Un creciente sector de la izquierda mundial se deleita
con las teorías de la conspiración. Los grupos anti-sistema suelen ser terreno
fértil para estas teorías, pues siempre desconfían del ejercicio del poder, y
muchas veces, al no encontrar motivos racionales para oponerse a determinados
grupos poderosos, inventan toda clase de teorías fantasiosas sobre planes
maquiavélicos.
Hay
diversos grados de absurdidad en estas teorías. Algunas son verdaderamente
disparatas, como por ejemplo, las esbozadas en Los protocolos de los sabios de Sion, o aquellas que alegan que el
gobierno de EE.UU. directamente participó en la destrucción del World Trade
Center.
Pero, hay otras
teorías de la conspiración que no resultan tan absurdas. Una de estas teorías
más plausibles es la idea de que en EE.UU. y otros países industrializados
existe un gran complejo industrial militar que alimenta las guerras para poder
producir ganancias en la fabricación de equipos militares. El mismo presidente
norteamericano Dwight Eisenhower fue uno de los primeros en advertir este
peligro.
Más recientemente,
se ha defendido la idea de que, el hecho de que la mayor parte de las
intervenciones armadas de los grandes poderes militares ocurre en países
petroleros, es evidencia de que existe una conspiración para inventar excusas,
y atacar países con el fin de extraer su petróleo. He visto calcomanías con el
cínico mensaje “Nuke their ass, get their
gas!” (bombardéenlos, tomen su petróleo), y todo esto me hace pensar que,
en efecto, muchas de las recientes guerras persiguen el objetivo de apoderarse
de los recursos de otros países.
Pero, ¿es esto
suficiente motivo para oponerse a estas guerras? Los exponentes de la doctrina
de la guerra justa consideraban varios requisitos para conservar la moralidad
de decidir ir a una guerra: causa justa, declaración por autoridad legítima,
proporcionalidad, agotamiento de vías diplomáticas, probabilidad de éxito y
justa intención. Bajo este último requisito, las guerras en busca del petróleo
son claramente ilegítimas.
Si bien los
clásicos exponentes de la doctrina de la guerra justa, como san Agustín,
hicieron mucho énfasis en la importancia de la justa intención, hoy este
criterio está más en duda, y de hecho, no es considerado en el derecho
internacional a la hora de decretar la legalidad de una guerra.
Hay dos problemas
fundamentales con este criterio. El primero es que las intenciones son estados
mentales subjetivos, a los cuales no tenemos acceso. Quizás, en su mente
maquiavélica, George W. Bush ideó todo desde un principio, previendo de
antemano que la intervención militar en Irak le aseguraría el petróleo que
haría aún más rica a su familia. Pero quizás también George W. Bush fue un
estadista que genuinamente se preocupó por la seguridad de su país frente a la
amenaza de armas de destrucción masiva de Irak. ¿Cómo saber? Es muy difícil; no
estamos dentro de la cabeza de Bush.
El otro problema es
que, al menos en la época moderna, la decisión de ir a la guerra reposa sobre
varios actores, y éstos pueden tener intenciones muy variadas entre sí. Quizás
Bush sí quería el petróleo, pero también quizás Cheney sí tenía la creencia
genuina de que Irak representaba una amenaza nuclear a EE.UU., y en realidad no
tenía interés en el petróleo. Los Estados son conformados por individuos, y los
individuos tienen muchas intenciones. En ningún Estado, habrá una sola
intención unívoca.
Todo esto forma
parte de una antigua discusión de mayor envergadura en el terreno ético, a
saber, ¿cuentan las intenciones en el valor moral de las acciones? Quizás un
magnate hace labores filantrópicas sólo con el propósito de que le descuenten
sus impuestos. ¿Acaso por ello su labor deja de ser moral? Tradicionalmente, la
escuela ‘consecuencialista’ presta poca (o incluso ninguna) atención a los
motivos: lo importante a considerar son las consecuencias derivadas de un acto.
Es el tipo de razonamiento muy afín a los representantes del utilitarismo.
En cambio, aquellos
que se inclinan más por la ética deontológica (aquella que enfatiza la
importancia del deber intrínseco, independientemente de sus consecuencias), sí
consideran mucho más relevantes las intenciones a la hora de evaluar moralmente
una acción.
Me parece que lo
más acertado es intentar buscar algún punto intermedio. No podemos prescindir
por completo de las intenciones, como pretenden los consecuencialistas
extremos. Hay una diferencia sustantiva entre un homicidio culposo (como
arrollar a alguien accidentalmente) y un homicidio con dolo (como realizar con
premeditación y alevosía el crimen): en el primero, no hay la intención de
hacer daño, en el segundo, sí la hay.
