Hace
algunas semanas el Papa Francisco estuvo de visita en Cuba. Se reunió con Raúl
Castro, pero no aceptó una entrevista con miembros de la disidencia. No hizo
mención de los presos políticos, ni de los crímenes que la dictadura sigue
cometiendo. Y, para colmo, en un discurso de claro coqueteo con el comunismo
cubano, dijo que debemos amar a la pobreza como si fuera nuestra madre. Si la pobreza es mi madre, ¡ya quisiera yo ser Orestes!
Los
aduladores católicos de siempre, han saltado a tratar de excusar a Francisco,
alegando que la diplomacia requiere movidas finas, que más logró el Papa conciliando
que confrontando a Raúl Castro, etc. Quizás. Juan Pablo II no tuvo reparos en
llamar a los crímenes comunistas por su nombre, pero en fin, está abierto al
debate si la actuación de Francisco fue prudente o no.
Ahora
bien, esta ocasión debería servir también para considerar la gestión de un Papa
que, a diferencia de Francisco, se enfrentó a un dictador que cometió crímenes
abismalmente más monstruosos que los de los hermanos Castro, pero que con todo,
calló. Se trata de Pío XII.
Desde la
Segunda Guerra Mundial, ha corrido la acusación de que Pío XII fue cómplice de
los crímenes nazi. La Iglesia nunca confrontó directamente esta acusación, y más
bien trató de disimularla, promoviendo el proceso de canonización del
pontífice. Pero, en un intento por despejar dudas, invitó a un periodista
católico, John Cornwell, a revisar la documentación, con la esperanza de
limpiar el nombre Eugenio Pacelli (Pío XII). Cornwell había investigado la
muerte de Juan Pablo I, y había desmentido los rumores sobre un complot dentro
del mismo Vaticano para matar al pontífice. Se esperaba que Cornwell, un
católico de buena fe, también desmintiera las simpatías nazi de Pío XII. El
tiro salió por la culata. Al tener acceso a los archivos, Cornwell formuló la
hipótesis de que Pío XII era, como lo expone en el título de su libro, El Papa de Hitler.
Cornwell
menciona varias cosas que merecen ser destacadas. Antes de ser electo Papa en
1939, Pacelli fue el encargado de negociar con la Alemania nazi la firma del
concordato. Bajo los términos de este concordato, Alemania garantizaba la
educación católica en las escuelas públicas, pero a cambio, la Iglesia se
comprometía a mantenerse fuera de la política alemana, en vista de lo cual,
varios partidos políticos de base católica quedaban fuera de la contienda. A
juicio de Cornwell, esto allanaba el camino a Hitler.
Pero, tal
como lo presenta Cornwell, Pacelli no fue un simple burócrata que,
inadvertidamente, facilitó las cosas al Fuhrer. El propio Pacelli, parece,
compartía el antisemitismo de Hitler. En una carta que Cornwell saca a la luz
pública, Pacelli narra sus impresiones sobre un evento sucedido en 1919, cuando
unos bolcheviques intentaron tomar el poder en Bavaria. En sus descripciones,
Pacelli describe a los revolucionarios en términos tremendamente negativos y
continuamente hace énfasis en que son judíos, en obvia señal de desprecio.
La gran
obsesión de Pacelli fue siempre combatir el comunismo. Y, muchos sectores
conservadores de Europa (entre ellos, buena parte del clero) vieron en Hitler
(quien siempre fue católico, al menos nominalmente) la oportunidad para poner
freno a la gran amenaza roja atea. Aunado a eso, desde un inicio, en la mente
de estos conservadores, se había establecido un vínculo entre los judíos y los
bolcheviques. Y, por supuesto, la Iglesia Católica llevaba en sus espaldas casi
dos mil años de antisemitismo.
En ese
sentido, no sorprende mucho que Pío XII tuviera animadversión a los judíos.
Ahora bien, ¿fue el Papa de Hitler? ¿Hasta dónde llegó su complicidad? En el
retrato de Cornwell, Pío XII sí estuvo bastante embarrado, no con acciones,
pero sí con una tremenda omisión, y todo esto obedeció a sus antipatías
(conscientes o no) contra los judíos. A medida que la guerra progresaba, y se
iban conociendo mejor los detalles de las atrocidades nazis y la disposición de
Hitler a ejecutar la “solución final”, Pío XII se rehusaba a hacer condenas
públicas. Al final, cuando ya las atrocidades eran demasiadas, el Papa accedió
a hacer algunos reproches públicos, pero sin jamás mencionar explícitamente a
Alemania, a Hitler, o a los judíos.
Los
intentos de los sucesivos Papas (en especial Juan Pablo II) por canonizar a Pío
XII son asquerosos. A pesar de que la Iglesia habla de la necesidad de que haya
milagros, y se atraviesa un proceso de indagación con un “abogado del Diablo”,
lo cierto es que, sobre todo en épocas más recientes, la canonización es una
herramienta clarísimamente política de la cual se vale el Vaticano para salir
de aprietos.
Pero,
tampoco me parece justo llegar al extremo de Cornwell. Sí, el Papa tenía un
geniecillo antisemita en su carácter, y pecó por omisión. Seguramente, como a
veces postulan sus defensores, una condena explícita del Papa no iba a cambiar
las cosas, pues Hitler estaba decidido. Y, dejar de condenar crímenes en un
momento de gran incertidumbre, no es lo mismo que ser cómplice de estos
juicios. Pero, a mi juicio, tampoco esa condena iba a empeorar el asunto, y al
menos, con esa condena Pío XII habría dado más dignidad al sufrimiento judío.
En todo
caso, existe la lamentable tendencia de exagerar la culpabilidad de todo aquel
que, en algún momento, se haya entrevistado con Hitler. Ha ocurrido así con
Neville Chamberlain o con Amin El Husseini (el muftí de Jerusalén que, si bien
se entrevistó con Hitler y organizó tropas musulmanas bosnias en su apoyo, su
participación en crímenes fue muy limitada). Pío XII no fue un monstruo
excepcional; fue sencillamente un mortal que, inmerso en una cultura
antisemita, erró en no utilizar su autoridad para condenar crímenes atroces. La
historia no lo absolverá, pero tampoco lo acusará como “el Papa de Hitler”. Con
todo, Francisco debería aprender esta lección, de forma tal que cuando vuelva a
visitar una dictadura, no olvide a las víctimas del régimen.
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