Entre las funciones atribuidas al Espíritu Santo por los teólogos,
está la de conceder una serie de regalos a los hombres. Según las enseñanzas de
los teólogos, el Espíritu Santo derrama siete regalos sobre nosotros, los cuales
son enumerados en el libro bíblico de Isaías:
sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, conocimiento, reverencia y temor
de Dios. También los teólogos enseñan, en concordancia con Gálatas, una carta escrita por Pablo e incluida en el Nuevo testamento, que el Espíritu Santo
concede doce frutos: caridad, gozo, paz, paciencia, mansedumbre, bondad,
benignidad, longanimidad, fe, modestia, templanza y castidad. Así, bajo el
entendimiento de los teólogos, cada vez que una persona comprende o conoce
algo, o es paciente, o tiene fortaleza ante una situación, está haciendo uso de
un regalo o fruto que ha sido concedido por el Espíritu Santo.
Algunos de estos regalos y
frutos coinciden con aquello que los psicólogos llaman ‘facultades cognitivas’.
Y, cada vez más, la neurociencia explica cómo, mediante la iluminación de
determinadas regiones del cerebro, y la actividad neuronal, las personas logran
desarrollar inteligencia, conocimientos, fortalezas mentales, miedos, etc. Con
todo, los teólogos pretenden que estas disposiciones mentales procedan, no
propiamente de eventos neuronales, sino de una misteriosa entidad inmaterial
ajena al sujeto.
Hoy, por ejemplo,
conocemos bastante bien la bioquímica del amor. Cuando una persona siente amor,
sus niveles hormonales se alteran, en el cerebro se iluminan algunas zonas en
específico, etc. Antes de que los científicos supieran eso, los romanos creían
que el amor era ocasionado por un flechazo dirigido por el dios Cupido. Hoy nos
reiríamos de una persona que, al estar enamorada, cree que ese hermoso
sentimiento procede de un dios que le dispara flechas.
Pues bien, es igualmente
risible la postura según la cual, la inteligencia, la capacidad para dar y
seguir consejos, los conocimientos, etc., proceden de un fantasma divino. Las
religiones antiguas tenían la tendencia a atribuir los fenómenos mentales a la
acción de ánimas y espíritus. De hecho, ésta ha sido el fundamento de las
religiones llamadas ‘animistas’: invocan la existencia de espíritus para
explicar todo tipo de fenómenos.
Las enseñanzas teológicas
respecto al Espíritu Santo tienen un fuerte remanente animista. Las creencias
sobre el Espíritu Santo son una variante más de los ritos y cultos de posesión,
y de las creencias que atribuyen agencia a fenómenos naturales. Son, por así
decirlo, una derivación de explicaciones arcaicas respecto al funcionamiento de
la mente humana, las cuales no tienen ningún asidero frente a las explicaciones
que ofrece la ciencia moderna.
En el libro bíblico de Hechos de los apóstoles se narra una
historia sumamente curiosa respecto al Espíritu Santo. Después de que Jesús
supuestamente ascendió al cielo, los apóstoles estaban reunidos en la fiesta
judía de Pentecostés. Esta fiesta se celebraba cincuenta días después de la Pascua, y se conmemoraba la
entrega de la ley de Dios al pueblo de Israel. Según se narra, hubo un gran
ruido y ráfagas de viento. De repente, aparecieron lenguas de fuego encima de
cada uno de los apóstoles. Se trataba del Espíritu Santo. Supuestamente, el
Espíritu Santo propició que los apóstoles empezaran a hablar en lenguas no
conocidas. Pero, los extranjeros que en aquella época se encontraban en
Jerusalén los escuchaban, y se asombraban de que los apóstoles pudieran hablar
fluidamente sus lenguas.
Frente a una historia como
ésta, claramente milagrosa, debemos mantener la misma suspicacia que mantuvimos
respecto a las curas milagrosas, exorcismos y demás prodigios narrados en los
evangelios. ¿Es más probable que esos eventos ocurrieron tal cual se narran, o
que el autor del texto, de forma deliberada o no, ofrece un falso testimonio?
