absurdas), puede prolongar el sufrimiento de todos aún más. La racionalidad da más frutos que la fe.

jueves, 7 de abril de 2016

"Just Do It" y el existencialismo

Just Do It, el famoso eslogan de Nike, es una de las campañas más exitosas de la historia de la publicidad. Son poco conocidos los orígenes escabrosos del lema. En 1977, Gary Mark Gillmore, un norteamericano condenado a muerte, justo en el momento en que iba a ser ejecutado, dijo, “just do it”, “sólo hazlo”. Y, los ejecutivos de Nike, al conocer estas palabras de aquel contexto, las utilizaron en sus campañas publicitarias.
            Como muchos otros en la publicidad, el lema de Nike no tiene una significación muy profunda. Es sencillamente una frasecita pegajosa, y basta que la utilice Michael Jordan con imágenes y música adecuada, para que cale bien en las masas. Pero, en líneas generales, el mensaje de Just Do It es básicamente el mismo que es muy popular en la ideología del mundo de los negocios y la motivación. Nike es una marca deportiva, y el mundo deportivo es como el de los negocios, en el sentido de que hay mucha competencia, y se necesita mucha motivación.

El mensaje es: sólo hazlo; no lo pienses mucho; no le des vueltas al asunto; en ti está el poder de decidir si ganas o pierdes; tú eres tu propio límite. Como motivación para los atletas profesionales, no está mal. Pero, el problema está en que, cuando este mensaje es asumido por las masas consumidoras de Nike, el mensaje de Just Do It se vuelve bastante alienante. Pues, este mensaje básicamente culpa al perdedor de su condición, tal como se suele hacer en el mundo de los negocios. Si eres pobre, es tu culpa, por no haber decidido ser rico; Just Do It, decídete a ser rico; deja de lado las excusas, sencillamente hazlo. Cualquier persona con un mínimo sentido crítico frente al capitalismo, puede reconocer esta alienación.
Pero, curiosamente, Just Do It tiene también mucha afinidad con la filosofía existencialista (la ironía está en que gente como Sartre eran existencialistas y a la vez críticos del capitalismo). El existencialismo enseña que la existencia antecede a la esencia. Con esto, se quiere decir que el hombre no tiene una esencia predeterminada que le imponga límites; más bien, tiene plena libertad para decidir qué hacer con su vida, y esto trae consigo la responsabilidad (y la angustia) de dejar de buscar excusas, y tomar decisiones propias. Cada quien es responsable de lo que decide hacer, y esas decisiones no se pueden postergar.
Uno de los padres fundadores del existencialismo fue el filósofo danés Soren Kierkegaard. Y, su libro más famoso, Temor y temblor, es en buena medida una elaboración filosófica de Just Do It. En ese libro, Kierkegaard explora las reflexiones que debió tener Abraham, cuando oyó una voz (aparentemente divina) que le exigió sacrificar a su querido hijo, Isaac. En la interpretación de Kierkegaard, Abraham sabía que sacrificar a su hijo era una monstruosidad moral. Pero, Abraham era un “caballero de la fe”, y él decidió cumplir el mandato divino. Según Kierkegaard, Abraham llevó a cabo una “suspensión teleológica de la ética”; es decir, dejó de lado la ética con el objetivo (de ahí viene la descripción como “teleológica”) dar un salto de fe, teniendo la esperanza de que Dios intervendría en el último momento a salvar a Isaac.
Abraham, naturalmente, tenía dudas. Pero, su gran virtud, sugiere Kierkegaard, fue atreverse a hacer lo que hizo. Abraham, como Michael Jordan, también diría, Just Do It. Al final, decidió ir en contra del más elemental sentido ético. Pero, dejó de buscar excusas, para postergar su decisión; sencillamente, lo hizo.
El libro de Kierkegaard siempre me ha parecido uno de los más desgraciados en la historia de la filosofía. Es prácticamente una apología del infanticidio, en nombre de la fe y la actitud existencialista ante la vida. Kierkegaard se lleva muchos elogios en las historias convencionales de la filosofía, pero a mí me parece un fanático religioso; los yijadistas ciertamente razonan de un modo parecido a Abraham (aunque ellos no tienen tanta expectativa de que Dios intervenga en el último instante a salvarlos), los yijadistas también dirían Just Do It.
Yo encuentro en la filosofía de Kierkegaard (y el existencialismo en general) los mismos problemas que encuentro en Just Do It: tienen una vena irracionalista. No conviene hacer las cosas en arrebatos. No basta con seguir el dictamen de “sólo hazlo”. Los problemas requieren soluciones que ameritan mucho razonamiento y deliberación, y esto requiere muchas veces postergar las decisiones. Abraham debió haber sometido a escrutinio racional su decisión, y debió haber comprendido que aquella voz que le pedía hacer una monstruosidad, no podía proceder de Dios (de hecho, mucho antes de Kierkegaard, Kant razonaba exactamente así en una nota al pie de página en El conflicto de las facultades). La impulsividad que aparentemente es a veces elogiada por los existencialistas, puede conducir a hacer locuras.


