Ayer fue
29 de febrero. Como se sabe, sólo se encuentra esa fecha los años bisiestos.
Suele creerse erróneamente que los años bisiestos ocurren cada cuatro años.
Hasta el siglo XVI, fue así con el calendario juliano. Pero, esto llevó a un
problema. Si un año durase 365.25 días, no habría problema. Pero, en realidad,
un año tarda 365.2425 días. Si se incorpora el bisiesto cada cuatro años, eso
hace que, eventualmente, el calendario no coincida con las temporadas. En el
siglo XVI, había ya un desajuste de once días.
Esto
generaba un problema a la Iglesia Católica, pues no se lograba precisar la
fecha de celebración de la Pascua en concordancia con el equinoccio de
primavera los 21 de marzo, como habitualmente se hacía. En 1582, el Papa
Gregorio XIII buscó resolver el problema. Encomendó a los astrónomos hacer los
ajustes necesarios, y éstos decidieron que, a partir de ese momento, no serían
años bisiestos aquellos divisibles por cien (1700, 1800, 1900, etc.), pero sí podrían
ser bisiestos aquellos divisibles por cuatrocientos (2000, 2400, etc.). Y, para
corregir el desfase de los once días acumulados, se decretó que el día siguiente
al 2 de septiembre sería el 14 de septiembre en 1582.
Es fácil
subestimar la importancia de esta decisión, pero no debemos hacerlo. Una civilización
que no calcule el tiempo de forma precisa y correcta, tiene altas
probabilidades de fracasar. El calendario gregoriano no es perfecto (tiene aún
un desajuste de 26 segundos por año, y esto ha estimulado algunos otras
propuestas de reforma), pero fue una mejora significativa. Esto va más allá de
lo astronómico. No se trataba solamente de calcular mejor el tiempo; se trataba
de dar un paso hacia la precisión en el cálculo, de estimular una actitud
moderna analítica que no se conforma con soluciones imperfectas. Esta actitud
pronto trascendió la mera reforma del calendario.
Lo
extraño es que, la misma institución que promovió una reforma tan importante, apenas
unas décadas después, usó la fuerza para mandar a callar a un tipo que decía
que la Tierra gira alrededor del sol. El asunto de Galileo ha de ser uno de los
más vergonzosos para la Iglesia Católica. Pero, al César lo que es del César:
así como la Iglesia cometió una barbaridad en la astronomía en el asunto de
Galileo, hizo algo muy importante en la astronomía, al reajustar el calendario.
Quizás
la Iglesia sí fue flexible con la reforma del calendario, pero mandó a callar a
Galileo, porque en ambos casos mediaba un interés religioso. La Iglesia estaba
muy interesada en calcular acordemente la Pascua, y eso motivó la reforma del
calendario; la Iglesia estaba muy interesada en mantener la literalidad de la
Biblia y el antropocentrismo, y eso motivó que rechazara el modelo
heliocéntrico de Galileo. La religión, me temo, para bien o para mal, sí
interfiere con la ciencia.
Y, de
todo esto, deberíamos aprender una lección: las verdades científicas deben
aceptarse, sin importar de dónde vienen, y a cuáles de nuestras creencias
perjudican. Cuando Gregorio XIII promovió el nuevo calendario, los países
protestantes de Europa se rehusaron a aceptarlo, y tercamente mantuvieron el
viejo calendario hasta bien entrado el siglo XVIII, por el mero hecho de que
ese calendario venía del Papado (aquella institución que Lutero identificó con
el Anticristo). Hoy, tercamente la Iglesia Ortodoxa, por los mismos motivos (el
rechazo al Papa), sigue empleando el calendario juliano. El mundo islámico
sigue empleando el calendario lunar (muchísimo menos preciso que el solar);
cuando un reformador como Ataturk promovió el uso del calendario gregoriano,
muchos tradicionalistas lo consideraron aún otra blasfemia del gran
secularizador turco.
Cometemos
un error similar en América Latina. A pesar de que algún indigenista lo ha
propuesto, en realidad nadie se ha tomado en serio la idea de volver a los
calendarios azteca o maya (los cuales, dicho sea de paso, son bastante
exactos). Pero, así como los protestantes rechazaron el calendario gregoriano
por el mero hecho de que venía del Papa, en América Latina muchos líderes
nacionalistas quieren rechazar muchas cosas de Europa, Norteamérica y Occidente
en general, por el mero hecho de que no vienen de “nuestra América” (como la
llamó José Martí, uno de esos nacionalistas obsesionados con crear una
identidad propia). La ciencia, venga de donde venga, siempre será buena, y ha
de ser bienvenida. Pero, los nacionalistas latinoamericanos, empeñados en
construir una identidad aparte, denuncian como “eurocéntricos” y “burgueses” a Galileo,
Newton, Darwin, y tantos otros, y pretenden desarrollar una ciencia “nuestra” y
“proletaria”.
Estupideces. El año
no deja de tener 365.2425 días por el mero hecho de que al patriarca de
Constantinopla no le agrade el Papa. La tierra no deja de girar alrededor del
sol por el mero hecho de que el cardenal Bellarmine creyera que el sol se
detuvo en una batalla narrada en la Biblia. Pues bien, lo que la ciencia nos
informa no deja de ser verdadero y relevante, por el mero hecho de que quienes
lo dicen, proceden de Europa y Norteamérica. Aprendamos a valorar lo bueno y
repudiar lo malo, independientemente de donde vengan.
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