Como bien nos recuerda el filósofo David Hume, la segunda opción siempre será
más probable.
El mismo libro de Hechos de los apóstoles narra que la
gente se burlaba de los apóstoles cuando éstos supuestamente hablaban en otras
lenguas, alegando que en realidad estaban borrachos. No me parece una opción
descabellada. O, en todo caso, si no estaban borrachos, quizás sí estaban
inmersos en una suerte de histeria colectiva que propiciaba en ellos la emisión
de sonidos que, a algún testigo, podría parecer hablar en otras lenguas, pero
en realidad es sencillamente sonidos con alguna entonación que da la impresión
de ser otra lengua, pero en realidad no tiene ningún significado.
Por supuesto, el autor de Hechos de los apóstoles narra que esos
sonidos sí tenían significado, pues los extranjeros se quedaban sorprendidos de
que los apóstoles pudieran hablar sus lenguas. Pero, considero más probable que
esto se trate de un embellecimiento posterior por parte del autor de este
texto. También debe ser un embellecimiento, por supuesto, la aparición de las
lenguas de fuego. El fuego es una imagen típicamente apocalíptica, y entre los
primeros cristianos se manejaba la idea de que, así como Juan el Bautista bautizó
con agua, Jesús vendría a bautizar con fuego. Así, no resultó demasiado difícil
que se incorporara el fuego como adorno literario a esta historia.
Desde entonces, ha habido
entre los cristianos la creencia de que el Espíritu Santo puede de vez en
cuando irrumpir y derramar sobre los fieles sus dones y carisma. Pero, tal como
se narra en Hechos de los apóstoles,
estas ocasiones suelen ser motivo de éxtasis. Y, los teólogos, acostumbrados a
la vida de reclusión monástica y ‘estudio’, frecuentemente han visto con
sospecha el don de las lenguas, pues propicia una exaltación que puede incluso
colocar en peligro la autoridad eclesial. Así pues, desde incluso el mismo
Pablo, los teólogos han advertido que, si bien los apóstoles recibieron el don
de las lenguas en aquella festividad de Pentecostés, es prudente no abusar de
estos dones. E, incluso, la mayoría de los teólogos suscribe la idea de
que esta actividad del Espíritu Santo ha
cesado desde la era apostólica. Así, los teólogos han alentado más la oración y
la obediencia, y han desaconsejado la exaltación derivada del don de las
lenguas.
Pero, como ha de
esperarse, ha habido rebeldes frente a la sobriedad de los teólogos. Desde el
siglo II, prosperó una secta que eventualmente fue declarada herética por los
teólogos: los montanistas. Los miembros de esta secta, seguidora de un tal
Montano, prescindían de la estructura organizacional eclesiástica, y se
aferraban a una suerte de cristianismo más libre que hacía énfasis en el
frenesí profético y, sobre todo, enaltecían la recepción del Espíritu Santo y
el don de las lenguas. Así, lo mismo que los apóstoles en el primer Pentecostés
cristiano, los montanistas participaban
de rituales extáticos en los cuales pronunciaban sonidos que pretendían ser
otras lenguas. Los montanistas también exaltaron una rigurosa moralidad (al
punto de que desalentaban el matrimonio), como preparación para la recepción
del Espíritu Santo. Además de eso, los montanistas creían que los pecadores no
podían ser redimidos. Tertuliano, el autor que formuló por primera vez en
términos explícitos la doctrina de la Trinidad, terminó por adherirse a esta secta, y
por eso, es visto con cierto recelo por los cristianos contemporáneos.
La supresión de los
montanistas aplacó un poco el potencial extático de muchas corrientes en el
seno del cristianismo, y por casi dieciocho siglos, la recepción del Espíritu
Santo mediante el don de las lenguas, y el carisma para la curación, quedó en
suspenso. Pero, en el siglo XX, surgió del seno del protestantismo una secta
que se ha propuesto revivir muchas de las tendencias de los montanistas. Se
trata de la secta de los pentecostales.
