Lo
más cercano actualmente a un gobierno mundial es la Organización de las
Naciones Unidas (ONU). Y, efectivamente, los conspiranoicos ven a esta
institución como un instrumento de quienes intentan forjar el Nuevo Orden
Mundial. Pero, a decir verdad, la ONU es un organismo notoriamente débil. En la
ONU hay mucha retórica, pero poca acción. Se emiten resoluciones que la mayoría
de las veces no se cumplen, y es muy difícil que la unanimidad de sus miembros
llegue a acuerdos concretos. Por ahora, como bien suelen recordar los analistas
políticos, el escenario internacional es más afín a una anarquía que a un
gobierno mundial.
Antes de la ONU (y de su antecesora
la Liga de Naciones), lo más cercano a un gobierno mundial no era propiamente
una organización que buscaba acercar a las naciones mediante la cooperación,
sino un imperio que, por vía de la fuerza, se expandía y dominaba a sus
súbditos. En la historia de la humanidad ha habido muchos imperios, pero el que
más extensión ha tenido ha sido el británico. Y, como cabría esperar, muchos
conspiranoicos ven en el imperio británico el origen de los intentos por
establecer el Nuevo Orden Mundial.
Uno de los más influyentes artífices del
imperialismo británico, fue Cecil Rhodes. Según él mismo contaba, cuando
estudiaba en la universidad de Oxford, quedó impresionado con una conferencia
dictada por John Ruskin, un famoso escritor británico. En esa conferencia,
Ruskin decía que los británicos son una raza superior, y tienen la misión de
civilizar al mundo, a través de su expansión imperial. Desde entonces, Rhodes
se planteó cumplir esa meta. Se estableció en África (el actual país de
Zimbabue en una época se llamó Rhodesia en su honor), hizo sendos negocios con
diamantes, y alentó a la población británica a emigrar masivamente para poblar
el continente africano. Su gran proyecto (que nunca se cumplió) fue establecer
una línea ferroviaria desde El Cairo hasta Ciudad del Cabo, uniendo ese inmenso
territorio bajo el domino imperial británico.
Como parte de la preparación para
que Gran Bretaña terminara por dominar el mundo entero, Rhodes quiso organizar
una sociedad para concretar esos planes. Rhodes murió en 1902 sin organizar
nada, pero en 1909, un colaborador de Rhodes, Lord Milner, creó la Sociedad de la mesa redonda. Esa
sociedad, evocadora del rey Arturo (emblemática figura en el folklore inglés),
tenía el objetivo de acercar a las colonias británicas en una gran
confederación (la actual Commonwealth tiene alguna base en ello). Tal sociedad
nunca concretó gran cosa. Los conspiranoicos, no obstante, piensan que el
verdadero objetivo de esa organización es mucho más afín a la intención
original de Rhodes: que los británicos dominen el mundo entero. No hay mayor
indicio de que esa Sociedad de la mesa
redonda tenga alguna influencia significativa. No obstante, un historiador
norteamericano de renombre, Carroll Quigley, llegó a decir en uno de sus libros
que esa sociedad sí maneja algunos hilos de poder en EE.UU. Quigley luego se
retractó y reconoció que hablaba sin fundamento, pero era ya demasiado tarde:
los conspiranoicos aprovecharon el endoso que les daba un académico, y desde
entonces, insisten en que la Sociedad de
la mesa redonda conspira para que Gran Bretaña se apodere de EE.UU.
El hecho de que Rhodes fue en alguna
época masón, le añade leña al fuego conspiranoico. Pero, en realidad, Rhodes se
dejó de interesar en la masonería desde mucho antes de proponer las sociedades
que, además, nunca se concretaron. Lo que sí concretó Rhodes, no obstante,
fueron unas becas de estudio en la universidad del Oxford. Algunos personajes
prominentes, como Bill Clinton, han sido beneficiarios de estas becas. Los
conspiranoicos piensan que estas becas tienen el objetivo de formar
ideológicamente a pupilos de forma tal que, cuando lleguen al poder, actúen a
favor de los intereses británicos.
Rhodes también tenía el proyecto de que,
como parte de la expansión imperial, la corona británica recuperase a EE.UU.
como posesión. Eso ha propiciado que muchos conspiranoicos norteamericanos se
obsesionen con ese tema. En 1902, se creó la Pilgrims Society (Sociedad de los peregrinos), una organización
para fomentar la amistad entre EE.UU. y Gran Bretaña. Previsiblemente, los
conspiranoicos asumen que esta sociedad tiene intenciones mucho más oscuras: asegurarse
de que EE.UU. caiga nuevamente en manos británicas, de una forma mucho más
insidiosa, a través de un gobierno tras las sombras. La Pilgrims Society se acerca cada vez más a su objetivo, haciéndose
con el control de los medios de comunicación en EE.UU.
No hay evidencia de nada de esto. El
único indicio que, muy remotamente, podría dar algún crédito a estas teorías
conspiranoicas, es el llamado complot del
negocio, que se denunció en EE.UU. en 1933. A medida que el fascismo ganaba
terreno en Europa, en EE.UU. había preocupación de que los fascistas también
llegasen al poder en ese país. Un prestigioso general norteamericano, Smedley
Butler, denunció ante el Congreso que un grupo de empresarios se acercó a él,
proponiéndole organizar un golpe de Estado contra el presidente Roosevelt, y
conformar un gobierno de tendencia fascista.
Entre los que se la acercaron, dijo
Butler, estaban representantes de la Pilgrims
Society. El asunto quedó ahí. Hasta el día de hoy, no se ha podido corroborar
si la denuncia de Butler realmente tenía asidero. Butler parecía un hombre
íntegro, pero quizás al propio Butler lo engañaron haciéndole creer que se
estaba preparando una conspiración, cuando en realidad, no era así. En fin,
hubiera o no una conspiración, lo cierto es que nunca se concretó, y que la
evidencia de que los británicos tienen un complot para recuperar a EE.UU., es
virtualmente inexistente.
Los conspiranoicos norteamericanos
insisten, no obstante, en que ese complot opera mucho más sutilmente. Según
dicen, los presidentes norteamericanos están atados a la corona británica por
lazos de sangre. Según una teoría conspiranoica formulada por Harold Brooks
Baker, en las elecciones de EE.UU., siempre ganará el candidato que tenga un
mayor número de ancestros en la realeza británica. Brooks creyó documentar este
patrón en varias elecciones. Su metodología de estudio, demás está decir, era
muy deficiente. Brooks hacía muchas conjeturas respecto a los ancestros de
muchos de los candidatos. Y, en todo caso, aun si, en efecto, los presidentes
elegidos han tenido un mayor número de ancestros nobles británicos que sus
contendientes, ¿es eso prueba de un complot británico? El pedigrí de los
presidentes sería apenas uno entre muchísimos otros factores (muchísimos más
significativos) que determinan el resultado de una elección. En fin, Brooks
predijo en 2004 que el candidato John Kerry vencería a George W. Bush, pues
tiene más sangre real británica. La predicción de Brooks falló, y desde
entonces, muy pocos conspiranoicos se toman en serio sus teorías.
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