Muchos jóvenes aspiran a ser jugadores profesionales de baloncesto. Esa decisión implica muchas cosas (dejar otras carreras, invertir dinero y tiempo en la preparación, etc.). Puesto que es una decisión muy seria, requiere bastante deliberación, tras haber estudiado muchas de las variables involucradas: ¿tiene la estatura adecuada para este deporte?, ¿la disciplina requerida?, ¿los medios económicos? Pero, si ese joven hace mucho caso a la publicidad de Just Do It, terminará por dejar de lado todas esas deliberaciones, y creerá que sólo depende de su voluntad el ser o no el próximo Michael Jordan. Pues bien, esto no sólo ocurre con los jóvenes consumidores de Nike. Aquellos que se tomen muy en serio la filosofía existencialista, me temo, terminarán por creer que ellos son plenamente libres de decidir su destino, y creerán que todo depende de su voluntad. Con esta excesiva confianza, posiblemente tomen decisiones apresuradas que terminen por ser erradas. Hay que pensar las cosas; don’t just do it, think before you do it (no lo hagas sencillamente, piensa antes de hacerlo).

martes, 5 de abril de 2016

¿Es la igualdad un bien intrínseco?

Derek Parfit ha dedicado algunos de sus argumentos al problema de la igualdad. Y, en jerga filosófica (a pesar de lo ingenioso de sus ideas, Parfit es reprochable por no escribir en un estilo más ligero), expresa una idea muy sencilla: la igualdad no es intrínsecamente deseable. Si, para conseguir la igualdad, conseguimos que todos tengan lo mismo, pero aún así los pobres no están mejor de lo que estaban antes, entonces esa igualdad no es buena. Que todos seamos pobres no es una mejora.
            La literatura de ciencia ficción es muy dada a advertir sobre estos peligros. Harrison Bergeron, de Kurt Vonnegut, describe a una sociedad en la cual, quien demuestre alguna excelencia por encima del común de la gente, inmediatamente se le asigna una carga (en el caso del protagonista, una carga física de armaduras) para que no sobrepase a los demás. Jerome K. Jerome describía algo similar en otra historia famosa, La nueva utopía.

            La experiencia de los países comunistas ha dado la razón a estos autores. En su empeño de conseguir la igualdad a toda costa, el comunismo terminó por despojar del incentivo labora, y en cuestión de poco tiempo, las clases más bajas de los países comunistas que fueron beneficiados en la distribución de la riqueza, terminaron en una condición bastante peor que las clases más bajas de los países capitalistas (en donde no hubo el mismo nivel de distribución de la riqueza). Al final, el comunismo fue peor para los propios pobres de esos países. Quizás en vista de eso, el filósofo John Rawls, que tanto se preocupó por los menos privilegiados en una sociedad, advirtió que la desigualdad es necesaria, precisamente para asegurarse de que los menos privilegiados, estén mejor.
            Si bien Parfit no exhibe postura filosófica claramente clasificable, su razonamiento suele ser de tipo utilitarista. Y, los utilitaristas suelen ser dados a cuantificar el bien, a fin de calcular qué es lo más útil. Parfit mismo utiliza esta cuantificación para argumentar en contra del igualitarismo que al quitar a los ricos y no añadir nada a los pobres, termina generando menos cantidades de placer en el cálculo utilitarista. No se gana nada si, ahora, el rico tiene menos y el pobre se queda igual. La igualdad no es un valor intrínseco.
            Pero, quisiera hacer una crítica a Parfit. La igualdad sí podría tener un valor intrínseco, teniendo en cuenta consideraciones psicológicas. La igualdad calma la envidia, y la envidia es una emoción tremendamente destructiva. Esto hace que, como bien ha documentado el epidemiólogo Richard Wilkinson, la desigualdad genere mayores tasas de crimen y enfermedad.
Seguramente el deseo de la igualdad, como bien señalan los defensores del capitalismo, viene de la envidia. Efectivamente, los comunistas son muy envidiosos, y los defensores del capitalismo nos piden que dejemos de lado la envidia y toleremos la desigualdad. Pero, deberíamos caer en cuenta de que la envidia es una emoción firmemente arraigada en nuestra naturaleza psicológica, y no va a desaparecer fácilmente. En ese sentido, pretender hacer desaparecer la envidia de nuestra naturaleza es precisamente aquello que la derecha siempre ha reprochado a la izquierda: la pretensión de modificar la naturaleza humana, como ingenuamente pretendían los soviéticos y el Che Guevara con su quimera del “hombre nuevo”.
Si la envidia está en nuestros genes, conviene un sistema de organización social en el cual no haya demasiadas desigualdades. Sería deseable que ese sistema igualitario aumentase el bienestar material de los propios pobres. Pero, aun en el caso de que se consiga la igualdad sin un aumento de las condiciones materiales de los pobres, eso aún así debería sumarse positivamente en el cálculo utilitarista, pues la igualdad intrínsecamente sí genera un bienestar psicológico.

