El pasado 15 de
enero se celebró el día de Martin Luther King. Fue un personaje cumbre, y no
tengo sino admiración por él. King se enfrentó a un reto similar al de Mandela
en Sudáfrica: desmantelar un terrible sistema de discriminación (los
norteamericanos son tímidos en llamar a las cosas por su nombre, pero lo que
existía en los estado sureños de EE.UU. era también apartheid). A diferencia de Mandela, King optó por la vía no
violenta para buscar la liberación, y su elección dio frutos. Yo no veo con
buenos ojos el pacifismo, pues creo que en ocasiones, sí hay justificación para
la acción armada (Gandhi no hubiese logrado nada, si la India hubiese sido
colonia nazi, en vez de británica); pero, en el caso de King, creo que su vía
no violenta fue la más apropiada para el caso que le tocaba enfrentar.
King tuvo algún
aspecto sombrío que J. Edgar Hoover procuró resaltar ante la opinión pública
norteamericana: el plagio de una tesis de grado, y su gusto por las
prostitutas. Pero, estos son golpes muy bajos a su legado histórico; si bien
fue un hombre con errores, fue un gigante del siglo XX. Quizás sí me parezca
más reprochable su insistencia en fundamentar la liberación sobre una base
religiosa: en su lucha contra el racismo, King insistía en que el cristianismo exige
el fin de la discriminación racial. Yo hubiese preferido que King acudiera a
argumentos seculares para oponerse al racismo (los cuales son mucho más
contundentes que los argumentos basados en la Biblia, la cual, dicho sea de
paso, no ofrece grandes ejemplos de rectitud moral), pero en fin, no puedo
pedir peras al olmo: King era un ministro protestante, y no podría esperarse
otra cosa de él.
A la larga, King
logró sus objetivos. El movimiento de los derechos civiles en EE.UU. logró
imponer su voluntad, con la derogación de las terribles leyes raciales de Jim
Crow. Pero, me temo que, casi 50 años después de su muerte, King ha sido
traicionado por los líderes de su propio pueblo, el pueblo negro
norteamericano.
En su más célebre
(y hermoso) discurso, “Yo tengo un sueño”, King expresó su deseo de que los
ciudadanos fuesen juzgados por las virtudes de su carácter, y no por su color
de piel. King aspiraba a una sociedad en la que no hubiese la obsesión racial
que EE.UU. ha mantenido desde su fundación, una sociedad sin colores. Si bien
King no llegó a postular la inexistencia biológica de las razas humanas
(cuestión que hoy la ciencia confirma), sí aspiró a alcanzar la inexistencia social de las razas humanas.
Ahora bien, los
líderes negros norteamericanos han hecho todo lo posible por no alcanzar este sueño de King. Estos
líderes son promotores a ultranza de las llamadas “políticas de la identidad”:
exacerbar, a la manera de los nacionalistas en otros países, la identidad
racial de los negros. Son preocupantes las estadísticas que reflejan que, en
EE.UU., es mayor entre los negros que entre los blancos, el porcentaje de
personas que se oponen al matrimonio interracial, o a la idea de que la
identidad racial no debe ser tan relevante en las políticas públicas. La
sociedad norteamericana sigue obsesionada con las diferencias raciales en su
población, pero precisamente, el liderazgo negro añade leña al fuego con su
exaltación de la identidad racial. En vez de tratar de ignorar las diferencias
raciales (el sueño de King), el liderazgo negro las acentúa cada vez más.
Esto es
especialmente patente en las políticas de “acción afirmativa”: bajo estos
programas, algunas minorías étnicas (no todas,
pues los asiáticos y judíos, que han sufrido discriminación en el pasado, no forman
parte de este grupo) son privilegiadas en admisiones a universidades, plazas en
la administración pública, etc. La asignación de estas posiciones no obedece a
criterios meritocráticos, sino basados en la pertenencia a un grupo étnico que,
en buena medida, es dictado por el color de la piel.
King aspiraba a que
en EE.UU., la gente fuese juzgada por su carácter, y no por su color de piel.
Pero, los programas de acción afirmativa (férreamente defendidos por el
liderazgo negro contemporáneo) buscan precisamente lo contrario: favorecer a un
individuo, no por sus méritos, sino por su color.
La acción
afirmativa pudo tener un sentido en la fase de inicio tras la derogación de las
leyes racistas en EE.UU. Pero, han pasado ya cinco décadas, y ha llegado el
momento de organizar la sociedad norteamericana sobre las bases de la
meritocracia. Si los negros están hoy en una posición social desventajosa (y no
hay duda de que lo están: son mayoría en las cárceles y los barrios
marginados), ya no se debe tanto al racismo y a la falta de oportunidades, sino
a un problema endémico de su cultura.
El liderazgo negro
contemporáneo se empeña en jugar al victimismo, y culpar al racismo y al hombre
blanco por la precaria condición del pueblo negro. En realidad, este victimismo
sirve muy bien a los intereses de la cúpula del liderazgo, quienes
frecuentemente extorsionan y chantajean con esta retórica, y alcanzar así
posiciones cómodas (ha sido una táctica común de Al Sharpton y Jesse Jackson,
líderes con un altísimo nivel socioeconómico).
Hoy, este victimismo
es cada vez más desfasado. No cabe negar que en EE.UU. quedan focos de racismo,
pero no con la suficiente fuerza que los líderes negros le atribuyen. En época
de King, la retórica del victimismo habría estado mucho más justificada, pues
en efecto, apenas se empezaban a derogar las terribles leyes discriminatorias.
Pero, curiosamente, el propio King fue muy cuidadoso de evitar excederse en la
retórica victimista.
Más aún, King no
tuvo reparos en criticar al propio pueblo negro, señalando su paternidad
irresponsable y débil ética de trabajo. A veces, King criticaba estúpidamente
cosas como el gusto de los negros por la música rock n’ roll (supongo que esto
procedía de su bagaje religioso conservador) o la forma de vestirse, pero
dejando de lado esta mojigatería, adquirió un sensato sentido de autocrítica
respecto a su propio pueblo.
Esto contrasta
dramáticamente con los actuales líderes negros, quienes en su retórica
victimista, son incapaces de generar un sano sentido de autocrítica; ellos
prefieren echar la culpa de todo al hombre blanco. De hecho, cuando algún líder
negro sensato, como Bill Cosby, reprocha a los negros muchas de sus prácticas
culturales destructivas (y con esto les recuerda la cruda realidad de que hoy,
su precaria condición es más atribuible a sí mismos que al racismo),
inmediatamente es vapuleado por el resto de los líderes que prefieren bailar al
son del victimismo.
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