Querida Belén:
Estoy muy emocionado
por el Halloween, y espero verte en la fiesta de disfraces. Como seguramente
sabes, el Halloween tiene muchos detractores. Hay quien dice que en esa
festividad, se invoca a Satanás y espíritus malignos. A mí eso no me mortifica,
pues yo no creo en espíritus, ni buenos ni malos.
También hay quien
dice que el Halloween está bien para adultos, pero los niños no deberían
participar de estas cosas, porque las imágenes son demasiado aterradoras. En
principio, esto podría ser razonable. Ciertamente un disfraz de un asesino con
dientes ensangrentados, podría perturbar a un niño pequeño. Pero, algunos
psicólogos más bien opinan lo contrario: si los padres acompañan a los niños en
estas festividades, los peques más bien van sobreponiendo sus temores e
inseguridades naturales, y eso va construyendo confianza en ellos mismos. Te
diré que, cuando he visitado casas embrujadas, he quedado sorprendido ante el
hecho de que yo me asusto muchísimo más que los jovencitos.
En fin, ya he
seleccionado el disfraz que llevaré a la fiesta. Seré un zombi. Honestamente,
no me convence mucho la idea de ser un zombi, porque anticipo que muchos otros
invitados también se disfrazarán de zombis. Los zombis están de moda, con todas
esas series televisivas que han hecho popular la trama sobre un misterioso
evento apocalíptico que hace que los muertos vivientes deambulen por la Tierra.
Pero, si bien
disfruto esas series televisivas, a mí me cautivan más las películas
hollywoodenses sobre zombis, de la década de 1930. En esos filmes, los zombis
eran distintos a los que se presentan hoy. Eran de un país específico: Haití.
Y, la gente se convertía en zombi, no por un misterioso evento apocalíptico,
sino porque los brujos haitianos, los bokor,
lanzaban hechizos y hacían que sus víctimas parecieran medio muertos, medio
vivos. Estos personajes deambulaban, en un estado mental muy extraño: lograban
tener actividades motoras básicas, pero no parecían estar en control de sí
mismos, y actuaban bajo las órdenes de algún amo que los controlaba.
Ya sabes que
Hollywood es muy sensacionalista. Pero, sí es cierto que en el folclore
haitiano hay una larga tradición de creencias sobre zombis embrujados. Según
estas creencias, los bokor lanzan su
hechizo, y una víctima aparentemente muere. A la persona la entierran. Entonces,
uno o dos días después, el bokor desentierra
a la víctima, y ésta revive, aunque nunca recupera la consciencia
completamente. Más bien, deambula como un autómata, sin personalidad propia, y
obedece órdenes. La víctima se convierte en esclavo del bokor.
La mayoría de los
haitianos creen esto, prácticamente al pie de la letra. Pero, los psicólogos
nunca han podido corroborar si tales cosas en verdad suceden. Con todo, hubo un
caso que sí captó la atención de los científicos. Se trataba de un hombre
llamado Clairvius Narcisse. En 1962, Narcisse aparentemente murió, y fue
enterrado. Dieciocho años después, Narcisse apareció en su aldea. Contó que un bokor lo desenterró, le administró unas
drogas, y lo convirtió en su esclavo. Durante ese tiempo, se sentía como si
estuviera en un sueño, sin control de sí mismo, obedeciendo las órdenes que le
daba su amo. Al cabo de dos años, Narcisse logró escapar, y siguió deambulando
por dieciséis años más.
Un antropólogo, Wade
Davis, se interesó en este caso, y fue a Haití a investigar. Davis llegó a la
conclusión de que a Narcisse le administraron un polvo con tetrodotoxina, un
químico que se encuentra en el pez globo (el mismo que algunos japoneses osados
comen, arriesgando su vida). La tetrodotoxina ataca el sistema nervioso, y
apenas una pequeña dosis, es capaz de matar (como de hecho, puede ocurrir
cuando se consume el pez globo). Pero, en dosis muy precisas, puede paralizar
el cuerpo, al punto de que puede hacer creer que la persona está muerta, cuando
en realidad, está sólo paralizada, y se le puede revivir.