domingo, 3 de abril de 2016

Sartre, la libertad y la ciencia

            Una pregunta que ocasionalmente me he hecho es, ¿cómo la filosofía francesa pasó de la lucidez de Diderot, Voltaire y los ilustrados; al oscurantismo de Derrida, Deleuze y los posmodernos? En mi libro El posmodernismo ¡vaya timo! exploro cómo pudo darse este proceso. Pero, no exploré suficientemente, aquello que ahora considero es una fase intermedia entre la lucidez de la ilustración y el oscurantismo posmoderno: el existencialismo francés, en especial, la obra de Sartre.
            Sartre no es como los posmodernos o Heidegger. En algunos libros (no todos), Sartre se hace entender adecuadamente. Y, dadas sus dotes dramatúrgicas, la expresión de sus ideas en obras de teatro aclara lo que, en ocasiones, es una prosa impenetrable. En esto, Sartre se parece a los ilustrados. Pero, Sartre también inauguró una tendencia filosófica que, si bien no era propiamente contraria a la ciencia, sí pecaba de ignorar la información científica. En esto, Sartre se parece a los posmodernos. Y, se parecía más aún a los posmodernos en el cultivo de su imagen, como si la filosofía fuese un show mediático.

            Sartre era ateo y de izquierdas, y eso fundamentó su extenso activismo político. Pero, Sartre también defendía posturas que, no solamente son muy contrarias a lo que nos informa la ciencia, sino que incluso, no parecen ser muy consistentes con la visión atea del mundo, ni con el entendimiento izquierdista de la sociedad.
            El tema principal de su obra cumbre, El ser y la nada, es la libertad (eventualmente Sartre haría célebre el eslogan “el hombre está condenado a ser libre”). Sartre llamó a su filosofía el “existencialismo”, en tanto postulaba que, la existencia antecede a la esencia. Con esto, Sartre quería decir que el hombre no tiene impuesta una condición, o una serie de características esenciales: él mismo puede decidir qué ser o hacer. Sartre reconocía que puede haber algunas limitantes previas (él las llamó las “facticidades”), pero esto de ningún modo erosionan nuestra libertad para elegir.
            Esto es una condena, en el sentido de que, en tanto somos libres, a diferencia de otras cosas, tenemos la responsabilidad de elegir. A los entes que no son libres de elegir, Sartre los llamó “ser-en-sí”; a los que entes que sí somos libres de elegir, Sartre nos llama “ser-para-sí” (una jerga un poco afín al oscurantismo posmoderno, pero dejémoslo pasar).  Y, como bien saben los psicólogos, las elecciones pueden generar mucha angustia; de ahí que la libertad es una condena.
            Hay alguna gente, dice Sartre, que trata de huir de esta libertad. En la jerga de Sartre, esa gente tiene “mala fe”. Sartre ofrece un célebre ejemplo de esto en El ser y la nada: un mesonero en un café no vive auténticamente su libertad, sino que se aliena en su rol de mesonero, y asume que no tiene la libertad de decidir si es mesonero o no. Otro ejemplo: una muchacha deja que su novio le toque la mano, pero huye de la decisión de precisar si continuar con la actividad sexual, o evitar que le agarre la mano; la muchacha tiene “mala fe” al no sincerarse consigo mismo sobre las intenciones de su novio, y la necesidad de decidir a partir de la libertad.
            Estas observaciones de Sartre son interesantes (en efecto, muchos mesoneros se robotizan en sus trabajos, y muchas muchachas se autoengañan en los avances sexuales de sus novios). Pero, Sartre defiende dogmáticamente la libertad, y en esto, la ciencia no le da la razón.
            La visión científica y atea del mundo es materialista: no existe el alma. Pero, si el alma no existe, debemos admitir que nuestra mente en realidad es, o bien idéntica a, o bien un epifenómeno de, nuestra actividad cerebral. Y, el cerebro, en tanto material, está sujeto a las leyes causales del universo. En ese sentido, nuestra conducta está determinada causalmente. Hay, de hecho, confirmaciones empíricas de esto: en los famosos estudios de Benjamin Libet, quedó documentado que la actividad neuronal para mover la mano antecede a la decisión consciente de hacerlo.
            Algunos filósofos, los llamados “compatibilistas”, postulan que esto no elimina la libertad, pues “libertad” es ausencia de coerción externa. Si una conducta es causalmente determinada, pero no hay una coerción externa directa, puede considerarse libre. Pero, no es esto lo que postula Sartre. A su juicio, el hombre es libre, no en el sentido compatibilista, sino en el sentido de que no está causalmente determinado. A la manera de los posmodernos, Sartre no tenía ningún interés en lo que dictaran los datos científicos. Él partía del dogma existencialista, y si los hechos contradicen su teoría, tanto peor para los hechos. Más aún, Sartre seguramente habría dicho que esos filósofos y científicos que postulan el determinismo causal de nuestra conducta, tienen “mala fe”, pues formulan argumentos para hacernos escapar de nuestra libertad de elegir. Pero, no es ninguna “mala fe”; es sencillamente lo que los datos científicos dictan, y lo que implica una visión materialista y atea del mundo.
     Sartre hizo renombre con su compromiso izquierdista (en ocasiones, esto lo condujo a ingenuidades, como por ejemplo, sus alabanzas a personajes lamentables como Fidel Castro, o su prólogo del muy objetable libro Los condenados de la tierra, de Frantz Fanon). Pero, si bien las ideas de Sartre en El ser y la nada no son propiamente anti-izquierdistas, podrían ser fácilmente empleadas por gente muy derechista.
            La idea de que somos libres y que no estamos limitados, se ha convertido en punta de lanza de la industria de libros y charlas motivacionales que tanto ha permeado la ideología del capitalismo avanzado. En el mundo de los negocios, prospera la idea de que el pobre es pobre, porque decidió serlo. El pobre tuvo la libertad de decidir ser rico, pero no, prefirió seguir con su conducta que le impide salir de la pobreza. En esa ideología, cada quien tiene lo que se merece, porque cada quien ha tomado libremente sus decisiones. Las limitantes sociales, económicas o culturales, no son significativas. Lo único significativo son las decisiones.
            También en el mundo de los negocios y la motivación, prospera la idea de que es hora de dejar de quejarse, y decidir por cuenta propia si seremos empresarios o barrenderos. Basta de darle vueltas al asunto, llegó la hora de actuar. Genera angustia, sí, pero tenemos que hacerlo. Just do it, como reza la publicidad de Nike (¿qué mayor símbolo del capitalismo trasnacional que Nike?). Irónicamente, todo esto parece muy sartreano.

