Cada época tiene su capital mundial, y como no puede ser
de otra forma, esa capital está en el corazón del imperio dominante. Así, ha
habido una sucesión: Roma, Bagdad, Madrid, París, Londres… y ahora, Nueva York.
Los imperios y las civilizaciones atraviesan ciclos, y es raro que una ciudad
sea capital del mundo por más de dos o tres siglos. Quizás a Nueva York le siga
Beijing o Nueva Delhi, pero por ahora, sigue siendo la capital del mundo. Y en
vista de que no lleva más de un siglo en ese rol, cabe esperar que así
continuará por muchos años más.
A lo
largo de la Historia, estas capitales mundiales suelen evocar toda clase de
sentimientos encontrados. Generan admiración y fascinación, pero también mucha
envidia y rencor. Los antiguos judíos asociaban a la capital imperial de aquel
momento, Babilonia, con la más abyecta degradación. Siglos después, los
cristianos identificaban a Roma con Babilonia, naturalmente de forma muy
despectiva.
Con
Nueva York no es muy distinto. Yo crecí oyendo canciones que despreciaban a
Nueva York. En los años 30 del siglo XX, un resentido venezolano (Chávez no fue
el primer resentido venezolano, ya ha había habido muchos desde hace mucho
tiempo) narraba en un contagioso merengue cómo fue a Nueva York con mucha
ilusión, pero se quejaba de que “allá no hay vino, no hay berros ni hay amor”.
Los españoles de Mecano contaban que fueron de turismo a Nueva York, y estando
allá, decían, “ya estoy/en Nueva York/y no le veo buen color”. Pero esto no es
puro anti-americanismo propio de los hispanos. Incluso los ingleses tienen esa
ambivalencia con Nueva York. El mismísimo Sting expresaba su incomodidad, “I’m a legal alien, I’m an Englishman in New
York”. Lo cierto es que todos la odian, pero todos quieren ir a la Gran
Manzana, aunque sea bajo la excusa de “vivir en las entrañas del monstruo”,
como lo hacía el cubano José Martí.
Yo había
visto las películas de Woody Allen y Martin Scorsese, había escuchado las
canciones de Frank Sinatra, y había visto los juegos de los Mets y los Yankess.
Todo eso es inevitable en nuestra época de imperialismo cultural gringo. Pero,
nunca me había interesado mucho por Nueva York. Había estado en otras ciudades norteamericanas
(Miami, Chicago, Washington) y otras grandes ciudades del mundo (París, Londres, México, Delhi), pero
la Gran Manzana no me atraía demasiado, o en todo caso, no había tenido la
oportunidad de ir.
La
oportunidad llegó en mayo de 2017, cuando empecé a trabajar en una universidad de Aruba. Apenas
dos semanas después de empezar, un decano me dijo que necesitaba llevar a un
maestro de ceremonia a una graduación de esa universidad en Nueva York. Yo
había tenido experiencia de muchos años haciendo programas de radio y
televisión en Maracaibo, pero nunca había sido maestro de ceremonia. En mi
universidad de Venezuela había un tipo que, con un vozarrón, presidía todos
esos eventos, y yo siempre me burlaba de él y de todos los maestros de
ceremonia, por su exagerada teatralidad.
Pero, como suele
resultar, la lengua es el castigo del cuerpo: no iba a dejar pasar esta
oportunidad, para ir a ver si la capital del mundo era tan aburrida como decían
los de Mecano, o si tenía todo el glamour de una canción de Sinatra. Acepté que
me postularan como maestro de ceremonias, aduciendo mi experiencia en los
medios de comunicación en Venezuela, aunque francamente, era muy limitada.
Hice el
viaje con el decano, un médico indio. El tipo siempre me trató bien, pero
parecía deleitarse asustándome con sus historias sobre cuánta gente había
despedido porque no tenían buen rendimiento académico. Con apenas dos semanas
en un nuevo trabajo, naturalmente estas historias causan gran ansiedad. A
medida que conversaba con el decano en el avión, superé mi miedo habitual a las
alturas, pero sólo porque me invadió un miedo mayor: que hiciera un mal papel
en la ceremonia, y el decano me despidiera cuando volviéramos a Aruba.
En fin,
llegamos al aeropuerto de Nueva York. El decano estaba obsesionado con usar
Uber, porque en Aruba no existe esa compañía. Supongo que es imposible llegar a
Nueva York y no contagiarse de ese consumismo alienante, sobre todo si se es un
médico indio con bastante plata. El taxista de Uber nos llevó hasta un hotel en
Queens. El decano quería cenar en el propio hotel, y tuve que acompañarlo hasta
tarde, mientras seguía gozando contándome cómo despiadadamente despedía a sus
empleados.