No sabemos bien si la
tetrodotoxina fue la causante de la extraña desaparición de Narcisse. De hecho,
no sabemos bien si la persona que fue enterrada era realmente Narcisse. Pero,
queda abierta la posibilidad de que la tetrodotoxina sí cause la impresión de
que una persona esté muerta, cuando en realidad, no lo está, y que afecte al
sistema nervioso, de tal modo que parezca un zombi.
Hay también algunos
microbios que, quizás, en un futuro pudieran atacar nuestro sistema nervioso, y
convertirnos en zombis. Hasta ahora, nosotros los humanos no sufrimos esto,
pero otros animales sí. Por ejemplo, hay un microbio, el Toxoplasma gondii, que se reproduce en el intestino de los gatos. Para
llegar al intestino del gato, este parásito hace que, al encontrarse dentro de
un ratón, su sistema nervioso se altere, de forma tal que el ratón no huya ante
el peligro del gato. En cierto sentido, el ratón infectado con Toxoplasma gondii se convierte en un
zombi, sin control de sí mismo. El ratón deambula sin un objetivo determinado, pierde
el temor ante el gato, y permite que éste se lo coma. Así, el parásito que
ataca el sistema nervioso del ratón, pasa al intestino del gato, y ahí se
reproduce.
No existe aún un
parásito que nos convierta en zombis desprovistos de voluntad propia, pero no
estaría descartado que estos parásitos muten, y en un futuro, afecten nuestro
sistema nervioso convirtiéndonos en algo parecido a los zombis.
Desde hace varias décadas,
algunos psicólogos se han preocupado mucho ante la posibilidad de que, aun sin
microbios, algunas personas se puedan convertir en zombis. O, mejor dicho, no
exactamente en zombis, pero sí en autómatas que actúan bajo las órdenes de
otros, renuncian a sus propias convicciones y creencias, y quedan desprovistos
de su vida mental autónoma. A esa posibilidad, se le llama lavado de cerebro.
Cuando los comunistas
llegaron al poder en China, se propusieron reeducar a los disidentes de su
sistema político. Los enviaban a prisiones, y ahí, los sometían a torturas.
Ellos tenían la intención de modificar la ideología de sus víctimas. Supongo
que esos comunistas chinos creían firmemente en aquel viejo refrán, la letra con sangre entra: dando palos a
los pobres disidentes, de repente se convertirían en comunistas convencidos. El objetivo de esos torturadores era
la frase en mandarín xi nao, que se
puede traducir literalmente como lavar el
cerebro.
En la guerra de
Corea, el ejército chino se enfrentó al ejército norteamericano. Los chinos
capturaron a varios soldados norteamericanos, y aparentemente, los sometieron a
las mismas técnicas de tortura que aplicaban a los disidentes. Insólitamente,
algunos de estos prisioneros confesaron crímenes que ellos claramente no
cometieron, e incluso algunos defendían las bondades del comunismo.
En EE.UU., muchos
psicólogos se empezaron a preocupar ante la posibilidad de que, en efecto, los
chinos fueran capaces de lavar el cerebro de sus prisioneros. Se manejaba la idea
de que, con algunas técnicas de tortura muy específicas, se podría quebrar a un
prisionero, al punto de que cambiase radicalmente su forma de pensar, y
aceptase con plena convicción las creencias del torturador.
Tras estudiar a algunos soldados americanos
que habían sido prisioneros en China, un psicólogo, Robert Jay Lifton,
identificó el método que usaban los chinos para lavar cerebros. Primero, es
necesario quebrar la identidad de la víctima, continuamente maltratándola e
insistiendo en que ella no es quien cree ser. Luego, hay que bombardear a la
víctima con sentimientos de culpa, haciéndola sentir mal por algo que
supuestamente han hecho. También hay que aislar a la persona de amigos o
camaradas. Es necesario acosar a la víctima constantemente, al punto de hacerla
llorar o tener convulsiones. Pero, perversamente, justo cuando la víctima
empieza a desarrollar esta crisis, el torturador le ofrece un gesto de cariño.
Inmediatamente después, el torturador, aprovechando su posición como benefactor
por el pequeño gesto, exhorta a la víctima a confesar alguna culpa, así como el
abandono de las antiguas ideas. Como parte del arrepentimiento, el torturador
invita a la víctima a asumir un nuevo conjunto de ideas. Finalmente, se exige
que la víctima haga una declaración formal de lealtad a las nuevas ideas.
A decir verdad, los
chinos no lograron gran cosa. Ciertamente, ante este tipo de acosos, y frente a
la amenaza de maltratos, los prisioneros cantaban alabanzas a Mao Tse Tung y el
comunismo. Pero, pronto se hizo evidente que, una vez que el maltrato cesaba y
la amenaza ya no estaba presente, la víctima renunciaba a continuar con las
proclamas que le obligaban a hacer, y exponía sus verdaderas creencias. El supuesto
lavado de cerebro, si acaso ocurría, tenía un efecto muy breve y muy limitado.
Bajo la amenaza del palo, la víctima ciertamente decía lo que el torturador
quería oír. Pero, el torturador no tenía realmente el poder de cambiar la mente
de la persona.
Con todo, en EE.UU.
había mucha paranoia al respecto. Recuerda, Belén, que esto era a mediados del
siglo XX, en plena Guerra Fría, cuando los norteamericanos y los soviéticos
pensaban constantemente en la posibilidad de enfrentarse directamente en una
guerra. Por aquella época, apareció una película, El candidato de Manchuria (originalmente se tradujo como El mensajero del miedo), que narraba la
historia de un soldado norteamericano capturado en Corea, y sometido por los
chinos a torturas y técnicas de lavado de cerebral. En la película, la
intención del lavado de cerebro no era tanto hacer que el soldado hiciera
proclamas comunistas, sino que obedeciera a un amo que le ordenara cometer
asesinatos políticos. Cuando el pobre soldado, con el cerebro lavado, cometiera
el asesinato, no recordaría lo sucedido, y obedecería al amo sin rechistar.
Sería algo así como un zombi; pero, en vez de administrársele tetrodotoxina, se
lograría su zombificación con puras técnicas de tortura psicológica.
No te negaré que la
película es buena y entretenida (y además, el protagonista es el siempre
encantador Frank Sinatra). Pero, es pura fantasía. Te insisto, no hay forma de
forzosamente cambiar las convicciones de alguien, mucho menos de convertirla en
un asesino zombificado. Quizás en un futuro se puedan implantar chips en el
cerebro para controlar la mente de las personas, y manejarlas como si fueran
robots. Pero, por ahora, tales tecnologías no existen. No está mal disfrutar la
ciencia ficción, pero sí está mal confundir la ciencia ficción con la realidad.
Por supuesto, hay
muchas formas de intentar persuadir. De eso trata la educación, la propaganda y
el adoctrinamiento. Pero, eso es distinto de lo que tradicionalmente se
entiende por lavado de cerebro. En el adoctrinamiento, te bombardean con
información (por lo general falsa), pero al final, tú conservas el poder de
decidir si la crees o no. El lavado de cerebro es algo más. Cuando intentan lavarte el cerebro, pretenden que tú
aceptes una creencia, aún en contra de tu voluntad. En el lavado de cerebro, tu
voluntad queda eliminada, y te conviertes en algo así como un zombi, sin
control de ti misma, y a merced de las órdenes de un amo. Tal cosa no existe.
