Históricamente
el catolicismo ha tenido una relación muy compleja con las ordalías, o los
llamados “juicios de Dios”. La Edad Media, dominada por el clero, fue la época
dorada de las ordalías. Para resolver disputas o conseguir respuestas sobre la
culpabilidad de alguien, se acudían a métodos barbáricos: duelos, arrojar a
alguien a un río (dependiendo de si flotaba o no, era culpable), meter las manos
del acusado en el fuego (si no se quemaba, era inocente), etc.
Estas
costumbres fueron más propias de los pueblos paganos de Europa. La Iglesia
toleró estas prácticas, pero trató, hasta donde pudo, de desestimularlas.
Varios Papas eventualmente emitieron prohibiciones de las ordalías. Debemos en
parte a la Iglesia Católica, la superación de esta forma tan ingenua y brutal
de pensamiento.
Pero, en
el catolicismo contemporáneo, queda aún una gran ordalía, y ésta tiene que ver
con la infalibilidad papal. El dogma de la infalibilidad papal postula que,
cuando el Papa pronuncia una enseñanza ex
cathedra, es infalible. Eso no quiere decir que el Papa es infalible en
todos los aspectos de su vida. Esta doctrina no hace al Papa un ser divino.
Postula, solamente, que cuando el pontífice enseña una doctrina sobre fe o
moral, ex cathedra (desde su silla),
los católicos no tienen posibilidad de cuestionarla.
Desde
que ese dogma se promulgó en el I Concilio Vaticano en 1870, se ha apelado a la
infalibilidad (es decir, se ha hecho pronunciamientos ex cathedra) sólo una vez: en 1950, Pío XII promulgó el dogma de la
asunción de María. En ese sentido, debe admitirse que los Papas han sido muy
prudentes con ese recurso que tienen, y salvo ese caso que he mencionado, cuando
han promulgado doctrinas, no lo hacen ex
cathedra, y por ende, no se consideran enseñanzas infalibles.
Pero,
semejante poder sí deja la puerta abierta para que un Papa hipotético, ex cathedra, imponga doctrinas a su
antojo, y los católicos estén en la obligación de aceptarlas como infalibles. Si
a un Papa se le ocurre enseñar, ex
cathedra, que no hay tres, sino cuatro divinas personas; o que la pedofilia
no es pecado; o que el dios babilónico Dagón puede ser un intercesor ante Dios;
en rigor, no hay forma de detenerlo, y los católicos del mundo tendrían que
obedecer. Los cardenales podrán tratar de hacerle ver al Papa que esas
enseñanzas no tienen base en las escrituras o la tradición, o incluso, podrán
intentar boicotear al Papa, pero el pontífice no necesita de ellos para imponer
doctrina infalible ex cathedra (y, en
todo caso, ese hipotético Papa puede decir lo mismo que dijo Pío IX: “Yo soy la
tradición”. Los cardenales podrán
intentar declarar mentalmente enfermo al Papa, pero no hay procedimiento
canónico estipulado. El Papa, en tanto monarca absoluto, tiene el camino
allanado para enseñar lo que quiera.
Entonces,
¿son los católicos vulnerables a que un Papa inescrupuloso haga y deshaga a su
antojo? Los católicos creen que, en realidad, ellos no son tan vulnerables, e
invocan una protección en la cual confían: el Espíritu Santo. Los católicos
creen que el Espíritu Santo guía la decisión del cónclave (es por ello que los
sedevacantistas, quienes creen que Pío XII fue el último Papa legítimo, son
incoherentes, pues si ellos de verdad creyesen que el Espíritu Santo guía la
decisión del cónclave, no opinarían que actualmente la sede del Vaticano está
vacía). Según la creencia cristiana, si el Papa se dispone a enseñar alguna
herejía, el Espíritu Santo interviene e impide que así ocurra. Esa intervención
podría ser la muerte del propio pontífice.
Esto es,
básicamente, una ordalía. Opera algo acá similar al mecanismo mental que induce
a pensar que el sospechoso que ha metido las manos en el fuego, y sale ileso,
en realidad no es un ladrón. ¿Cómo saber si un Papa es hereje? Si está vivo y
sobrevive, aquello que él enseña ex
cathedra es infalible, por más herético o absurdo que parezca. Si muere, no
es necesariamente señal de que se disponía a promulgar falsedades. Pero, en
algunos sectores católicos, hay un gusto por especular que la muerte prematura
de un Papa puede ser señal del “veto divino”. Juan Pablo I, presumen estos
sectores, quizás se disponía a enseñar herejías, y puesto que no hay mecanismos
terrenales para ponerle freno, el Espíritu Santo intervino y puso fin prematuro
a su vida.
Así
pues, si bien la Iglesia Católica ha emprendido muchas reformas, y debemos al
catolicismo muchos aspectos de la civilización moderna, sigue habiendo en esa
religión un prominente componente de aquello que Piaget llamó la “mentalidad
preoperacional”, y se manifiesta en la aceptación de la gran ordalía. Lo mismo
que los niños, los católicos siguen creyendo en la justicia inmanente, de forma
tal que si un Papa se dispone a enseñar cosas falsas, muchos católicos esperarían
que un rayo parta al pontífice.
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