La reciente tragedia vivida en el estado de Connecticut,
en EE.UU., invita a varias reflexiones. Lo siguiente parecerá un cliché, pero
no por ello deja de ser verdadero: es profundamente hipócrita lamentarse por
algunas muertes violentas en EE.UU., pero dar pasada al número abrumadoramente
superior de muertos en Irak y Afganistán. Y, no es meramente fortuito que el país
cada vez más militarista que envía tropas al mundo entero, en su propio seno no
logra controlar a su población violenta. En los cuarteles se enseña a los
soldados a ser violentos, y si bien esto se hace con alguna mesura, siempre hay
el riesgo de que esa violencia eventualmente se vuelva contra los mismos
ciudadanos norteamericanos.
Pero, la principal
preocupación ocasionada por la tragedia de Connecticut, por supuesto, concierne
al debate en torno a las leyes que regulan la posesión de armas. Nuevamente, es
destacable la hipocresía de muchos sectores de la opinión pública norteamericana:
en la escena internacional, favorecen el control de armas, pero en la escena
doméstica, pero en la escena doméstica, exigen el derecho a poseer armas. Con
todo, podemos intentar hacer un ejercicio de empatía, y tratar de comprender
por qué un sustancioso porcentaje de los norteamericanos favorece la libertad
de poseer armas.
Lo mismo que las
naciones hispanoamericanas, EE.UU. fue fundado tras una revolución en contra de
un poder imperial. Los soldados norteamericanos estaban en desventaja numérica
frente a la corona inglesa, pero tenían mayor motivación. Y, en la guerra de
independencia norteamericana, fue crucial el apoyo de milicias domésticas. Una
vez que expulsaron a los ingleses, los padres fundadores de EE.UU. previeron un
sistema de gobierno que mantuviera a la raya al poder del Estado.
En líneas generales,
esta estrategia ha dado buenos resultados. Muchas cosas podrán ser criticables
de EE.UU., pero un mínimo de sensatez debería hacernos admitir que en ese país
hay un buen cultivo de las libertades individuales. Con todo, los padres
fundadores norteamericanos asumían que, para poder mantener la libertad
individual frente al poder del Estado, era necesario incorporar el derecho a
tener armas. Pues, si el Estado se sobrepasaba en sus límites, siempre había el
recurso de que las milicias privadas pudieran hacer contrapeso y restituir la
libertad.
Así, el derecho a
poseer armas nunca permitiría que surgiera una dictadura totalitaria, pues el
Estado nunca podría controlar a ciudadanos armados. Y, en el caso de una invasión,
los ocupantes tendrían suma dificultad en controlar el país; el motivo,
nuevamente, sería que habría una guerrilla armada. Por eso, la segunda enmienda
de la constitución norteamericana permite el derecho a tener armas. Vale
advertir, no obstante, que la redacción no es del todo clara, y que la
constitución deja entrever que este derecho podrá ser ejercido sólo por
milicias organizadas, pero sigue estando abierto a debate.
En el siglo XVIII,
todo esto tuvo mucho sentido. Pero, me temo que es ya extemporáneo. Si el
gobierno de EE.UU. se vuelve totalitario (y nunca ha desaparecido esa amenaza),
es poco probable que los rifles que se venden en las tiendas de cacería sirvan
para mantener a la raya al Estado. Hoy, la complejidad de la política y la
guerra hacen más efectivos otros métodos (sabotaje, espionaje, resistencia
ciudadana, etc.). Es menos probable que hoy EE.UU. sea invadido por otro poder
militar. Pero, nuevamente, aun en caso de que eso ocurra, la complejidad
militar contemporánea hace improbable que los rifles sean de mucha ayuda en la
resistencia a la ocupación.
Con todo, hay otros
argumentos invocados a favor de la libertad de poseer armas. Se alega que el
control de armas favorece a los criminales, pues el ciudadano obediente queda
indefenso; la proliferación de armas en manos de ciudadanos virtuosos (siempre
la mayoría en cualquier sociedad) disuade a los criminales, o al menos, ofrece
más probabilidad de que haya una defensa eficaz que interrumpa el crimen.
Ese argumento es
considerable, pero me parece que hay más argumentos de peso en contra. Una
clave del éxito de la sociedad moderna es la especialización del trabajo;
zapatero a su zapato. De esa manera, la seguridad queda mejor en manos de quienes
dedican sus vidas a ello; a saber, los policías y soldados. Puesto que el
llevar armas es tan peligroso, mejor dejar esa responsabilidad a quienes estén
bien preparados para hacerlo. Una dificultad con la libertad de llevar armas es
que, eventualmente, todos los ciudadanos se ven presionados a tener armas. Y,
eso hace que aun aquellos ciudadanos torpes en habilidades militares (como yo,
un simple profesor universitario), tengan que llevar armas. Esto puede conducir
a mayores tragedias.
A la larga, la
libertad de llevar armas conduce fácilmente a una carrera armamentística: todos
los ciudadanos, temerosos de lo que haga el vecino, estarán armados hasta los
dientes, y cualquier incitación fácilmente desemboca en violencia abrupta. En
las relaciones internacionales, muchas veces las carreras armamentísticas
promueven una tensa paz entre enemigos, pues las naciones hostiles no se
atreven a atacar, por temor a una respuesta severa por parte del enemigo (eso
en parte explica por qué nunca hubo una confrontación directa entre EE.UU. y la
Unión Soviética). Pero, dudo que en la escena doméstica ocurra este efecto. El
ciudadano común no cuenta con un staff de
asesores militares que evalúan detalladamente la situación como para tomar la
decisión más racional: por lo general, el ciudadano común actúa instintivamente,
y eso tiene el enorme potencial de generar una racha violenta.
En todo
caso, el debate intelectual entre quienes se oponen y apoyan al control de las
armas es sano. Lo preocupante, no obstante, es la ideología oculta que subyace
en el grueso de quienes defienden el derecho a poseer armas. Una minoría
intelectual favorece el derecho a tener armas, bajo las premisas del
pensamiento libertario. Esta ideología, muy fructífera en muchos aspectos
(sobre todo en economía), es muy estimable (aun sin necesidad de estar de
acuerdo en todos sus alegatos, como es mi caso).
Pero, el
grueso que apoya la libertad de poseer armas en EE.UU. no forma parte de esta
corriente intelectual. Antes bien, tras su postura subyace una ideología apocalíptica
que muchas veces pasa desapercibida, pero que es un veneno silencioso en la
vida cultural norteamericana. Desde el siglo XIX, ha habido en EE.UU. la
expectativa de que el mundo pronto llegará a su fin en medio de una gran catástrofe
apocalíptica. Tradicionalmente, esta expectativa es de corte religioso: se
espera que se dé cumplimiento a las terroríficas imágenes del libro del Apocalipsis. En las últimas décadas, la
expectativa se ha secularizado, y ya no se espera tanto la llegada de la bestia
con el 666, pero sí se espera alguna forma de invasión extraterrestre, o el
brote de algún virus, o el colapso de la economía mundial por falta de petróleo.
Esta
expectativa apocalíptica alimenta el deseo de poseer armas. Los ciudadanos
norteamericanos ya no confían en la seguridad y comodidad que el Estado les ofrece,
pues temen que más pronto que tarde, llegará alguna forma de cataclismo, y la
gente tendrá que recluirse en sus casas y defenderse de la mejor manera
posible. En vista de esta expectativa apocalíptica, no pueden darse el lujo de
no tener armas. En cualquier momento puede aparecer un zombi.
Por supuesto,
siempre hay la amenaza real de alguna catástrofe, y nunca es inadecuado tomar
previsiones frente a alguna escasez de productos. Pero, la expectativa apocalíptica
norteamericana, y las previsiones de supervivencia rayan ya en lo histérico. Los
sociólogos e historiadores suelen advertir que las expectativas apocalípticas
son populares en momentos de ansiedad e insatisfacción (por ejemplo, la
persecución de cristianos durante la época en la que se compuso el Apocalipsis): frente al descontento, existe
la esperanza de que algún cataclismo servirá para erradicar la sociedad actual,
e inaugurar una más promisoria. Pues bien, parece que buena parte de la actual
sociedad norteamericana, a pesar de sus innegables éxitos, atraviesa por alguna
crisis que alimenta las expectativas apocalípticas. Y, a la larga, estas
expectativas apocalípticas alimentan el deseo de poseer armas.
Por
ahora, el debate en torno al derecho de poseer armas seguirá en EE.UU. Pero, la
mitigación de la visión apocalíptica del mundo entre los norteamericanos es
urgente. Al calmar las ansiedades apocalípticas, habrá menos locos dispuestos a
disparar ante amenazas inexistentes. Pero, por supuesto, para calmar las ansiedades
apocalípticas, es necesario elaborar una revisión de los aspectos
disfuncionales que generan descontento en la sociedad norteamericana. Es una labor
ardua, pero la solución de los problemas nunca debe desestimar las causas
profundas de los fenómenos.
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