Pero, especialmente
en el ámbito de la ética militar, es importante juzgar las intenciones mediante
las acciones. Si logramos acumular suficiente evidencia de que una determinada
acción militar es realizada con una intención injusta, entonces debemos
reprocharla. Pero, debe ser evidencia impregnada de objetividad; meras suposiciones
subjetivas no son adecuadas.
Con todo, insisto:
en la guerra hay un cúmulo de intenciones, y es difícil saber bien cuál es la
intención predominante. Por eso, opino junto al filósofo Brian Orend, que si
hay al menos una intención moral presente, entonces eso es suficiente para
cumplir el requisito de intención justa, independientemente de si aparecen otras
intenciones de menor valor moral.
Por ejemplo, ¿fue
la intervención norteamericana en l Guerra del Golfo Pérsico en 1991 inmoral?
EE.UU. cumplió con todos los requisitos del ius
ad bellum: socorrió a Kuwait, un país injustamente invadido; agotó las vías
diplomáticas; declaró públicamente la guerra, y su esfuerzo inicial fue
proporcional a la amenaza iraquí. Con todo, un considerable sector de la
izquierda en aquel momento criticó esa intervención, pues consideraba que en
realidad a EE.UU. no le importaba la integridad de Kuwait, sino que sencillamente
buscaba asegurar el petróleo.
Ciertamente esa
intención pudo estar ahí, e incluso, pudo haber sido la más relevante. Pero, no
podemos alegar que todos los actores
que decidieron la guerra tenían esa intención. Y, eso no elimina el hecho de
que EE.UU. sí tenía una causa justa, empleó fuerza proporcionalmente y como
último recurso, y declaró la guerra públicamente. En función de eso, aun si
EE.UU. pudo haber tenido la intención de controlar el petróleo en la región, sí
tuvo justificación moral para participar en esa guerra.
La izquierda ha
sido ampliamente influenciada por el pensamiento marxista. Y, así, los
izquierdistas suelen esgrimir que la acción militar de ningún Estado será
condicionada por motivos morales (una forma de falsa ideología, según el
marxismo), sino estrictamente por motivos materiales. Un país como EE.UU. jamás
lanzará una guerra para genuinamente promover los derechos humanos o defender a
una nación injustamente invadida, sino que intervendrá sólo cuando pueda sacar
un provecho material. Esta forma de razonar forma parte también del llamado ‘realismo
descriptivo’ en las relaciones internacionales; a saber, la postura que postula
que los Estados siempre buscan satisfacer su propio interés por encima de las
exigencias morales.
Es curioso que los
marxistas opinen así de gobiernos poderosos como EE.UU., pero nunca opinen así
de pequeños guerrilleros como Fidel Castro. En opinión de los marxistas, EE.UU.
lanza una guerra para satisfacer sus intereses materiales, y no tiene el menor
interés en asuntos morales; pero jamás se le ocurre al marxista postular que la
intención de Fidel Castro también pudo haber sido lanzar una guerrilla con la
intención de satisfacer su ambición de gloria, poder y dinero una vez que
consiguiera el triunfo.
En todo caso, la
opinión de los marxistas es errada. Ciertamente hay gente que se mueve
estrictamente por motivos materiales. Pero, hay mucha otra gente que no.
Personalmente opino que Fidel Castro sí tuvo la intención loable de liberar a
Cuba de la explotación. Pero, también me parece que hay mucha gente en el alto gobierno
y el alto mando del ejército de los EE.UU., que tiene un elevado sentido de la
ética, y que tiene las correctas intenciones a la hora de tomar decisiones
políticas y militares. Y, como bien recuerda Brian Orend, ha habido muchos ejemplos de campañas militares emprendidas aún en detrimento del interés económico de quien las ejecuta: por ejemplo, Inglaterra buscó erradicar la esclavitud por motivos estrictamente morales, pues económicamente le resultó muy desventajoso (a diferencia, por ejemplo, de los esfuerzos de EE.UU. por erradicar la esclavitud en los estados sureños, una decisión que sí tuvo más intenciones económicas).
Por supuesto que
hay intereses petroleros de por medio en muchas de las guerras recientes de
EE.UU. Pero, sería incurrir en una vulgar teoría de la conspiración, si
postulamos que todo el aparato militar norteamericano está conducido por estas
intenciones cuestionables. Contrario a los marxistas y a los llamados ‘realistas
descriptivos’ en las relaciones internacionales, yo soy más optimista en torno
a la condición humana, y creo que hay mayor conciencia moral de lo que
habitualmente se reconoce. Pero, en todo caso, aun si el cinismo militar fuese
mucho más amplio de lo que yo quizás ingenuamente creyese, vale insistir en que
las intenciones deben juzgarse por las acciones, y que, si en una intervención
militar, se cumple nítidamente el resto de los requisitos señalados por la
doctrina de la guerra justa, entonces la ausencia de una intención justa ya no
es tan relevante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario