Edmund
Burke no es un filósofo cuyas ideas me resulten simpáticas, pero las
circunstancias por las cuales atraviesa Venezuela, me hacen reconsiderar su
valor. Burke, de origen irlandés y católico, hizo carrera política en el
Parlamento inglés a finales del siglo XVIII. Desde su curul, defendió posturas
que hoy serían consideradas progresistas. Frente a la opresión
anglo-protestante en Irlanda, Burke defendió las libertades de los católicos en
ese país.
Burke también
simpatizó con los revolucionarios norteamericanos que se rebelaban contra la
injusticia de las agresivas políticas fiscales británicas (¡así de grande es
Gran Bretaña!: en ese país, no es etiquetado como “traidor a la patria” un
diputado que simpatiza con rebeldes secesionistas). Burke defendió siempre la
revolución inglesa de 1688 (la misma que Locke elogió) que fortaleció el
Parlamento y sentó las bases políticas del liberalismo.
Asimismo, Burke fue
crítico del imperialismo británico en la India (no propiamente del proyecto
colonialista británico, pero sí de su corrupción). A partir de eso, promovió
investigaciones sobre fraudes en la administración colonial. Y, a lo largo de
su carrera, Burke defendió los límites constitucionales de la monarquía
británica.
Pero, en 1790 las
cosas cambiaron. Burke sorprendió a muchos cuando, ante el estallido de la
revolución francesa, la sometió a crítica duramente en su obra más conocida, Reflexiones sobre la revolución francesa. Gracias
a esta obra, hoy Burke es considerado un padre del conservadurismo moderno. En
ese libro, Burke defiende la idea de que no es posible organizar óptimamente la
sociedad sobre la base de principios abstractos, y con reformas aceleradas.
Según Burke, hay sabiduría en los prejuicios: si las cosas siempre se han hecho
de una determinada manera, ha de ser porque cumplen su función debidamente.
Cambiar el orden natural de las cosas puede ser catastrófico. Las tradiciones
son baluartes del orden, la paz y la prosperidad, y pretender reemplazarlas basándose
en principios abstractos, desemboca en caos y anarquía.
Las advertencias de
Burke fueron proféticas. En 1790, la revolución francesa aún era embrionaria, y
no había cometido los abusos que, ya con los jacobinos, se hicieron más
notorios. Pero, cuando llegó Robespierre y su pandilla, muchos se empezaron a
dar cuenta de que Burke no estaba tan equivocado. Uno de los grandes temores de
Burke se materializó: de Francia se apoderó la “oclocracia”, el gobierno de las
muchedumbres.
Ante los abusos
revolucionarios, no tardaron en surgir comentaristas que defendieron a ultranza
un regreso al absolutismo del trono y el altar. De esta estirpe surgieron
reaccionarios nefastos como Joseph de Maistre y Juan Donoso Cortés.
Desafortunadamente, Burke es a veces aglutinado junto a esos mastodontes
defensores de la Inquisición, el papismo y el absolutismo. Esto es muy injusto.
Pues, como he mencionado, Burke defendió algunas revoluciones (como la norteamericana),
siempre elogió los límites constitucionales a las monarquías, e incluso,
admitió la necesidad de reformas sociales.
No puedo simpatizar
con alguien que defienda las monarquías, estime a la religión como único
garante de la moral, y considere que en los prejuicios hay sabiduría. Pero,
tras haber vivido 17 años de una autoproclamada “revolución bolivariana” en
Venezuela, creo que algunas de las ideas de Burke son muy oportunas. La gran
denuncia que Burke hacía a la revolución francesa, es también aplicable a la
revolución bolivariana: dar poder desenfrenado a las masas, prescindiendo del
principio de representación, es muy peligroso. Y, se vuelve más peligroso aún,
si esto se pretende legitimar con principios abstractos aparentemente muy
atractivos (por ejemplo, “el hombre nuevo”) pero que en realidad, no resuelven
nada.
Chávez sembró en
los venezolanos las ideas de “poder comunal”, “democracia participativa”, y “gobierno
de calle”. Todo esto suena muy bonito, hasta que se logra ver lo que realmente
produce: hordas de motorizados que, en nombre del “pueblo”, hacen destrozos por
las ciudades, y hostigan a todo aquel que consideren su adversario. Afortunadamente
en Venezuela no hemos vivido las tristes escenas de “tribunales populares” que
fueron tan comunes en la revolución francesa, pero ciertamente estos episodios
lamentables se inspiraron en principios similares a los que defendía Chávez y
sus secuaces.
La IV República fue
corrupta, no cabe duda, como también lo fue el Ancien regime francés. A diferencia del ultraconservador Maistre,
Burke siempre admitió la necesidad de reforma. Pero, Burke advirtió sobre la
necesidad de que las reformas, para ser efectivas y evitar el caos
generalizado, deben ser graduales. Si algo lleva mucho tiempo enraizado,
difícilmente podrá erradicarse repentinamente. Intentar hacerlo así puede
resultar catastrófico. La revolución bolivariana desatendió el consejo de
Burke: ciertamente Venezuela estaba en necesidad de muchas reformas, pero
Chávez llegó a lo bestia a querer cambiar todo radical y repentinamente, desde
los nombres de las ciudades y las montañas, hasta los hábitos de consumo de los
venezolanos. Nuevamente, el tiempo dio la razón a Burke: la revolución
bolivariana es hoy un fracaso, aunque lo mismo que la revolución francesa, ha
servido para adquirir consciencia sobre los vicios del pasado.
Hoy, el chavismo se
hunde en su propio fracaso: el 6 de diciembre de 2015, el pueblo acudió a las
urnas y expresó un rechazo contundente. Pero, ahora, es el partido triunfante,
quien debe tener presente los consejos de Burke. Por 17 años, el chavismo fue
creando una monstruosidad. Ese monstruo se convirtió en una propia tradición,
un prejuicio para los venezolanos. Esto no se puede cambiar de la noche a la
mañana. Así como Burke criticó a los revolucionarios por sus ansias apresuradas
de cambiar las cosas, un burkeano debería criticar a los contrarrevolucionarios
que también tienen ansias apresuradas por desmontar todo lo que los
revolucionarios montaron.
Burke no llegó a
ver la restauración conservadora que cubrió a casi toda Europa tras el congreso
de Viena y el colapso de Napoleón. Esta restauración no fue del todo exitosa
(pues, eventualmente, suscitó nuevas olas revolucionarias en 1848), pero al
menos, los restauradores intentaron hacer cambios graduales, y comprendieron
que algunas cosas que montó la revolución francesa, no podían desmontarse ya.
La oposición
venezolana debería aprender del pasado. Sus líderes deberían evitar ir con
demasiada prisa. Obtuvieron 2/3 del poder legislativo, y pueden hacer mucho con
ese poder. Pero, ojalá comprendan, como siempre advirtió Burke, que las
reformas políticas, para ser efectivas, deben ser graduales. En el 2002,
Carmona Estanga, fanatizado como los reaccionarios del siglo XIX, quiso
desmontar en dos días, lo que los revolucionarios habían montado en cuatro
años. Ya sabemos cómo acabó aquella bufonada. Esperemos que los nuevos
contrarrevolucionarios venezolanos se tomen en serio a Burke, y hayan aprendido
la lección.
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