martes, 6 de mayo de 2014

Sobre el republicanismo: a propósito de una conversación con Andrés Carmona



Conversé recientemente en mi programa de radio con el filósofo Andrés Carmona (abajo está el programa), a propósito del republicanismo. En tanto yo era el entrevistador y Andrés el invitado, como gesto de cortesía, no pude opinar mucho sobre los temas que tratamos. Carmona hizo aportes muy interesantes, y ahora quisiera comentarlos. En estos temas, yo estoy muy indeciso. Yo francamente quisiera opinar como Carmona, pues me conmueve el sufrimiento de los desposeídos, y me escandaliza ver que el 1% de la población acumula más del 90% de la riqueza. Pero, me incomoda darme cuenta de que, al menos en mi caso, esto es más una reacción emocional que racional, me cuesta encontrar justificación moral para defender varias de las posturas que Carmona defiende. Mi corazón es socialista, pero al escuchar los argumentos liberales, me cuesta ver dónde está sus fallas, si acaso las tienen .

            Carmona insiste en que una república es más que una mera ausencia de rey. Estoy de acuerdo. Es una “res publica”, una cosa pública, y eso exige que se conforme un sistema en el cual se tomen decisiones con la participación del colectivo. Pero, en su caracterización de este sistema de gobierno, Carmona parecía implícitamente defender la idea de que, si no se conforma un Estado socialista (o, al menos, un Estado de bienestar), no estamos en presencia de una república. Yo no comparto eso. Yo sí creo que es perfectamente viable articular una república liberal (de hecho, tanto en Europa como en América, las primeras repúblicas fueron liberales, no socialistas), e incluso, me parece que es la opción más conveniente.
            Le decía yo a Carmona que, si bien en la república debe haber participación colectiva, lo virtuoso debe ser no forzar a nadie a participar, pues de lo contrario, estaríamos incurriendo en una forma de paternalismo que fácilmente conduce a la opresión. Carmona aceptaba que esta objeción es sustanciosa, pero me señalaba que, en algunos casos, es necesaria la coerción estatal, pues quizás, nosotros no contamos con la suficiente madurez como para poder tomar decisiones adecuadas. Carmona me señala, por ejemplo, que a los niños les aburre la escuela, pero que todos los adultos agradecen que el Estado les impusiera la educación.
            En este ejemplo, no discrepo, y creo que un liberal convencional tampoco lo haría. Opino, junto a John Stuart Mill, que en el caso de los niños y los enajenados mentales, hay justificación para el paternalismo. Pero, cuando se trata de relaciones entre adultos que expresan su consentimiento, veo ya más difícil que el Estado pueda pretender conocer mejor qué es lo más conveniente para el individuo. Jugar en los casinos, tener sexo con una prostituta o beber un trago de ron ciertamente puede ser dañino, pero yo prefiero que, a no ser que yo misma pida que me controlen (pero sólo para mí, y no para los demás), el Estado no intervenga a prohibirme estas cosas.
            Carmona me comentaba que, en la república, el Estado debe poner sus límites en la dominación: sólo debe intervenir cuando unos dominen a otros. Yo no veo la dominación como algo intrínsecamente objetable. En toda sociedad, debe haber jerarquías y cadenas de mando para hacer operativa la ejecución de las decisiones. Veo objetable sólo aquella dominación coercitiva. Y, me parece que esto es una diferencia muy relevante. Si por vía contractual, dos individuos entran en una relación desigual, veo muy difícil que el Estado tenga autoridad moral para intervenir, bajo el pretexto de hacerlo más justo. La justicia, me parece, se pierde cuando se obliga a una persona, por vía de la coerción estatal, a hacer algo que va contra su voluntad.
Yo francamente veo difícil hablar de “explotación” en relaciones contractuales. En cambio, la explotación ocurre, me parece, cuando hay ausencia de consenso. Cuando el Estado interviene para obligar a alguien a hacer algo, se pierde el consenso.