jueves, 31 de marzo de 2016

El chavismo, el historicismo, y la sociedad abierta

            Uno de los grandes libros de filosofía política del siglo XX es La sociedad abierta y sus enemigos, de Karl Popper. El libro, publicado en 1945, justo en el momento en que Europa vivía la pesadilla nazi, intenta ser una exploración de las raíces ideológicas del totalitarismo. Popper analiza la obra de tres grandes filósofos, a quienes él considera los ancestros intelectuales del totalitarismo: Platón, Hegel y Marx.
            El libro ha sido criticado, entre otras cosas, por presentar una caricatura de esos autores. Esta crítica puede ser válida, pero no deja de ser cierto que muchas de las cosas que Popper le reprocha a esos filósofos, son verdaderas. Platón sí vio con buenos ojos la censura de poetas, y sí propuso mentir al pueblo con mitos, a fin de cada quien aceptase su lugar en la sociedad. Hegel sí promovió un culto al Estado. Marx sí creyó que, en el conflicto de clases, era una necesidad histórica que hubiera violencia.

            A mi juicio, la parte más interesante del libro es su análisis de Hegel. Popper reprocha en Hegel aquello que él llamó el “historicismo”. En la filosofía de Hegel, está presente la idea de que la historia de la humanidad es un proceso en el cual el “Espíritu” se hace consciente de sí mismo (Hegel nunca deja claro qué es exactamente ese Espíritu, ni tampoco cómo exactamente se hace consciente, y Popper le reprocha su oscurantismo). Hegel opinaba que la historia de la humanidad está guiada por algo así como un sentido providencial, y en ese sentido, resultan inevitables ciertos acontecimientos políticos.
            Popper denuncia esto como “historicismo”: la idea de que la historia tiene un objetivo predeterminado en el cual inevitablemente desemboca, y que en ese sentido, sirve para legitimar regímenes políticos autoritarios, pues se interpretan como parte de ese proceso inevitable de desarrollo histórico.
            Todo esto es antitético a la sociedad que Popper defiende, la sociedad abierta. En la filosofía de la ciencia, Popper defendía la idea de que no podemos tener absolutas certezas en el conocimiento científico, y por ello, continuamente debemos someter a escrutinio las teorías que parecen muy seguras. Esto también aplica a la política: continuamente debemos hacer revisionismo de los principios políticos. Y, para hacer esos revisionismos, es necesaria una apertura que permita la crítica y los retos.
            En cambio, los enemigos de la sociedad abierta, como Hegel, postulan que, en tanto es inevitable que la historia desemboque en un sistema político determinado, no debe tolerarse esta apertura, pues se estaría permitiendo ir en contra de las fuerzas de la historia.
            A medida que leo la crítica de Popper a Hegel, no puedo evitar pensar en mi país, Venezuela. En 1998, llegó al poder Hugo Chávez, un político que, en un principio, atrajo a las masas denunciando los obvios abusos de los anteriores gobernantes. Pero, una vez instaurado en el poder, Chávez empezó a emplear un lenguaje muy parecido al historicismo de Hegel.
            Más que cualquier otro político en la historia de Venezuela, Chávez evocaba continuamente hechos históricos, y sobre todo, la figura de Bolívar. No está mal hablar de historia, divulgar conocimiento histórico a las masas, y brindar respeto a un personaje como El Libertador. Pero, sí está mal apelar a un sentido metafísico de la historia como justificación del autoritarismo. Y, a medida que Chávez se volvía más autoritario, frecuentemente trataba de justificarse diciendo que su desempeño político formaba parte de un proceso histórico que era ya indetenible.
Del mismo modo en que Hegel postulaba que oponerse al Estado es virtualmente idéntico a oponerse al Espíritu y el desarrollo de su autoconsciencia, Chávez dejaba entrever que, quienes se opusieran a él, estaban en una batalla perdida, pues en su gobierno había una suerte de mandato providencial, no propiamente de Dios (aunque en ocasiones también invocaba a Dios como origen de su autoridad), sino de la propia historia.

Chávez comúnmente empleaba frases pegajosas como “llegó la hora de los pueblos”. En un pronunciamiento como ése, hay una obvia intención historicista: el pueblo estaba esperando su turno en la historia, y finalmente le ha llegado en el desarrollo histórico; oponerse a Chávez es oponerse al inevitable desarrollo histórico. Otra frase comúnmente empleada era “Bolívar despierta cada cien años”. De nuevo, con frases como ésta, Chávez no solamente pretendía arroparse con la figura de Bolívar, sino que postulaba que su gobierno formaba parte de una gran epopeya cósmica que desataba fuerzas indetenibles, en tanto están inscritas en la historia. Esa frase sobre Bolívar y los cien años, en realidad procede del poeta chileno Pablo Neruda, que tanta admiración sintió por Stalin. No es casual.
Venezuela necesita cambios urgentes, si pretende sobrevivir la gravísima crisis que atraviesa. Es obvio que el modelo necesita revisionismos y modificaciones. Pero, estas cosas sólo se consiguen en una sociedad abierta, la misma a la cual aspiraba Popper. En cambio, si se sigue promoviendo la idea de que el gobierno de Chávez no fue una mera contingencia histórica, sino que estaba determinado por el inevitable devenir de la historia, entonces esa rigidez impedirá cualquier reforma, y seguiremos enclaustrados en la sociedad cerrada. Nuestra política necesita una fuerte dosis de pragmatismo para resolver los problemas más urgentes, y debe abandonar la excesiva ideologización con la historia como marco de referencia.

miércoles, 30 de marzo de 2016

Hegel y sus ideas sobre la historia: ¿va el rey desnudo?

Con Hegel, me siento un poco como el personaje de Hans Christian Andersen, que dice que el emperador va desnudo, y no que lleva ropas especiales, como sí dicen todos los demás. Pero, en todo caso, estoy dispuesto a conceder el privilegio de la duda, y admitir la posibilidad de que Hegel dijo cosas muy sabias (como muchas veces me recalcan maestros y amigos), y yo no soy lo suficientemente inteligente como para comprenderlo. Francamente, no obstante, veo más probable lo primero, a saber, que el emperador sí va desnudo, y que Hegel dijo muchas tonterías.
            Consideremos, por ejemplo, lo que Hegel dice sobre el curso de la historia. Hegel es uno de los máximos exponentes (pero no fue el primero) de la idea de que la historia humana es un proceso de continua mejora. Hoy, sobre todo entre quienes se lamentan de la modernización, hay mucho pesimismo respecto al progreso de la especie humana. En el pasado, dicen estos críticos, vivíamos mucho mejor.

