De los años que como adolescente pasé en EEUU, recuerdo
especialmente los circos mediáticos de aquella época. Mi madre y yo nos hicimos
adictos al caso de O.J. Simpson, como buena parte del pueblo americano. Pero,
como antesala de aquel circo, hubo una función menor ese mismo año de 1994, con
el caso de Tonya Harding y Nancy Kerrigan.
Éstas
eran dos patinadoras artísticas que mantuvieron una rivalidad en la pista de
patinaje. Unas semanas antes de los juegos olímpicos, un tipo golpeó duramente
a Kerrigan en la rodilla. Semanas después, se descubrió que el agresor estaba
ligado al esposo de Harding. La prensa amarillista se volcó contra Harding.
Recuerdo
que, en aquella ocasión, a Harding se le representaba como una muchacha típica
de la subcultura “white trash”
(basura blanca), blancos norteamericanos empobrecidos y resentidos. Para mí,
era muy fácil asimilar a Harding con muchachas de mi colegio que fácilmente
encajaban en el estereotipo del blanco empobrecido que, en el fondo, es una
escoria social.
En aquel
entonces, mi mente adolescente no entendía mucho sobre los aspectos
sociológicos del episodio de Harding, y a diferencia del caso de Simpson, nunca
más le seguí la pista a Tonya Harding. Ahora, con la presentación de la
película Yo, Tonya, de Craig
Gillespie, empiezo a entender mejor muchas cosas.
En el
cine no es fácil presentar con simpatía a quien hace trampas en el deporte, pero
Gillespie lo logra. En su retrato de Tonya, la protagonista sale reivindicada.
Tonya tuvo que aguantar toda clase de abusos por parte de su madre, su esposo,
y el mundo del patinaje. Al final, pudo como pudo no haber tenido algo que ver
en el complot para agredir a su rival Kerrigan (la película no lo deja claro),
pero la narrativa muy hábilmente deja entrever que, aun si ella fuera culpable,
Tonya fue más víctima que victimaria.
Tonya se
convierte en una suerte de heroína (o más bien, anti-heroína) feminista. Tiene
todas las habilidades atléticas para triunfar, pero los jueces no le dan el
puntaje que se merece, porque temen que ella proyecte una imagen no
suficientemente acorde a las expectativas sociales de femineidad. Tonya es
demasiado musculosa, y sus orígenes son demasiado proletarios. En el mundo del
patinaje, el triunfo debe venir con más elitismo y gracia artística (pero en el
fondo, esto no es más que sumisión a las expectativas de que la mujer sea
pasiva).
Tonya se
convirtió en una figura odiada por el establishment, no sólo del mundo del
patinaje, sino de toda la sociedad americana. Ciertamente, en EEUU existe el white priviledge (el privilegio de ser
blanco). Pero, muchas veces se olvida que un importante sector de los blancos
están muy lejos de ser privilegiados. Éstos fueron los que llevaron a Trump a
la Casa Blanca, y sospecho que éstos son los que, aun sin admitirlo
explícitamente, se habrían alegrado de que Tonya hubiese vencido a Kerrigan,
aun valiéndose de un acto delictivo.
Yo Tonya invita a pensar que el patinaje
sobre hielo puede ser un arte muy bello, pero francamente, no debería
considerarse un deporte, pues sencillamente, es demasiado subjetivo como para
precisar quién es mejor patinador. La película también invita a pensar que las
mujeres siguen estando limitadas por las expectativas sociales. Y, más
importante aún, Yo Tonya es un vivo
recordatorio de que el triunfo de Donald Trump no apareció de la nada: refleja
las muchas décadas de frustración de una clase obrera norteamericana
empobrecida y en ocasiones maltratada, que lo mismo que hizo Tonya (o su
marido) con su rival Kerrigan, canaliza esa frustración en actos destructivos.
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