Carmona me decía que, en la república, el papel del Estado es garantizar el máximo de libertades para todos. Y eso, opina él, implica intervenir para que, todos seamos libres en la satisfacción de muchas necesidades. El problema que yo veo en esto es que, para cumplir las libertades que Carmona invoca, hay que sacrificar libertades más fundamentales. El filósofo Isaiah Berlin apreciaba este problema, al distinguir entre “libertad negativa” y “libertad positiva”. La libertad negativa es la ausencia de coerción; la positiva, es el ofrecimiento de bienes y servicios. La dificultad, postulaba Berlin, es que muchas libertades positivas van en detrimento de las negativas. La libertad positiva del “precio justo” (regulado por el Estado), por ejemplo, va en detrimento de la libertad negativa que consiste en que el Estado no intervenga coercitivamente en las transacciones económicas voluntarias. A mí me parece que la libertad negativa es lo más fundamental, y que no debe ser sacrificada.
Le preguntaba yo a Carmona, ¿bajo qué justificación moral debo yo financiar el bienestar de los demás, si su desposesión no es directamente mi responsabilidad? Carmona me decía que desde el mismo liberalismo, es conveniente el subsidio a los más desposeídos y acercar a las clases sociales, pues la desigualdad genera inseguridad, conflictividad, etc. Yo estoy de acuerdo en que la desigualdad genera estos problemas. Pero, insisto, para evitar el paternalismo, la exigencia moral es que sean los mismos ciudadanos, por cuenta propia, quienes decidan esto, sin la coerción estatal. El comunismo me parece un sistema loable, siempre y cuando no sea impuesto, y no se incluya en la comuna a quien no quiera participar. Por ello, no creo que, bajo los parámetros del liberalismo, sea tan fácil encontrar justificación moral para la redistribución de la riqueza mediante el cobro de impuestos.
 Al margen del liberalismo, Carmona me dice que el Estado debe intervenir para garantizar mayores niveles de igualdad, a fin de que nadie pueda ser dominado con la oferta monetaria de los más ricos. De nuevo, yo acá veo difícil encontrar justificación para oponernos a una dominación, si ésta no es coercitiva. Si alguien se vende por una cantidad de dinero, obviamente algo le resulta atractivo en esa transacción, pues de lo contrario, no habría accedido a ella.
Al final, hasta ahora sólo me convence firmemente un argumento a favor de la redistribución forzosa de la riqueza. Se trata del argumento que apela a la suerte moral, según ha sido desarrollado por el filósofo John Rawls. Los liberales más duros creen que un mundo sin las distorsiones de la intervención estatal o el establecimiento de relaciones coercitivas, terminaría siendo justo, y que si hay desigualdades, éstas deben aceptarse, pues de lo contrario, se estarían violando las libertades más elementales, a saber, las libertades negativas.
Yo, en cambio, no opino que en una situación como ésta, el mundo sería justo. Pues, muchas de las desigualdades actuales no son meritocráticas, sino que son meramente fortuitas, y la mayoría proceden de una “suerte moral”. Los grandes magnates no suelen construir sus riquezas, más bien las heredan. ¿Hay mérito en la herencia? No. Una persona pudo haber sido muy talentosa y disciplinada, pero pudo haber sufrido un accidente que lo dejó en la ruina. Estas contingencias, opino yo (siguiendo a Rawls), sí justifican que el Estado ejerza su coerción para garantizar un mínimo de bienestar a todos los ciudadanos. Al final, en mi caso, sólo este argumento rawlsiano es el que me permite justificar, no la intervención en decisiones contractuales entre partes que expresan libremente su voluntad, pero sí la recaudación de impuestos para construir un Estado de bienestar, a fin de palmear las injusticias que acarrea la suerte moral.