El
itinerario de la visita a Nueva York era muy apretado. Al día siguiente de
nuestra llegada, estaríamos todo el día en los preparativos de la ceremonia y
en la propia graduación, y el día después tendríamos que regresar muy temprano
en la mañana a Aruba. De forma tal que mi única oportunidad de conocer algo de
Nueva York sería esa misma noche. Pero, el decano no dejaba de hablar. Al final,
cerca de las diez de la noche, el tipo dijo que se iba a su cuarto a dormir, y
me recomendó que yo hiciera lo mismo, pues tendríamos una larga jornada al
siguiente día.
Yo
estaba cansado por el viaje, pero razoné que seguramente no tendría oportunidad
de conocer algo de Nueva York. De forma tal que me aseguré de que el decano
entrara en su habitación, y al constatarlo, inmediatamente bajé al lobby del
hotel a preguntar cuál es el mejor sitio turístico de Nueva York en la noche, y
cómo podría llegar hasta allá.
Las
muchachas del lobby me sugirieron ir a Times Square, en Manhattan, tomando un
taxi. Me pareció una barbaridad lo que tendría que pagar, así que opté ir en
metro, a pesar de que se tardaría mucho más, y habría que hacer varios
trasbordos complicados. No me arrepiento. En la vida moderna de muchas grandes
ciudades, el metro se ha convertido en parte esencial de la experiencia
turística, pero en Nueva York es así incluso mucho más que en cualquier otra
ciudad. Ir a Nueva York y no montarse en el metro es un crimen, a pesar de que,
francamente, las estaciones y los vagones son bastante feos. Supongo que el
aspecto lúgubre del metro en Nueva York evoca las mismas emociones estéticas de
los misteriosos espacios subterráneos; cuando los griegos contaban el mito
sobre Orfeo y su descenso al hades, seguramente
algo similar tenían en mente.
Estuve
hora y media montado en el metro, viendo subir y bajar gente de todo tipo, como
sólo puede ocurrir en la ciudad más cosmopolita del mundo. Finalmente llegué a
la zona de Times Square, y estuve caminando dos horas en aquel mar de luces y
rascacielos. Sobrecogido por aquellas pantallas electrónicas y luces tan
potentes, me picó el gusanito de la mentalidad chavista, y a la manera de
Eduardo Galeano y otros progres del Tercer Mundo, pensé que el Sur es pobre
porque el Norte es rico. Me formé la idea de que los apagones que tanto
sufrimos en Maracaibo, son culpa del derroche de energía eléctrica en Times
Square.
Por
fortuna, de inmediato me di cuenta de lo absurdo que era ese pensamiento, y a
medida que me acercaba a Broadway, con mi propia mano golpeé mi cabeza, para
asegurarme de que nunca más me vinieran al cerebro semejantes ideas. Viendo los
carteles que anunciaban musicales en Broadway, recordé Into The Woods, una pieza en la que participé como adolescente,
cuya versión original procede de Broadway. Francamente, ya como adulto, no me
queda mucho entusiasmo por ese tipo de espectáculos musicales, aunque en
ocasiones he visto versiones cinematográficas que sí me han gustado.
Tras
varias horas de paseo en los alrededores de Times Square, ya de madrugada,
decidí regresar al hotel. Al día siguiente tendría una larga jornada con el
decano, y seguramente tendría que recargar las pilas para volver a escuchar sus
cuentos sobre cómo despedía a sus empleados. Sólo estuve 36 horas en Nueva
York. Quedé encantado. No fue tiempo suficiente como para saber si, como decía
el merengue venezolano, “el Norte es una quimera”. Pero, a diferencia del tipo que
cantaba esa canción en la época de Gómez, yo no regresaba a “Caracas como fuete
de arrear pavos”. De hecho, quedé con muchas ganas de volver a la capital del
mundo.
Bonita crónica, Gabriel. Pero disiento en algo: en lo referente al merengue (o guasa) El norte es una quimera y la verdadera intención de su autor, Luis Fragachán, al componerlo (puntualizo que yo también estaba confundido con respecto a su verdadera intención). No es en realidad una crítica a Nueva York, sino una canción satírica al fracaso en su viaje a EE.UU, buscando fama, del cantante de música criolla Lorenzo Herrera, amigo del propio autor de esa canción; reprochándole que su actitud provinciana fue uno de los motivos de su vuelta al país y que no tuviera éxito en La gran manzana.
ResponderEliminarSiempre es interesante conocer el contexto verdadero de los orígenes de cualquier obra artística o literaria. Uno se lleva más de una sorpresa.
Un gran saludo.
Gracias Luciano. Sí estaba al tanto de que la canción tenía aspectos humorísticos ("todo el que va a Nueva York/se vuelve tan embustero/ que si allá lava platos/ dice que era platero") propios de la supuesta picardía criolla, pero no sabía que en realidad es una sátira de la actitud provinciana. Gracias por la aclaratoria.
Eliminar