La
película The True Cost (El verdadero
costo), dirigida por Andrew Morgan, muestra con bastante crudeza y realismo los
tras bastidores del mundo de la moda. Se expone la forma en que los diseñadores
continuamente lanzan nuevas modas, dejando ya obsoletas a aquellas que tienen
poquísimo tiempo de existencia. Se muestra la forma en que la publicidad y el glamour manipulan a los consumidores.
Aparecen en la película las terribles condiciones de las fábricas del Tercer
Mundo, en las cuales se manufactura la ropa fashion.
Se documentan los daños ecológicos que la industria de la moda genera en los
países que albergan estas fábricas.
Si bien
es admirable la forma en que la película dirige atención a estos graves
problemas, no es tan admirable por la forma tan romanticona en que los presenta,
así como por su ausencia de propuesta de soluciones verdaderamente prácticas.
En la
película, hay hechos indiscutibles. La publicidad manipula y estimula un
materialismo que, psicológicamente, puede ser perjudicial (como padre de una
niña de cuatro años, veo ya con preocupación que mi hija esté expuesta a videos
de Youtube, en los cuales las adolescentes se jactan de las ropas que han
comprado). Y, por supuesto, es indiscutible las terribles condiciones de
trabajo en las que se manufacturan estos productos: la película dedica bastante
atención al colapso de una fábrica en Bangladesh en 2013, así como el
sufrimiento humano de trabajadores en Haití, Camboya e India.
Pero, la
película presenta muchos otros datos cuya veracidad son bastante más cuestionables.
Se le da mucha atención a las opiniones de Vandana Shiva, una activista
ecologista de la India. Esta mujer ha sido infame por presentar falsa
información para alegar que los transgénicos y los químicos que se utilizan
para su cultivo, son ecológicamente perjudiciales. Sobre los transgénicos hay
mucho debate, pero el consenso entre científicos es que no perjudican el medioambiente.
En la película, se
critica el uso de transgénicos para el cultivo del algodón, destinado a la
industria de la moda. Podemos convenir en que el algodón destinado a la moda no
salva vidas. Pero, los transgénicos sí tienen
mucha posibilidad de salvar vidas al aplicarse en la agricultura y la medicina
(¡de ellos obtenemos la insulina para diabéticos!, entre otras cosas). La
película defiende el argumento de que debemos regresar al consumo de productos
orgánicos. Pues bien, la mayoría de los científicos ha advertido que, no
solamente la agricultura orgánica es insuficiente para satisfacer la demanda
mundial de calorías, sino que también incurre en muchísimos riesgos
bacteriológicos que la agricultura transgénica evita. Los transgénicos también
previenen en contra de la deforestación, pues al hacer más intensa la
producción agrícola, menos necesidad hay de expandir los sembradíos.
La película muestra
todo el horror de las fábricas de Bangladesh y otros países, pero no es lo
suficientemente analítica, pues no se detiene a considerar el argumento
liberal: esas fábricas ofrecen mejores condiciones
de trabajo que se le ofrecerían a esos trabajadores, si esas compañías se
retiraran de esos países. Dolerá admitirlo, pero es un hecho indiscutible que
el capitalismo, aún con su innegable explotación, ha mejorado el estándar de
vida a nivel planetario en los últimos tres siglos; Marx habría estado de
acuerdo. Un trabajador en una fábrica de Bangladesh en el siglo XXI vive mejor
que un campesino súbito del imperio mogol en el siglo XVI (y, precisamente por
esta razón, Marx veía con buenos ojos la presencia británica en la India).
La película concede
un brevísimo espacio a Benjamin Powell, un autor que defiende estos argumentos.
Pero, no se hace suficiente justicia a lo que él expone. Se han hecho múltiples
estudios (reseñados en los libros de Powell), por ejemplo, en los cuales se
concluye que, en Bangladesh, aquellas zonas en las cuales se han colocado obstáculos
a la producción de trasnacionales en fábricas locales, la prostitución infantil
ha aumentado significativamente.
Es muy fácil sentir
coraje frente a las imágenes de trabajadores asiáticos siendo explotados por
capitalistas codiciosos, pero como bien señala Thomas Sowell, ante una
política, siempre hay que hacerse la pregunta, ¿comparado con qué? ¿Mejora la
situación si se le exige a las trasnacionales más regulaciones y mejores
salarios? Si las trasnacionales no quedan contentas con lo que se les exige, se
marchan de esos países a otros en los cuales sí se acepten sus condiciones. Y,
al marcharse, esas zonas quedan sin oportunidades de trabajo y de generación de
riqueza. Esos desempleados terminan prostituyéndose. Es muy fácil jugar a ser
Don Quijote y querer salvar el planeta. Pero, los problemas deben analizarse
con mucho rigor, y debe evaluarse si las alternativas románticas son realmente
las más eficaces.
Lo ideal sería, por
supuesto, que Nike, Zara, Adidas, y el resto de los villanos, sean menos
codiciosos, y ofrezcan más dignidad a sus trabajadores de ultramar.
Lamentablemente, no tenemos una varita mágica para lograr estas cosas. La única
forma en que esos villanos ganen menos y permitan ganar más a los trabajadores,
es forzándolos. Pero, si los forzamos, dejarán de producir, cerrarán sus
fábricas y emigrarán a otro país, y la situación será aún peor.
Por supuesto, algo
hay que hacer. Las cosas no pueden quedarse como están. Pero, me temo que The True Cost, como suele hacer la
izquierda, es muy hábil en presentar críticas, pero torpe en presentar
soluciones. Yo tampoco tengo una solución mágica. Pero, así como The True Cost y su legión de progres,
señalan las barbaridades del capitalismo, nosotros los críticos estamos en la
obligación de señalar las barbaridades que las alternativas al capitalismo
traen consigo. Será necesario encontrar algún balance, y eso lo lograremos, no
sólo produciendo películas como The True
Cost, sino también analizando los verdaderos costos y beneficios del
capitalismo.
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