En
preparación para un libro que escribo sobre las razas humanas, he seguido la
pista a American Renaissance. Ésta es
una organización abiertamente racista que, bajo un barniz académico (que
pretende alejarse de los grupos neonazis violentos), reúne a intelectuales en
congresos que son virtualmente orgías de racismo pseudocientífico.
En
esas reuniones, se han dicho muchas barbaridades. Ahí, J.P. Rushton expuso
varias veces su teoría de que los negros tienen cerebros pequeños, penes
inmensos, son estúpidos, y hacen grandes proezas sexuales. Michael Levin
también en varias ocasiones defendió la idea de que los negros no tienen
disposición genética a la cooperación y fácilmente se exaltan (lo cual se
manifiesta en el volumen tan alto con el cual hablan), y así, cuando se quejan
por algo, los blancos se confunden al creer que los negros sufren mucho, cuando
en realidad, no es más que una reacción exaltada ante un tema sin
trascendencia.
Pero,
en medio de esa pornografía de argumentos decimonónicos típicos del racismo pseudocientífico, ha habido alguno que
sí ha destacado. Michael Hart es de la idea de que, en un país como EE.UU.,
nunca habrá óptimas relaciones interraciales, y ya hay suficientes indicios de
ello. Aun si no existen ya leyes que favorezcan la segregación, los negros se
siguen casando entre sí (igual que los blancos), en los colegios rara vez un
joven blanco es amigo de un joven negro, y sigue habiendo desconfianza mutua.
A
juicio de Hart, seguramente llevamos en nuestros propios genes una disposición
a la xenofobia (según esta teoría, en la evolución, es ventajoso cooperar sólo
con quien lleva nuestros genes, y en ese sentido no desarrollamos una
disposición a ser caritativos con foráneos a nuestros grupos), y así, es muy
difícil que haya convivencia entre distintos grupos étnicos.
La
solución de Hart es dividir a EE.UU.: un Estado para los negros, otro para los
blancos, y otro para los hispanos. Frente a los patrioteros en Washington que
se empeñan en mantener la unidad de su país, Hart más bien está dispuesto a
prescindir de la identidad nacionalista tradicional, y abrirse a la
conformación de nuevos países.
En
algunos puntos, simpatizo con Hart, pero no en todos. Hart ha comprendido
adecuadamente que las naciones son construcciones sociales, y que no hay ningún
impedimento para cambiar los límites. Las naciones no han existido desde tiempo
inmemorial, y no hay necesariamente riesgos en redibujar mapas geopolíticos.
Como
Hart, yo creo firmemente en la autodeterminación de los pueblos, y opino que,
si la población de un territorio manifiesta su voluntad de secesión respecto a
un país, debe concederse ese deseo. En el siglo XIX, Abraham Lincoln
obstinadamente se empeñó en mantener la unidad de su país, y su terquedad
condujo a una sangrienta guerra civil que fácilmente pudo haberse evitado.
Posturas como las de Hart, en cambio, están mucho más cerca del liberalismo:
cada pueblo tendría la facultad de decidir a cuál país pertenecería.
Ahora
bien, el nacionalismo étnico de Hart me parece erróneo y peligroso. Hart parte
de la idea de que es imposible que distintos grupos étnicos convivan armoniosamente
en un mismo Estado. Hart señala algunos ejemplos históricos en los cuales la
partición de un país en distintos grupos étnicos evitó guerras civiles
(Checoslovaquia, Noruega-Suecia, India-Pakistán). Pero, hay muchísimos otros
países multi-étnicos en los cuales las cosas parecen marchar bien (Suiza es el
emblemático), de forma tal que es muy dudoso que, para poder funcionar
acordemente, un Estado debe mantener homogeneidad étnica.
Los
argumentos evolucionistas que tradicionalmente se ofrecen para justificar este
nacionalismo étnico (a saber, que la evolución nos ha programado a ser
caritativos sólo con aquellos con quienes compartimos genes, y estamos
programados a ser hostiles con miembros de otros grupos étnicos) tampoco
convencen del todo. Pues, si bien existe aquello que ha venido a llamarse la
“selección de parentesco”, este mecanismo propicia que seamos nepotistas con
parientes cercanos, pero no que establezcamos una discriminación a partir del
grupo étnico.
Lo
más preocupante del argumento de Hart, no obstante, es que su empeño en darle
cumplimiento a la conformación nacionalista de los Estados a partir de la
homogeneidad étnica, promueve las migraciones forzosas de aquellas minorías que
quedan a la deriva. Al conformar el Estado para negros, los blancos tendrían
que emigrar; en el Estado blanco, los negros tendrían que emigrar. Esta
tragedia ya se vivió en 1947 cuando, tras la partición de la India, los hindúes
tuvieron que emigrar a la India, y los musulmanes a Pakistán. En estas
migraciones forzosas, murieron cerca de un millón de personas.
Hart
reconoce que estas migraciones forzosas generan víctimas, pero él las considera
una vacuna necesaria frente al mal mayor de guerras civiles por motivos
étnicos. Yo no comparto esa opinión. Ciertamente en muchos países hay peligros
de conflictos étnicos, pero no son inevitables. Yo he visto de cerca la
hostilidad de blancos y negros en EE.UU., pero también he podido comprobar que
en América Latina, no existen esas tensiones entre blancos y negros (o, al
menos, no al mismo nivel). Han sido más bien las peculiares circunstancias
históricas de cada país lo que ha alimentado estos odios inter-étnicos. Esto,
en cierto sentido, es una buena noticia: si las tensiones raciales se deben más
a circunstancias históricas, entonces no están propiamente inscritas en
nuestros genes, y sí existe la posibilidad de erradicarlas.
Así
pues, junto a Hart, opino que la secesión es un derecho que debe concederse a
la población que mayoritariamente la exija. Pero, en las negociaciones frente a
movimientos secesionistas, es inaceptable admitir que las mayorías que
gobiernen los nuevos territorios, expulsen a minorías étnicas.
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