Lamentablemente, en
EE.UU., muchas personas se tomaron muy en serio El candidato de Manchuria, y la amenaza de que los comunistas
podrían lavar el cerebro de los norteamericanos. Irónicamente, ya desde antes
de El candidato de Manchuria, el
propio gobierno norteamericano se propuso hacer algo parecido a lo que
intentaban hacer los chinos. En vista de los informes sobre los soldados
norteamericanos capturados en Corea, la CIA (la agencia de espionaje
norteamericana) procuró desarrollar su propio programa de lavado de cerebro.
Ese programa, que
vino a conocerse como MK-Ultra, consistía en administrar drogas (especialmente
el LSD), con la esperanza de que quien la consumiera, se convirtiera en un
borrego que obedeciera órdenes sin rechistar, y posiblemente, actuara sin
recordar sus actos. La CIA hizo estos experimentos sobre muchas personas.
Algunos de los propios espías accedieron a consumir LSD como parte del
experimento, pero la mayoría de las veces, se administraba la droga a
indeseables sociales (prostitutas, prisioneros, etc.), muchas veces sin que
siquiera ellos se percataran.
Como comprenderás, Belén,
aquello fue una monstruosidad, y cuando años después, el pueblo norteamericano
supo lo que su gobierno hacía, hubo mucha indignación. La CIA decidió desistir
del proyecto. Los de la CIA no son hermanitas de la caridad. Si ellos
descontinuaron el proyecto MK-Ultra, no fue tanto por la indignación del
pueblo, sino sencillamente, porque se dieron cuenta de que no es posible lavar
el cerebro, y no valía la pena seguir invirtiendo recursos en un proyecto que
no daba resultados.
Con todo, ya sabes
que los conspiranoicos abundan, y hay personas que creen que los MK-Ultra
todavía existen. Cada vez que en EE.UU. ocurre una extraña matanza (y,
lamentablemente, esto se hace cada vez más común), estos conspiranoicos saltan
a decir que los asesinos son Mk-Ultras, borregos cuyos cerebros han sido
lavados por la CIA, para seguir órdenes mecánicamente, y cometer asesinatos sin
recordar nada. Tonterías.
Un hecho que
mortificó mucho a los norteamericanos, fue el suicidio colectivo de más de 900
personas en Guyana, en 1978. Estos suicidas eran miembros de una secta
religiosa, bajo el liderazgo de un carismático líder, el pastor Jim Jones. En
aquella ocasión, se decía que quizás Jones era un agente de la CIA, y que había
lavado el cerebro a esas 900 personas, pues si no, ¿cómo podría explicarse que
tanta gente decidiera acabar con sus propias vidas?
Desde entonces, en
varios países, han proliferado muchas sectas religiosas. Esas sectas suelen
estar conformadas por gente aparentemente normal que, repentinamente, corta
comunicación con sus seres queridos, y se entrega por completo a las órdenes
del líder de la secta. Esto abrió paso a nuevas teorías conspiranoicas. Se
decía que las sectas usaban los métodos chinos de tortura psicológica (los
mismos que Lifton decía que se usaban con los prisioneros norteamericanos en
Corea), y así, lavaban el cerebro de sus miembros. Los familiares de los
miembros de las sectas no comprendían cómo su ser querido, repentinamente
cortara toda comunicación con ellos. Obviamente, pensaban ellos, les habían
lavado el cerebro.
En vista de aquello, surgieron
personajes que prometían revertir el daño que el supuesto lavado de cerebro
hacía a los miembros de las sectas. Estos personajes, conocidos como deprogramadores, proponían raptar a los
miembros de las sectas, y someterlos a las mismas técnicas de lavado de
cerebro, pero con la intención de regresarlos a su estado mental inicial antes
de que entraran en las sectas.
Las sectas
ciertamente tienen creencias muy extrañas, y también es cierto que alientan a
sus miembros a separarse de sus familias. Pero, ¿no es esto lo que hace una
orden monástica cuando le pide al monje que abandone a su familia para irse a
vivir al monasterio, y además, le exige que profese que María tuvo un hijo aún
siendo virgen, y que ese hijo luego murió y resucitó al tercer día? Nadie acusa
a los franciscanos, benedictinos o dominicos, de lavar el cerebro a los monjes,
a pesar de sus extrañas creencias y su vida reclusa. Los jóvenes que entran en
los monasterios, lo hacen por cuenta propia, y mantienen el control de sus
propias convicciones.
Pues bien, lo mismo
puede decirse de las sectas. Quien entra y se mantiene en una secta, lo hace
por voluntad propia, por muy extraño que parezca. En las sectas no se intenta
ningún lavado de cerebro, pues desde un primer momento, sus miembros quieren
estar ahí. Es desconsolador, pero quienes se suicidaron en Guyana, tomaron esa
decisión por cuenta propia, y no hubo un amo que ejerciera un control mental
sobre ellos. Si acaso, los que realmente sí intentaban lavar el cerebro (e
insisto, nunca lo lograron) eran los deprogramadores,
quienes intentaban cambiar forzosamente la mente de las personas, sin contar
con su aprobación.
Si la idea del lavado
de cerebro se toma demasiado en serio, existe el peligro de que algún criminal
la aproveche para, ante un juez, alegar que sus acciones ocurrieron como
consecuencia de que otra persona le lavó el cerebro. De hecho, hubo un famoso
caso así en EE.UU. Una jovencita millonaria, Patty Hearst, en 1974 fue secuestrada
por una guerrilla urbana de extrema izquierda. Según parece, a Hearst la
mantuvieron en un clóset por algunas semanas.
Desde el cautiverio,
Hearst hizo proclamas a favor de la guerrilla que la tenía secuestrada. Esto no
parecía tan extraño, pues era presumible que sus captores la obligaban a decir
esas cosas. Pero, insólitamente, Hearst también participó con sus captores en
robos violentos de bancos, y aun teniendo varias oportunidades clarísimas para
escapar durante esos atracos, no lo hizo. La policía finalmente atrapó a
Hearst. En su juicio, alegó que ella no era responsable de los crímenes, pues
durante su cautiverio, la guerrilla le había lavado el cerebro. Supuestamente,
mientras robaba los bancos, ella actuaba como una autómata, sin estar en control
de sí misma. Esa teoría no convenció a los jurados, y la declararon culpable.
Pero, gracias a su influencia como millonaria, recibió un perdón presidencial.
Hasta el día de hoy,
Patty Hearst sigue defendiendo la teoría de que a ella le lavaron el cerebro.
Pero, muy pocos psicólogos se toman eso en serio. Hearst claramente decidió
participar en los atracos por cuenta propia. La pudieron haber torturado, pero
ante la posibilidad de escapar, no lo hizo. Bajo la amenaza del palo,
ciertamente harás lo que tu torturador te exija. Pero, insisto, es falso que,
sin la amenaza, un torturador tenga la capacidad de controlarte al punto de que
quedes despojada de tu libre albedrío, y cometas actos que son radicalmente
contrarios a tu personalidad. Patty Hearst robó bancos, no porque le lavaron el
cerebro, sino sencillamente porque le atrajo la idea.
Con todo, puede haber
casos en los que la relación entre el secuestrador y el secuestrado se vuelva
extraña. En 1973, un ladrón entró a robar un banco en Estocolmo, y mantuvo
secuestradas a seis personas. Estas personas vinieron a sentir un apego
emocional hacia él, y desde entonces, algunos psicólogos llaman a este extraño
fenómeno el síndrome de Estocolmo. Pero,
no todos los psicólogos están convencidos de que tal cosa en realidad existe.
De hecho, el síndrome de Estocolmo no está incluido en la lista de enfermedades
mentales que los psiquiatras atienden.
Ciertamente, en
ocasiones, las víctimas se identifican con sus agresores. Pero, esto es
distinto a un lavado de cerebro. Las víctimas pueden sentir aprecio por el
agresor, pero eso no implica que se convierten en autómatas controladas por el
agresor. La respuesta de apego al agresor puede ser más bien una forma de
protegerse frente a la situación estresante del secuestro, y eso, a la larga,
incrementa la probabilidad de que la situación se resuelva menos
traumáticamente. Quizás Patty Hearst sufrió el síndrome de Estocolmo, pero eso quiere
decir que cuando robó bancos, lo hizo contra su propia voluntad. El secuestro
puedo haberla condicionado a sentir más simpatía por los secuestradores, pero
ella no era su títere. Los jurados hicieron bien en entender esto.
No obstante, casi
todos los sistemas judiciales del mundo entienden que, en algunas ocasiones,
algunas personas cometen crímenes, sin realmente ser culpable de ellos. En
muchos países, existe la posibilidad de que una persona acusada de un crimen,
alegue insania mental. Esto se remonta a un famoso caso del siglo XIX, el de
Daniel M’Naghten. Éste era un hombre que sufría esquizofrenia (¿la recuerdas?,
es la enfermedad mental con alucinaciones, delirios, etc.), y creía que el
Primer Ministro de Gran Bretaña quería matarlo. En su delirio, M’Naghten se
anticipó e intentó matar al Primer Ministro, pero terminó matando a uno de los
secretarios. En el juicio, quedó claro que M’Nagthen no estaba cuerdo, y se le
declaró inocente.
En rigor, un acusado
debe ser evaluado por un psiquiatra para constatar que está mentalmente apto
para asistir a un juicio. Pero, aun en el caso de que sí lo esté, podría
demostrarse que, en el momento del crimen, el acusado no conservaba su sanidad
mental. En esos casos, también podría ser declarado inocente, aún si, en el
momento del juicio, está mentalmente sano.
Hay básicamente dos escenarios que permitirían
declarar la insania mental durante el momento de un crimen. Primero, puede ser
que el acusado no comprendiera el acto que realizó. M’Naghten obviamente no
sabía que matar al Primer Ministro estaba mal, pues en sus delirios, había
perdido la capacidad de distinguir entre lo bueno y lo malo. Pero, puede ser
también que el acusado, aun sabiendo lo que hacía, no podía resistir el impulso
de cometer ese acto.
En principio, todo
esto parece muy razonable. Decidir si una persona comprendía o no sus actos,
quizás no sea tan difícil. Pero, decidir si pudo o no resistir el impulso aun
comprendido el acto, sí es muchísimo más difícil. De hecho, Belén, yo te diría
que este tema es uno de los más difíciles de toda la psicología. ¿Somos
realmente libres de decidir nuestras acciones? Yo tengo muchas dudas al
respecto. La naturaleza humana está condicionada por los genes y por las
experiencias del ambiente. En ambos casos, pareciera que estamos determinados
por causas previas, de forma tal que no tiene mucho sentido hablar de libre albedrío, o al menos no en el
sentido tradicional (es decir, como la capacidad de haber hecho algo distinto a
lo que se hizo). Pero, al mismo tiempo, me resulta repugnante soltar a un
asesino, sencillamente porque dice: “Su señoría, soy inocente, porque mis genes
y mis experiencias previas me determinaron causalmente a matar”.
Debo confesarte que
este tema muchas veces me quita el sueño. Y, me resulta perturbador, porque en
esta carta te he dicho varias veces que los lavados de cerebro no existen
propiamente, y que aun con todas las torturas que alguien puede recibir,
conserva su libre albedrío respecto a sus actos y creencias. Pero, al mismo
tiempo, te digo que quizás ninguno de nosotros sea libre, pues la conducta
humana (como cualquier otro fenómeno) obedece a relaciones causales. Los
psicólogos tradicionalmente no han dedicado mucha atención a esta extraña
paradoja, pero los filósofos sí.
Por ahora, no te
propongo que te rompas el coco pensando en esto. Olvidemos este tema tan
complejo, y disfrutemos la fiesta de Halloween de esta noche. Espero ser el
único disfrazado de zombi, pero si hay otros, ¿qué le voy a hacer? Se despide,
tu amigo Gabriel.
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