            Hegel se habría opuesto a estos críticos, con justa razón. A juicio de Hegel, la humanidad ha mejorado su condición a lo largo de la historia. Suscribo esa idea completamente. La especie humana, a diferencia de las demás, tiene lenguaje. Y, eso le permite acumular conocimientos y transmitirlos a las siguientes generaciones, de forma tal que las siguientes generaciones apliquen esos conocimientos, y corrijan los errores del pasado. Un recorrido empírico por las condiciones en cualquier sociedad hace diez o veinte siglos, revela que hoy se vive muchísimo mejor, bajo cualquier estándar (esperanza de vida, seguridad, alimentación, conocimiento, ocio, salud, etc.).
            Muchas veces se reprocha a las sociedades modernas ser más violentas que las premodernas, pero incluso en esa variable, la modernidad ha traído consigo una significativa mejora: tal como Steven Pinker ha demostrado eficientemente en su libro The Better Angels of Our Nature, en el siglo XX se mató menos porcentaje de gente que en siglos anteriores.
            El problema, no obstante, es la forma en que Hegel expresa su idea sobre el mejoramiento de la humanidad a lo largo de la historia. Hegel no elabora sus juicios observando hechos concretos o estudiando variables particulares. Él prefiere mucho más pronunciamientos grandilocuentes que, en realidad, son meras especulaciones metafísicas sin la menor posibilidad de ser verificadas.
            Para Hegel, la historia es un proceso en el cual “el Espíritu se hace consciente a sí mismo”, a través de la “marcha de la razón”. Cuando a mí me hablan de espíritus, yo pienso en Gasparín. Pero, aparentemente, la idea de Hegel es que, hay un espíritu universal que se desarrolla a medida que pasa la historia de la humanidad. Este espíritu, aparentemente, controla los desarrollos históricos, de forma tal que éstos son inevitables. Y así, no son meras contingencias históricas las que condujeron a la Revolución Francesa o a cualquier otro acontecimiento importante, sino que, misteriosamente, todo forma parte de algo así como un plan providencial en el cual, ese espíritu se hace consciente de sí mismo.
            Aparentemente, pues, la historia es un ente personificado. Antiguamente, sobre todo en los mitos, era muy común atribuir personalidad a objetos inanimados, o a procesos impersonales. Los griegos más arcaicos, no entendían el proceso por el cual nos enamoramos (hoy sabemos que hay todo un proceso bioquímico que produce el amor), y así, decidieron personificar el amor en Eros. Pues bien, Hegel parece hacer lo mismo: personifica la historia en un ente espiritual. Entre historiadores, hay muchas discusiones sobre si los griegos realmente creían o no literalmente sus mitos; quizás la mayoría de los griegos entendía perfectamente que lo de Eros es una mera metáfora.
Ha habido hegelianos que han empleado expresiones parecidas a las de su maestro. Marx decía que, en 1848, un “fantasma recorría Europa”. Pero, era muy obvio que Marx empleaba un lenguaje metafórico, y no generó ninguna confusión con esas palabras. Francis Fukuyama postuló que en 1989, la “historia había llegado a su fin”. Fukuyama no fue tan ecuánime como Marx en advertir que él estaba empleando una metáfora (y en ese sentido, hizo que su tesis fuese malinterpretada por muchos), pero de nuevo, al final sí dejó claro que él no opinaba realmente que el mundo se acabaría.
            Yo, en cambio, no tengo nada claro si Hegel creía que sus pronunciamientos sobre el fulano espíritu y la historia eran metáforas, o si realmente creía que ese espíritu existía. En cualquiera de los casos, es lamentable. Si sus descripciones sobre el espíritu y la historia son meras metáforas, es culpable de no haber sido lo suficientemente claro en advertir que escribía en lenguaje metafórico. El buen filósofo es el que busca hacerse entender, y no está bien jugar a la ambigüedad. Eso puede hacerlo el poeta y el artista, pero no el filósofo.
Yo me inclino más por la idea de de que Hegel no postulaba estas cosas como meras metáforas. Si Hegel no pretendía que sus descripciones sobre la historia fueran metafóricas, pues peor aún. Pues, en ese caso, Hegel habría estado creyendo cosas sin ningún fundamento. Hay evidencia de que en la historia de la humanidad ha habido mejoras. Pero, no hay absolutamente nada que permita pensar que, tras ese proceso de mejoras, yace un ser espiritual que cada vez más se hace consciente. Hay evidencia de que Napoleón nació en Córcega y que se hizo emperador; pero no hay ninguna evidencia de que, en Jena, “el espíritu iba montado a caballo”. Vale la pena preguntar a Hegel, como habría hecho Popper: ¿cuál es el contraejemplo de esa hipótesis? ¿Qué habría tenido que ocurrir para que Hegel postulara que, en Jena, el espíritu no iba montado a caballo?