2 comentarios:

  1. Muchísimas gracias, Gabriel, por la entrevista y tus comentarios. Voy a ceñirme solo a una cuestión, la de la dominación. Me parece que estamos empleando el término “dominación” en sentidos distintos. Para el republicanismo (por lo menos para el de Pettit, que es el que más o menos sigo) toda dominación es coercitiva. No se refiere al hecho de que unos manden sobre otros, eso sería autoridad. La dominación tiene lugar cuando alguien puede interferir arbitrariamente en las decisiones de otro y obligarle a hacer (o prohibirle hacer) algo de forma arbitraria. Mientras que la autoridad es distinto: es un poder legítimo en tanto que es aceptado por sus destinatarios. Yo puedo aceptar lo que dices si lo “traduzco” así: “Yo no veo la autoridad como algo intrínsecamente objetable. En toda sociedad, debe haber jerarquías y cadenas de mando para hacer operativa la ejecución de las decisiones. Veo objetable sólo la dominación”. Si es así, estamos diciendo más o menos lo mismo.

    Dices: “Si por vía contractual, dos individuos entran en una relación desigual, veo muy difícil que el Estado tenga autoridad moral para intervenir, bajo el pretexto de hacerlo más justo”. Yo estoy de acuerdo si el contrato es realmente libre, es decir, si los contratantes son realmente libres. Eso implica, en términos republicanos, que ninguno de ellos puede interferir arbitrariamente en la decisión del otro de aceptar o no el contrato, es decir, que ninguno puede engañar, chantajear, amenazar o forzar al otro a aceptar un contrato que no aceptaría si no fuera por ese engaño, chantaje, amenaza o fuerza. Es decir, si no hay una relación de dominación de uno sobre el otro. Si ni tan siquiera es posible: no solo que no se dé de hecho, sino que se establezcan las medidas para que no pueda darse. Por ejemplo, si uno de los contratantes es analfabeto o poco instruido, y el otro es experto en triquiñuelas legales, este puede engañar a aquel a firmar un contrato sin pleno conocimiento de lo que está firmando (como ha pasado en España con la estafa de las preferentes en algunos bancos). O si uno de los contratantes está en una situación de miseria económica, que puede ocurrir que acabe aceptando un contrato humillante para evitar esa miseria (por ejemplo, un contrato que implique favores sexuales al jefe o un salario excesivamente bajo). En estas circunstancias, el Estado debe intervenir para evitar esa dominación, impidiendo por vía legal la validez de un contrato si una de las partes no tiene o no comprende la información relevante implícita en el contrato, o si incluye cláusulas humillantes o degradantes. Esa intervención se justifica porque no es arbitraria sino precisamente para evitar la arbitrariedad que una de las partes quiere imponer a la otra. La mera “libertad negativa” liberal permitiría, por vía de hecho, esos contratos injustos en tanto que hay dominación de una parte sobre la otra pero no se evita. En cierto modo, lo que el republicanismo hace es establecer unas condiciones de posibilidad para considerar que una situación contractual es libre, y que son las condiciones de no-dominación. Si se respetan esas decisiones, cualquier contrato en ausencia de dominación es justo. Pero en parte esto no es totalmente extraño al liberalismo: un liberal no aceptaría como válido un contrato firmado por un sujeto con una pistola en la sien, y el republicano lo que añade es que el chantaje del hambre, por ejemplo (o aceptas un trabajo humillante o nada) es como poner una pistola en la cabeza del trabajador, y que, en general, cualquier dominación implica eso. El paso del liberalismo al republicanismo supondría el paso del dogma de la “no interferencia” hacia la “no interferencia arbitraria” y la “interferencia no-arbitraria” (la que evita la dominación de otro).
    Andrés Carmona.

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    1. Sí, gracias por esos comentarios tan enriquecedores. Ciertamente, para que una transacción sea legítima, debe haber consentimiento informado. De lo que yo no estoy muy seguro es que aprovecharse de un contrato con alguien que tiene hambre, es moralmente equivalente a colocarle una pistola en la cabeza. El matar a una persona es una acción directa, y tiene responsabilidad. En cambio, el dejar que alguien tenga hambre no es una acción que acarrea responsabilidad, pues no es mi culpa que el otro no haya comido. Pero, supongo que es una discusión muy extensa. Voy a leer a Petit, porque hasta este momento, no lo conocía.

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