Solemos
creer que los disturbios ocasionados por los hooligans es un mal típicamente moderno, pero tenemos noticias de
que estas cosas ya ocurrían en la antigüedad. Uno de los disturbios deportivos más
infames fue el de Constantinopla en el año 532. La ciudad organizaba competencias
de carreras de carros de caballos, y había cuatro equipos: los azules, los
rojos, los verdes y los blancos. Cada uno de estos equipos tenía pandillas que
los apoyaban en las gradas del hipódromo. La hostilidad entre las bandas fue
creciendo (especialmente los azules contra los verdes), y en enero de 532,
estalló la violencia en la ciudad.
Los
destrozos de la ciudad fueron enormes. Fue tanta la violencia, que el emperador
Justiniano (quien apoyaba a los verdes), estuvo a punto de salir huyendo. Sólo
gracias a la exhortación de su esposa, Teodora (la célebre prostituta devenida
en emperatriz), Justiniano se quedó en la ciudad y logró restablecer el orden.
En los
albores de nuestra especie, nuestros ancestros vivían en bandas de no más de
150 individuos en la sabana africana. En un ambiente tan hostil frente a
amenazas externas, la selección natural debió favorecer la tendencia
psicológica a mostrar lealtad al grupo, pero a la vez, hostilidad hacia los
foráneos. El tribalismo seguramente va en nuestros genes.
Es
sabido que, como muchas otras especies, los humanos tenemos mecanismos de
reconocimiento de parientes, para discriminar mejor a los foráneos, y así, ejercer
el nepotismo de forma más eficiente. Algunos teóricos han propuesto que esta
capacidad de reconocimiento se extiende más allá del inmediato entorno
familiar, y tiene incluso alcance racial. Según estos teóricos, eso hace que
tengamos una tendencia innata a preferir a aquellos individuos que compartan
con nosotros rasgos físicos identificables (los típicos rasgos raciales).
Esta
teoría se sigue discutiendo hoy. Pero, lo cierto es que, aun si no fuera cierta,
es un hecho indiscutible que nuestra naturaleza tribal está firmemente
arraigada, y no es necesaria la existencia de diferenciaciones raciales entre
colectivos, para activarla. Las diferencias en lengua, tradiciones, etc.,
pueden ser suficientes para generar odios. Pero, ni siquiera eso es necesario.
Basta que uno sea del Real Madrid, y el otro del Atlético de Madrid, para que
eso active confrontaciones violentas.
Esto se
ha confirmado muchas veces en varios experimentos de psicología social (el más
célebre de ellos realizado por la psicóloga Rebecca Bigler). A un grupo de niños
se le asignan camisas con colores arbitrarios: unos rojo, otros azul. Se les
exige agruparse en torno a esas camisas. Al cabo de poco tiempo, empieza la
lealtad entre niños con el mismo color de camisa, pero también la hostilidad
entre niños con camisa de color distinto.
Todo
esto es mala noticia para las aspiraciones de madurez política en la humanidad:
el sectarismo es un fenómeno mucho menos ideológico de lo que creemos. En los
disturbios de Constantinopla, hubo un barniz de disputa teológica (algunos hooligans opinaban que Cristo tenía una
sola naturaleza, otros creían que tenía dos), pero, ¿realmente estamos
dispuestos a creer que una discusión teológica como ésa puede generar
vandalismo? Parece mucho más probable que la teología fue apenas la excusa para
sacar a relucir los odios que eran más bien activados por los colores.
En la confrontación
entre republicanos y demócratas en EE.UU., me temo que en la preferencia por
uno u otro partido, el gusto por el burro o el elefante puede ser tan relevante
como la discusión sobre la sanidad pública o la reforma migratoria. En Venezuela,
los rojos se enfrentan a los azules, no tanto porque el comunismo sea mejor o
peor que el capitalismo, sino sencillamente, porque uno lleva una bandera con
un color, y el otro lleva una bandera de otro color. Muchos comentaristas
observan, con bastante razón, que en realidad no hay una gran distinción
ideológica entre el chavismo y la oposición. La diferencia está más que todo en
los símbolos que conforman identidades políticas.
La madurez política en nuestro país debe
empezar por saber reconocer esta deficiencia en nuestro electorado, y cultivar
una ciudadanía que haga crecer en el votante la conciencia de que el candidato
preferible es aquel que defienda la postura política más racional, y no
sencillamente aquel que pertenece a tal o cual grupo, y se viste con este o
aquel color.
Excelente post!!!!
ResponderEliminarMuy pertinente con lo que ha pasado en venezuela
Gracias. Yo sigo prefiriendo a los azules
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