Extrañamente, en la filosofía de Hegel, ese supuesto espíritu ni siquiera sabe quién es él mismo. Pues, según Hegel, la historia es un proceso en el cual el espíritu adquiere auto-consciencia. De nuevo, hay algo medianamente razonable en esto, pero está envuelto en muchas tonterías. Sí, los debates y las confrontaciones suelen traer cosas buenas (aunque, no siempre, pues las confrontaciones militares generalmente empeoran la condición de la humanidad, algo que Hegel no parecía admitir, pues él elogió mucho a la guerra). Pero, esa observación no debe conducirnos a la idea de que, en la historia, hay un fantasma que ni siquiera sabe quién es él mismo (pero que misteriosamente se vuelve muy listo), y que esas confrontaciones misteriosamente harán que ese fantasma repentinamente sí se conozca a sí mismo.
Al final, creo que lo más intelectualmente sano es aplicar a la filosofía de Hegel la célebre navaja de Occam: las entidades no deben multiplicarse más allá de lo necesario. Si con la meteorología tenemos suficiente para explicar por qué llueve y hay truenos, no hay necesidad de postular que Zeus está detrás de todo eso. Al observar los patrones de la historia de la humanidad, podemos afirmar que hoy vivimos mejor que antes, y podemos ser bastante optimistas respecto al futuro (aunque, vale advertir, no plenamente optimistas, pues hay muchas variables que no controlamos; si un meteorito choca contra la Tierra y nos extinguimos, ¿seguiría diciendo Hegel que la historia es un proceso en el cual el espíritu se va haciendo a sí mismo?). Pero, así como no hay necesidad de decir que tras el rayo está Zeus, tampoco hay necesidad de postular que, tras el proceso de mejora de la humanidad, hay un ente espiritual que adquiere consciencia de sí mismo.   

sábado, 26 de marzo de 2016

Hegel, el gran oscurantista

            En mi libro El posmodernismo ¡vaya timo!, fui muy crítico con varios autores alemanes. Pues, postulé la opinión de que, si bien los franceses ganaron la guerra en el campo de batalla, la perdieron en los salones de clase. Tras la Segunda Guerra Mundial, Francia renunció a su tradición ilustrada y racionalista, y se dejó seducir por el romanticismo y la contrailustración alemanas, y esto, eventualmente condujo al posmodernismo. En mi libro, critiqué a Herder, Heidegger, Adorno y Horkheimer, y otros autores alemanes que, a mi juicio, son responsables de haber sido pioneros en una indebida reacción en contra de la ilustración y la modernidad.

