A mi
juicio, una de las críticas más efectivas en contra de la religión es la que en
el siglo XIX hizo el filósofo Ludwig Feuerbach: la religión aliena al hombre en
la medida en que lo empequeñece ante Dios. La divinidad es la proyección de lo
que el hombre quiere ser. Pero, precisamente, cuanto más engrandece a Dios, el
hombre más se empequeñece a sí mismo.
Casi
todas las religiones castigan duramente aquello que los griegos llamaron hubris: la arrogancia humana de
pretender ser Dios. Hoy, esa misma censura religiosa impide muchos avances
tecnológicos (sobre todo en el ámbito de la bioteconología), pues se asume que
esos avances son una forma de “jugar a ser Dios”. Las religiones enseñan la
distancia entre Dios y el hombre, y según se nos dice, siempre debemos saber
reconocer nuestra pequeñez.
Pero,
afortunadamente, hay religiones que resisten esta concepción alienante. Una de
ellas es el mormonismo. Para los ateos y agnósticos, es fácil invocar al
mormonismo como una clarísima ilustración de todos los vicios de la religión:
un cínico que captó a seguidores terriblemente ingenuos, los convenció de
tonterías monumentales, y al final, se valió de la manipulación para satisfacer
su lujuria.
No
disputo nada de esto. Pero, el mormonismo introdujo una doctrina que sirve
parcialmente para escapar la alienación religiosa: la deificación. El
mormonismo, en estricto sentido, no es
una religión monoteísta (y esto suele ser aceptado por los propios mormones),
pues estipula que es posible para el hombre convertirse en un dios. En tanto
muchos ya lo han logrado, el mormonismo acepta la existencia de múltiples
dioses. Por ende, es más acorde describir al mormonismo como una religión
politeísta.
Si bien en la
teología mormona esta transformación está reservada para la ultratumba, el
mormonismo también estimula esa transformación en vida. Así, los mormones no
suelen tener tanta oposición a aquello que el resto de las religiones llama hubris. De hecho, de todas las
religiones que existen, el mormonismo es la que más colabora con el
transhumanismo (el proyecto de trascender las limitaciones humanas a través de
la tecnología).
Feuerbach, pienso
yo, estaría complacido con el mormonismo. Pues, los mormones no empequeñecen al
hombre del mismo modo en que lo hacen las religiones abrahámicas tradicionales.
En el mormonismo, Dios no es ese ser majestuoso y trascendente que nos
apabulla. Dios, en realidad, era originalmente un hombre que consiguió estatus
divino. Y, así como Él lo hizo, el resto de la humanidad puede también hacerlo.
Si bien en el ámbito organizacional la Iglesia de los Jesucristo de los Santos
de los Últimos Días no es ninguna democracia (de hecho, es bastante
autoritaria), teológicamente, el mormonismo sí es bastante más democrático: no
presenta la imagen monárquica que habitualmente defienden los teólogos (en la
cual el hombre-vasallo está siempre por debajo del Dios-rey), sino más bien un
modelo en el cual, cualquier ciudadano común, puede llegar a ser un dios.
Todo esto resulta
muy blasfemo a los cristianos tradicionales. Pero, no debería serlo. Pues,
según parece, el propio cristianismo enseñó cosas muy parecidas desde sus
inicios. Cualquier clase de catequesis enseña que la serpiente indujo a Eva a
comer del fruto, diciéndole, “seréis como dioses”. El pecado de Adán y Eva,
pues, fue pretender ser dioses.
Pero, extrañamente,
en la propia Biblia se enuncia: “… para que por ella lleguéis a ser
participantes de la naturaleza divina” (I Pedro 1:4). Pareciera, entonces, que
lo que Adén y Eva hicieron no fue tan pecaminoso. Y, varios de los padres de la
Iglesia reafirmaron la idea de que podemos impregnarnos de la naturaleza
divina. Atanasio, por ejemplo, decía que Dios se hizo hombre, para que nosotros
seamos dioses.
Esta idea nunca fue
muy popular en el catolicismo. Pero, sí fue abrazada por la Iglesia Ortodoxa. No
obstante, los griegos, siempre más dados a la teología que los latinos, trataron
de explicar que, en realidad, nos impregnaríamos de naturaleza divina, pero no
seríamos propiamente dioses. Y, típico de la teología, acudieron a malabares
interpretativos con palabritas que, a decir verdad, no resuelven gran cosa. Por
ejemplo, distinguieron entre teosis y
apoteosis: supuestamente, en la teosis, nos unimos a Dios; mientras que
en la apoteosis, nos convertimos en Dios (la apoteosis, pues, es herejía).
Yo francamente no
entiendo cómo podemos impregnarnos por completo de la naturaleza de un ente,
sin llegar a ser idéntico a ese ente. Las palabras de Atanasio son muy claras,
y habría que ser muy sofístico como para interpretar que, en realidad, no quiso
decir que nos convertiríamos en dioses. Éste es otro de esos ejemplos, que
tanto abundan en la teología cristiana, de querer disimular doctrinas acudiendo
a distinciones lingüísticas bizantinas (de hecho, el adjetivo “bizantino”
procede precisamente de la mala fama de estas discusiones teológicas en
Bizancio).
Al menos en este
aspecto, me parece, los mormones son mucho más sensatos. Y, al proclamar una
teología que sí permite a los hombres convertirse en dioses, opino que el
mormonismo es una religión menos alienante (sólo en esto; en otros aspectos,
por supuesto, es tremendamente alienante), y más propicia para una mayor
autoestima de la humanidad.
Por otra parte,
tanto en el cristianismo griego como en el latino, así como en el Islam,
siempre ha habido una tradición que ha hecho caso omiso a los malabares
interpretativos sobre la teosis, y ha
propiciado la aparición de personajes que, llegan a sentir tal unión con lo
divino, al punto de afirmar ellos mismos que son Dios. Se trata, por supuesto,
de los místicos. No suelo tener mucha simpatía por estos personajes que buscan
un origen sobrenatural a experiencias psicológicas que la neurociencia explica
bastante bien. Pero, al menos, valoro en los místicos ese enaltecimiento de su
propia identidad, y ese rechazo a considerarse una piltrafa ante la
majestuosidad divina.
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