1793 fue un año que conmocionó a
Europa. Tres años y medio antes, una turba había asaltado la prisión de la
Bastilla, en París. Empezaba así la revolución francesa. Al principio, no se
sabía muy bien cómo acabaría aquello. Quizás, pudiera haber reformas que
condujeran a Francia hacia una monarquía constitucional, más o menos como se
había hecho en Inglaterra. Pero, las cosas se fueron dando de forma muy
distinta. El rey Luis XVI, en vez de cooperar con los revolucionarios y estar
dispuesto a ceder parte de su poder, se empeñó en mantener su absolutismo y
enfrentarse a toda costa a la revolución, y lo terminó por pagar caro. El 21 de
enero de 1793, Luis fue llevado a la guillotina.
No
era la primera vez que un rey europeo era ejecutado. Ya los ingleses lo habían
hecho con Carlos I en 1649. Pero, la ejecución de Luis causó mucho más
conmoción, porque daba inicio a lo que luego vino a llamarse el reinado de terror, un período de la
revolución francesa cuando se ejecutaba cotidianamente a disidentes. Y, como
suele ocurrir, ante las catástrofes, la mente humana busca explicaciones que
den significado a las cosas. Así es como surgen las teorías conspiranoicas.
Ante el trauma generado por el reinado de terror, empezaron a proliferar
rumores sobre quién estaba detrás del caos que se estaba apoderando de Francia.
Cuenta
una leyenda posterior que, ese 21 de enero de 1793, con la cabeza guillotinada
de Luis XVI en la mano del verdugo, alguien en la turba gritó: “Jacques de
Molay, tu muerte ha sido vengada”. Según otra leyenda, en la
hoguera, Jacques de Molay (el último maestre de los templarios) había maldecido a Felipe IV y Clemente V, y en el
contexto de la revolución francesa, mucha gente empezaba a interpretar que
aquella maldición se extendía a los reyes franceses. Así pues, la ejecución de
Luis XVI habría sido la vindicación de Jacques de Molay.
El
rumor creció. Y, se empezó a decir que los templarios habían sobrevivido la
purga de Felipe IV, se habían transformado en una nueva sociedad secreta, y
habían instigado la revolución francesa, con el puro afán de generar caos y
destrucción. Ya incluso desde antes de la ejecución de Luis XVI, circulaba esta
teoría conspiranoica. En 1792, un tal Cadet de Gassicourt publicó La tumba de Jacques de Molay, un libro
que exponía cómo, supuestamente, en sus años de prisión, el propio Jacques de
Molay planificó la revolución que azotaría a Francia cuatro siglos después.
Según este libro, los templarios se convirtieron en los masones, y éstos eran
los artífices secretos de la revolución.
Más
influyente aún fue el abad Augustin de Barruel, un jesuita francés exiliado en
Inglaterra, que en 1798 publicó Memorias
para servir la historia del jacobinismo. Bien podríamos considerar este
libro el primer tratado moderno de conspiranoia. En medio de ataques a Voltaire
y otros filósofos de la Ilustración, el abad Barruel repetía la acusación: los
templarios lograron sobrevivir, y se convirtieron en los masones. Barruel daba
crédito a todas las acusaciones arrojadas originalmente contra los templarios,
y las repetía contra los masones. A su juicio, esta sociedad constaba de
blasfemos insolentes que, al final, habían logrado el propósito que se habían
planteado desde un inicio: destruir a la monarquía francesa y a la Iglesia
Católica. Desde entonces, en muchos países ha habido una obsesión paranoica con
los masones, y sus supuestas tramas para dominar el mundo.
¿Quiénes
son los masones? Originalmente, los masones eran gremios de albañiles refinados
que trabajan en la construcción de catedrales medievales en Europa. En la
albañilería, hay trabajos refinados que requieren más destreza. Para proteger
sus sueldos y cobrar más que los albañiles rudimentarios, estos albañiles
refinados se conformaron en torno a organizaciones laborales que les
garantizaban mejores condiciones de trabajo y salario. Pero, en vista de que en
la Edad Media no había nada parecido a cartillas de identidad, estos albañiles
empezaron a formular códigos secretos (señas, gestos, saludos con la mano,
etc.), a fin de que ningún foráneo pudiese usurpar el gremio y gozar sus
beneficios.
Con
un grupo cerrado, además, los albañiles podían comunicarse entre sí
conocimientos geométricos y secretos respecto a las artes de la albañilería y
la construcción. Ese privilegiado acceso a esos secretos los protegía frente a
albañiles de menor rango, y así, podían asegurar mejores contratos laborales.
Eventualmente,
estos gremios desaparecieron a medida que cesaba la construcción de las grandes
catedrales. Pero, en el siglo XVIII, resurgieron, no ya como un gremio de
albañiles, sino como pensadores que se reunían en grupo para actividades
intelectuales y de filantropía, y asumían el simbolismo original de la
albañilería refinada. El XVIII fue el siglo de la Ilustración. A lo largo y
ancho de Europa, los intelectuales se reunían en salones y cafés a discutir
temas relacionados con el iluminismo.
En
este contexto, surgieron asociaciones para reunirse a hacer cosas parecidas.
Pero, estas nuevas asociaciones asimilaban los códigos y el simbolismo de los
gremios medievales de albañilería, y así, se conformaban como sociedades
secretas. Surgió así la llamada masonería
especulativa que se dedicaba, ya no
a la albañilería, sino al cultivo del intelecto y a las obras de filantropía,
pero con el decoro simbólico de los antiguos masones operarios. Estos nuevos
masones utilizaban ritos y símbolos asociados con la albañilería, para dar
lecciones morales a los neófitos iniciados en su sociedad.
En
1717, varias de estas asociaciones alojadas en Inglaterra se unieron bajo la
Gran Logia de Londres. Así, ya no se trataba meramente de pequeños grupos
dispersos, sino que se intentaba dársele una organización centralizada. Para
este propósito, un ministro presbiteriano inglés, James Anderson, compuso Las constituciones de los masones, un
texto que codificaría las normas de conducta de los masones. Básicamente
prescribe buena conducta por parte de sus miembros, prohíbe la entrada a las
mujeres, y exige que profesen la creencia en Dios, sin necesidad de especificar
detalles religiosos. Pero, más allá de esa profesión de fe, este documento (y,
desde entonces ha quedado establecido así en la masonería, excepto en la
vertiente francesa) también requería a los masones no hablar de política o
religión en las logias. Los masones buscan la armonía y la fraternidad entre
sus miembros, y saben muy bien que esos dos temas son explosivos, y pueden estropear
una placentera reunión social.
Por
aquella época, se empezaba a hacer común entre los filósofos europeos el deísmo, la creencia en un Dios creador
del universo, pero que no interviene en los asuntos humanos. En concordancia
con esta idea, la masonería estipulaba que sus miembros creyesen en un poder
divino que ellos vinieron a llamar el Gran
Arquitecto del Universo, un título con bastantes resonancias deístas. Pero,
en el fondo, los masones tenían una actitud muy tolerante respecto a los credos
religiosos. Con tal de que se reconociese la existencia de ese Gran Arquitecto,
se permitía al masón profesar cualquier fe religiosa. De hecho, en la
formulación de rituales de iniciación, se incluye en la sala algún texto
sagrado, sea la Biblia, el Corán, textos hindúes, etc.
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