            Mario Bunge, el gran filósofo que escribió el prólogo a El posmodernismo ¡vaya timo! siempre ha tenido mucho desdén por Hegel, precisamente por los mismos motivos que él y yo tenemos desdén por Heidegger: es un autor tremendamente oscurantista. Pero, yo no me atreví a criticar explícitamente a Hegel en mi libro. Ahora, me lamento de no haberlo hecho, pues realmente, aún si no se le suele considerar un posmoderno, Hegel incurrió en muchos de los vicios que yo reprocho a los posmodernos.
            A diferencia de los románticos alemanes que explícitamente resistieron la ilustración y la razón moderna, Hegel quiso presentarse a sí mismo como un defensor de la razón. Pero, francamente, sus escritos están muy lejos de exhibir dotes racionales. Su obra es notoriamente incomprensible en su mayor parte. Una persona racional busca hacerse entender, y en ese sentido, defiende la claridad en el lenguaje. Hegel, en cambio, escribió en frases rimbombantes (Napoleón es el “espíritu del mundo montado a caballo”, “el devenir es la síntesis del ser con el no ser") que ha dejado a más de un lector rascándose la cabeza. Autores como Derrida, Lyotard o Deleuze (a quienes no se les entiende casi nada), tienen un precedente oscurantista en Hegel.
            En algunas partes de su obra en las cuales, aparentemente sí se da a entender, Hegel dice cosas tan absurdas, que muchas veces me he preguntado si Hegel más bien tenía un extraño sentido del humor. El sentido común no es siempre de fiar en asuntos filosóficos. Pero, cuando un autor sistemáticamente dice cosas que son totalmente ajenas a lo que una persona común postularía, cabe sospechar que algo está mal con él.
Consideremos, por ejemplo, su famosa idea sobre la relación entre amos y esclavos. Dice Hegel que, en la historia de la humanidad, el espíritu siempre ha buscado la autoconciencia, y eso conduce a una lucha por el reconocimiento. Esta descripción es de por sí sospechosa (¿espíritu?, ¿estará hablando Hegel sobre Gasparín?), pero en fin, por el momento admitamos que, efectivamente, la búsqueda del reconocimiento tiene mucho peso en la psicología humana. Todos tenemos alguna dosis de narcicismo, todos queremos que los demás digan que somos geniales.
En esta lucha por el reconocimiento, sigue Hegel, se da una confrontación que casi desemboca en la muerte. Pero, esta confrontación no puede terminar en la muerte, pues si uno de los partidos en confrontación muere, no podrá reconocer el triunfo del otro, y así, el vencedor se quedará sin nadie que lo reconozca. De nuevo, lo que Hegel dice es plausible, pero no es lo suficientemente claro. ¿En qué circunstancias ocurren estas confrontaciones? ¿Cuáles son algunos ejemplos históricos concretos? En fin, Hegel es más dado a la palabrería que a los datos concretos, pero una vez más, dejemos pasar esto y asumamos que, en efecto, cuando hay confrontaciones por el reconocimiento, a veces no se llega a la muerte, aunque, por supuesto, muchas otras veces, sí hay víctimas fatales.
Hegel se pregunta: en esta confrontación, ¿quién es el ganador y quién es el perdedor? Y, es en estas respuestas donde Hegel ya empieza a decir cosas muy extrañas. Según Hegel, quien prefiere la vida y teme a la muerte, se convierte en esclavo. Y, quien prefiere la libertad y no le importa morir en la lucha por el reconocimiento, se convierte en el amo. Así, en esa lucha por el reconocimiento, el perdedor es un cobarde, y paga su cobardía perdiendo su libertad y convirtiéndose en esclavo.
