En
2016, hubo dos acontecimientos políticos dramáticos. Primero, el Reino Unido
convocó un referéndum que consultaba a los británicos si ellos deseaban seguir
formando parte de la Unión Europea. Contra todo pronóstico, el Brexit (como se llamó a esa iniciativa)
triunfó en las urnas, y así, la Gran Bretaña era el primer país en quebrar la
unidad europea que se venía cultivando desde hacía décadas. Los promotores del Brexit celebraron aquello como una independencia, y su campaña tuvo fuertes
tonalidades nacionalistas.
Luego, ocurrió otro evento que dejó
atónitos a muchos: Donald Trump fue electo presidente de los EE.UU. Trump había
sido simpatizante de la opción británica del Brexit, y su campaña electoral orbitó en torno a los mismos temas
nacionalistas. El gran coco, en ambos casos, fue la globalización. Según los
demagogos británicos y norteamericanos, la globalización es una catástrofe,
pues acaba con la soberanía de cada país, perjudica la homogeneidad étnica de
cada nación, los inmigrantes quitan trabajos a los nacionales, etc.
Tanto Trump como los promotores del
Brexit son demagogos de derecha. Pero, la oposición a la globalización de
ningún modo es exclusiva de la derecha. En Europa, siempre ha habido
movimientos antiglobalización, pues ven en ella el triunfo de grandes
corporaciones que, al abrir las fronteras comerciales, terminan por acumular
dinero y concentrar poder excesivamente.
Muchas de las quejas contra la
globalización son legítimas. ¿Queremos un planeta lleno de franquicias que
sirven productos manufacturados, y que terminan por homogeneizar el mundo?
¿Estamos dispuestos a permitir que los tratados de libre comercio quiten todo
freno a la explotación industrial, sin medir los daños ecológicos? ¿Debemos
tolerar que en los países asiáticos se abran fábricas de zapatos y textiles con
condiciones laborales infrahumanas? ¿Nos parece bien que los grandes magnates
del mundo evadan impuestos llevando sus capitales a paraísos fiscales? ¿Es
deseable que desaparezcan los ejércitos nacionales convencionales, y sean
reemplazados por mercenarios que no están sujetos a la legislación de los países
donde operan? ¿Nos conviene tener unos medios de comunicación controlados por
un puñado de corporaciones que terminan por suprimir toda información que no
concuerde con sus intereses?
La globalización no es
necesariamente el monstruo que la extrema izquierda y la extrema derecha se
imaginan, pero, como mínimo, debemos pensar sobre estas cuestiones. Esto
amerita discusiones serias. Ahora bien, lamentablemente, desde hace varias
décadas, entre los críticos de la globalización se han colado los conspiranoicos.
Pues, una de las grandes obsesiones conspiranoicas es con el Nuevo Orden Mundial.
Entre los planes del fundador de los illuminati, Adam
Weishaupt, estaba la conformación de una nueva etapa en la historia de la
humanidad, en la cual, las monarquías tiránicas y la opresión del clero
abrirían paso a un orden mundial de iluminismo y racionalidad. La mención del
Nuevo Orden Mundial quedó muy presente en la mente de los conspiranoicos, y
desde entonces, se han inventado toda clase de teorías sobre cómo tras las
sombras del poder se está construyendo este Nuevo Orden Mundial.
En la imaginación conspiranoica, el
Nuevo Orden Mundial es la supresión de las soberanías nacionales, para
conformar un gobierno mundial que aplastará a los habitantes del planeta
Tierra. En otras palabras, el Nuevo Orden Mundial es la dominación global, a
manos de una selecta élite. La globalización forma parte de este complot del
Nuevo Orden Mundial, pues en la medida en que se van tumbando fronteras a favor
de organismos trasnacionales, los gobiernos tienen menos capacidad de hacerle
frente a esa élite que pretende imponer su yugo sobre la totalidad del planeta.
La idea de un gobierno mundial se vende como un proyecto utópico, en el cual
todos los pueblos del mundo se unen en paz para cooperar entre sí; en realidad,
alegan los conspiranoicos, todo esto es una farsa. La supuesta utopía de la paz
mundial pronto dará paso a una tiranía con esclavos y campos de concentración a
escala global.
Desde los días de Weishaupt y los
illuminati en el siglo XVIII, ha habido alguna preocupación conspiranoica sobre
el supuesto Nuevo Orden Mundial. Pero, no fue una obsesión desmedida. No
obstante, cuando cayó el Muro de Berlín y la Unión Soviética, las alarmas
conspiranoicas se activaron. Si ya los soviéticos y los norteamericanos no se
enfrentaban, ¿significaba eso que, finalmente, la selecta élite estaría mucho
más cerca de establecer el gobierno mundial?
En ese dramático ínterin del final
de la Guerra Fría, empezó la Guerra del Golfo Pérsico. Los conspiranoicos ya
sospechaban de que el presidente norteamericano del momento, George H. W. Bush,
formase parte de esa élite forjadora del Nuevo Orden Mundial, pues además de
ser el jefe del gran nuevo poder hegemónico mundial (en vista del colapso de la
Unión Soviética), era miembro de la sociedad de los Skulls and Bones, una asociación de la cual siempre han desconfiado
los conspiranoicos, y su familia tuvo
algunos negocios con los nazis.
Pues bien, mientras los
norteamericanos organizaban su operación militar contra Irak en la Guerra del
Golf Pérsico, en un breve discurso, Bush enunció estas palabras: “De estos
tiempos turbulentos… puede surgir un nuevo orden mundial”. Los conspiranoicos
pusieron el grito en el cielo. Confirmaron sus sospechas de que los illuminati gobiernan
tras las sombras, y que, desde ese momento, asumirían una postura más agresiva
para concretar sus malévolos planes. La conquista del mundo había empezado, y
muy pronto, vendría la tiranía global sobre la cual se ha advertido. Los
gobiernos nacionales desaparecerán, y finalmente, habrá una dictadura
planetaria. La ONU y tantas otras instituciones internacionales supuestamente
humanitarias, se quitarán su careta, y ahora sí, concretarán lo que siempre se
propusieron: acabar con las soberanías nacionales y oprimir a los pueblos del
mundo.
Bush nunca más volvió a hablar de un
Nuevo Orden Mundial, pero los conspiranoicos, como suele ocurrir, vieron
aquello más bien como evidencia de que, en efecto, el plan está en marcha. Desde
entonces, se ha metido en un mismo saco conspiranoico a los sospechosos de
siempre (templarios, masones, illuminati, judíos), pero también a algunos
nuevos agentes.
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