Desde los días de su campaña
mediática, llena de frases agresivas e impactantes, Donald Trump ha sido
comparado con Hugo Chávez. La comparación no viene tanto en sus ideologías,
sino en sus estilos: populistas, irreverentes, simpáticos, agresivos. En otro
artículo, yo he advertido que, en aspectos puntuales de sus propuestas
políticas, también hay paralelismos: anti-globalización, anti-OTAN,
anti-comercio, influencia de Putin, etc.
Pero,
por encima de Donald Trump, hay un oscuro político norteamericano que es más
comparable con Chávez: Lyndon Larouche. Como Trump, Larouche es un populista. A
diferencia de Trump, Larouche se ha paseado por la extrema izquierda y la
extrema derecha. En su vena populista, Trump de vez en cuando formula teorías
de conspiración: el calentamiento global es un invento de los chinos, el
sistema electoral es corrupto, etc.; pero, en líneas generales, Trump no convierte
a las teorías conspiranoicas en el eje de su estilo político. En cambio, para
Larouche, la conspiranoia sí es lo central en su actividad política. En esto,
Chávez se parece más a Larouche que a Trump.
Según
Larouche, hay una gran conspiración mundial que empezó en la filosofía griega. Platón
defendía valores humanistas de rectitud moral; Aristóteles, en cambio, al negar
la teoría platónica de las formas, incitó el relativismo y la corrupción. Los
británicos, con su forma utilitarista de pensar las cosas, abrazaron la
filosofía de Aristóteles, y con su imperio se encargaron de difundir por el
mundo la degradación del pensamiento, exportando hedonismo y perdición. Las
guerras del opio en el siglo XIX son evidencia de ello. El imperio británico da
la apariencia de haber sido desmantelado, pero sigue vivito y coleando,
nuevamente exportando drogas. La reina Isabel II domina el mundo a través de un
cartel de narcotráfico. Los británicos organizaron los ataques del 11 de
septiembre de 2001 en Nueva York, junto a los culpables de siempre, los judíos.
Esto es apenas la punta del iceberg. Larouche ha disparado muchísimas más
acusaciones sobre complots que, en el clásico estilo conspiranoico, forman
parte de un plan unificado, y como no podía ser de otra manera, incluye a los
illuminati y a cultos satánicos.
En
EE.UU., predomina aquello que el politólogo Richard Hofstadter llamó el “estilo
paranoico de la política”, del cual Larouche es el máximo representante. En
América Latina, este estilo no es tan prominente. Pero Chávez, por encima de
cualquier otro caudillo de nuestra región, se encargó de popularizarlo. Fueron
muchas las teorías conspiranoicas defendidas por Chávez, y sus seguidores se
encargaron de expandirlas: el hombre nunca llegó a la luna; a Bolívar lo
mataron; en Marte hubo vida pero el capitalismo acabó con ella (al principio,
yo pensé que Chávez lo decía en broma, pero luego descubrí que muchos de sus
seguidores se lo tomaban en serio); la CIA inoculó el cáncer a varios
mandatarios en nuestra región; el reggeaeton es un invento yankee para degradar
a nuestra juventud; Roosevelt sabía sobre el ataque a Pearl Harbor y no hizo
nada. Y, por supuesto, Chávez convirtió en rutina alegar que había un complot
para asesinarlo, sin jamás ofrecer evidencia o precisar detalles.
Las
mentes conspiranoicas, como las de Chávez y Larouche, no encajan bien en
ideologías políticas convencionales. Los simpatizantes de Larouche están en la
extrema derecha y la extrema izquierda. Los de Chávez también. A pesar de que eventualmente
en torno a Chávez se construyó una imagen de izquierdismo, lo cierto es que,
cuando su popularidad creció tras el intento de golpe de Estado en 1992, el
pueblo venezolano no sabía bien a qué bando ideológico él pertenecía. Muchos
simpatizantes del autoritarismo de derecha votaron por él. El propio Fidel
Castro tenía sus reservas, pues veía en Chávez a un gorila militarista de
derecha, como tantos ha habido en Améria Latina. Una vez elegido, Chávez fue
girando hacia la izquierda, pero nunca rompió lazos con la extrema derecha: se
hizo amigo de Ahmidineyyad, un espécimen ultraderechista que compartía el gusto
de Chávez por la conspiranoia y el antisemitismo, al alegar que el Holocausto
nunca ocurrió.
Chávez
ya no está con nosotros, pero su estilo conspiranoico ha quedado como legado. Personajes
como Mario Silva han llevado la conspiranoia a niveles inéditos en este país
(Silva alega que Globovisión transmite mensajes subliminales, que el Mossad
fabricó conversaciones en las que él habla mal de Diosdado Cabello, y así, un
sinfín de teorías absurdas). El chavismo ha sido lo suficientemente cauteloso
como para no permitir a piltrafas como Silva ocupar cargos públicos.
Pero,
aunque de forma más moderada que Mario Silva, a Nicolás Maduro también la gusta
la conspiranoia. Venezuela está en crisis, y es por una razón muy sencilla: en
los años de bonanza petrolera, Chávez desperdició nuestros recursos y
tercamente trató de regular todos los aspectos de la economía. Ahora que el
precio del petróleo está bajo, sufrimos las consecuencias. En vez de reconocer
el error del pasado y corregir, Maduro acude a la misma conspiranoia de
siempre: hay una guerra económica (nunca se precisa quién está detrás y cómo
opera este supuesto complot), el sionismo y la CIA traman algo, hay grupos de
agitación y sabotaje procedentes de Europa Oriental, etc. Tal como lo sugirió
Umberto Eco en su gran novela El péndulo
de Foucault, las teorías conspiranoicas son divertidas, y supongo que personajes como Larouche, Chávez y Maduro, las disfrutan. Pero, el propio Eco se encarga de
demostrar cómo, a la larga esta diversión se vuelve perversa y tremendamente
destructiva. El caso de Venezuela es emblemático.
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