En otras palabras, ¡Hegel culpa al esclavo por su propia esclavitud! Kunta Kinte estaba tranquilamente en su aldea africana, cuando de repente, llegó un negrero europeo. Kunta Kinte quedó un poco confundido por la llegada de este nuevo visitante, y en un dos por tres, ya tenía los grilletes encima, destinado a ser esclavo en una plantación de algodón en Nueva Inglaterra. Obviamente, para alguien con sentido común, Kunta Kinte es una víctima. Pero, Hegel no lo vería así. Kunta Kinte se buscó su propio destino, al preferir la vida por encima de la libertad en la lucha por el reconocimiento.
Las cosas raras que Hegel dice sobre la relación entre amos y esclavos no terminan ahí. Son de sobra conocidos los suplicios de la esclavitud. Y, cualquier persona con sentido común postularía que, en una relación de esclavitud, obviamente el amo tiene la ventaja. Pero, de nuevo, Hegel tiene una cruzada contra el sentido común. Pues, el filósofo postula que, en esta dialéctica entre amo y esclavo, quien realmente tiene una ventaja es el propio esclavo. Según Hegel, en tanto el amo depende de la labor del esclavo, deja de ser libre. En cambio, el esclavo, a través de su trabajo, se realiza él mismo en su conciencia (nuevamente, vale preguntarse qué es exactamente “realizarse en su conciencia”, pero en fin, dejémoslo pasar), y supera el sentido de dependencia que ahora el amo sí tiene.
Esta idea de Hegel me recuerda un poco al cinismo de los nazis cuando, en Auschwitz, colocaron una infame consigna como cartel de bienvenida a los prisioneros: “El trabajo os hace libres”. Hegel no se conforma con decirle al esclavo que él merece su condición por ser un cobarde, sino que además, su trabajo para el amo es una manera de encontrar su propia conciencia. En otras palabras, Hegel termina por decir que la esclavitud es buena para el propio esclavo.
No quise atacar a Hegel en El posmodernismo ¡vaya timo!, en parte porque, en la universidad me enseñaron su supuesta relevancia. Pero, ahora pienso que Mario Bunge tiene razón: basta que alguien (sobre todo si escribe en alemán) escriba cosas aberrantes o frívolas en un lenguaje rimbombante, para que alguna gente quede hechizada con sus palabras grandilocuentes. Lamentablemente, el propio Marx (un autor con el cual no simpatizo, pero a quien sí reconozco su relevancia y grandeza) aparentemente fue víctima de este hechizo.

Alguna otra gente se dio cuenta de que lo que Hegel enseñaba eran cosas muy extrañas, y trataron de hacérselo ver. ¿Cómo? De la misma manera en que yo estoy tratando de confrontar a Hegel: aplicando una dosis de sentido común, y señalando hechos que no concuerdan con las teorías de Hegel. Ante esos críticos que le señalaban hechos contrarios a su teoría, Hegel supuestamente respondió con esta frase infame: “Si los hechos contradicen a mi teoría, tanto peor para los hechos” (según alguna crónica no del todo confiable, Hegel decía que había siete planetas, debido a la relevancia metafísica del número siete, y cuando le mostraron la evidencia astronómica de que había más de siete, mandó al carajo la evidencia).
Según parece, esta frase en realidad es apócrifa. Pero, sí refleja bastante bien su actitud filosófica general. Una frase que sí está muy bien documentada, en cambio, es aquella que pronunció en su lecho de muerte: “Sólo un hombre me ha entendido… Y ése no me entendió”. Nunca mejor dicho. Quizás ésta sí sea una de las frases más sensatas de Hegel.