Los pentecostales creen,
lo mismo que los montanistas, que la aparición espontánea del Espíritu Santo, y
su derramamiento de dones y carisma, no ha cesado, sino que continúa. Y, en
este sentido, los miembros de la secta pentecostal son alentados a recibir el
don de las lenguas. Las sesiones de los pentecostales son dignas de
observación, pues el nivel de efervescencia que se alcanza en ellas es
inigualable en otras ramas del cristianismo (especialmente al compararlas con
la solemnidad del rito católico y, más aún, del ortodoxo).
Como sus antecesores
montanistas, los pentecostales tienen la firme creencia de que el Espíritu
Santo se hace inmanente y puede derramar sus dones sobre los fieles. En estas
ocasiones, los pentecostales emiten sonidos que dan la apariencia de ser
lenguas extrañas. Los científicos tienen un nombre para este fenómeno tan
extraño: glosolalia. Los científicos que
han observado este fenómeno aseguran que, por lo general, los pentecostales emiten
sonidos con una entonación que ellos creen que caracteriza a una lengua, pero
que, en realidad, no pasan de ser ruidos sin ningún significado. En alguna
ocasión, algunos pentecostales han pronunciado palabras de otros idiomas que,
supuestamente, ellos no conocían. Pero, es probable que estos pentecostales
hayan alguna vez escuchado estas palabras y las hayan olvidado a nivel
consciente, pero con todo, permanecen registradas en el inconsciente, y en
medio del éxtasis, salgan a relucir. Se trata de lo que los psicólogos llaman
‘criptomnesia’, a saber, memorias escondidas.
En el caso de que algún
feligrés de repente hable una lengua a la que jamás ha estado expuesto, estaríamos
en presencia de una ‘xenoglosia’. Pero, hasta ahora, jamás se ha documentado un
caso de xenoglosia claro y libre de ambigüedades. Ningún pentecostal, en una de
estas sesiones rituales, ha empezado a hablar fluidamente una lengua muy ajena
a la suya y previamente desconocida (como, por ejemplo, que un campesino
colombiano empiece a hablar japonés fluidamente). Lo más frecuente es, de
nuevo, sonidos sin ningún significado.
Los mismos pentecostales
reconocen esto, pero insólitamente, advierten que cuando emiten sonidos
aparentemente sin significado, sí están hablando un idioma. Ciertamente se
trata de un idioma que nadie entiende, alegan los pentecostales, pero eso es debido
al hecho de que, probablemente, los feligreses están hablando la lengua
empleada por los ángeles, o alguna lengua histórica que ya desapareció. Este
tipo de razonamiento es emblemático de cómo los teólogos, cuando aceptan por fe
alguna creencia absurda, tratan de racionalizarla a toda costa.
Lo que ocurre en estas
sesiones es, desde un punto de vista científico, relativamente sencillo. Es
fundamentalmente lo mismo que ocurre en los ritos animistas de posesión
espiritual. Mediante el éxtasis, se puede propiciar que una persona sea
‘invadida’ por otra personalidad. Los ritos chamánicos proceden de esa manera,
y la incorporación del Espíritu Santo no es muy distinta. En el caso de los
pentecostales, éstos son ‘invadidos’ por una personalidad que supuestamente
habla otra lengua.
Desde una perspectiva
psiquiátrica, esto obedece a una variante de aquello que ha venido a ser
diagnosticado como ‘trastorno de identidad disociativo’. En sus variantes más
extremas (y, vale agregar, algunos psiquiatras han colocado en duda que este
trastorno realmente exista, o en todo caso, es inducido por su representación
en los medios de comunicación), los pacientes asumen varias personalidades.
Pues bien, las sesiones pentecostales son una forma incipiente de este
trastorno. En medio de la efervescencia colectiva, las personas renuncian
momentáneamente a su personalidad, y asumen otra personalidad que,
supuestamente, se ha apoderado del cuerpo. No se trata, por supuesto, de que el
Espíritu Santo derrama sus frutos y dones; antes bien, los feligreses sufren
algún desajuste mental.
Me parece el comentario mas certero a cerca de el don de lenguas, o sea el resultado psíquico de na euforia extrema. pero por la persuasión de una congregación un individuo puede decir disparates y creer que ya tiene el don de lenguas.
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