El tráfico en la ciudad que vivo,
Maracaibo, no es muy pesado, pero sí es muy agresivo: hay una cantidad
desproporcionada de accidentes. Puede haber varias explicaciones de este
fenómeno, y me guiaré por algunas de las hipótesis que Tom Vanderbilt maneja en
su muy lúcido libro, Tráfico.
El
hecho de que Maracaibo no sea una ciudad especialmente congestionada (es una
ciudad no densamente poblada; es muy extensa, pero comparativamente con otras
ciudades de su misma dimensión territorial, tiene menos población) puede ser
parte del problema: Vanderbilt señala que los accidentes ocurren más en zonas
despejadas que en las zonas congestionadas, pues el conductor adquiere una
confianza que suele ser fatal (los accidentes ocurren más habitualmente los
domingos en la tarde que los martes en el mediodía, y Maracaibo no es la
excepción), y eso reduce su concentración y estado de alerta.
Pero,
para los países del Tercer Mundo, Vanderbilt maneja también algunas variables
interesantes. Los países con menor desarrollo económico tienen menos accidentes
automovilísticos, pues sencillamente, tienen menos carros. A medida que se va
produciendo más y aumenta el parque automotor, también aumentan los accidentes.
Pero, como el estudioso R.J. Smeed postuló en algún momento, llega un momento
en que un país desarrollado logra reducir su cantidad de accidentes
automovilísticos, pues cuando esto se convierte en una epidemia con niveles
alarmantes, se activa una suerte de mecanismo psicológico colectivo que hace
que la población entera sea más cautelosa, y el gobierno, habiendo ya resuelto
problemas más inmediatos, dirija recursos a solucionar los problemas de
vialidad. Así pues, Venezuela seguramente tendrá más proporción de accidentes
automovilísticos que Haití (un país menos desarrollado), pero también más
proporción que Canadá (un país más desarrollado).
Interesantemente,
Vanderbilt también maneja como hipótesis la correspondencia con la corrupción:
cuanto más corrupto es un país, menos seguro es su tráfico. Me parece que, en
el caso de Maracaibo, esto sirve como mejor explicación que cualquier otra
variable. La corrupción no es sólo una actividad en un área específica de la
interacción social; antes bien, es una actitud que se extiende a todos los
espacios de la vida pública. Quien esté dispuesto a cometer peculados públicos,
será más proclive a tragarse una luz roja. Y, en el caso de Maracaibo, es tal
el nivel de desorden y corrupción en todas las instituciones públicas, que el
motorista ya está condicionado a irrespetar la ley, aun si ésta apenas requiere
un mínimo esfuerzo. Hay corrupción por doquier a tal nivel (se paga mordida
para cosas tan elementales como comprar un kilo de harina, pero también para
cosas más complejas como solicitar un puesto en la administración pública), que
la violación de las leyes más elementales de tránsito sirven como una suerte de
dignificación psicológica: el motorista, en su violación de la ley, siente que
él no es el único idiota que es víctima de la corrupción, y en cierto sentido,
viola las leyes del tránsito para sentirse bien consigo mismo. Así, al menos,
lo he sentido yo, así me lo han comunicado muchos amigos y familiares, y
presumo que, efectivamente, se trata de una tendencia psicológica común en
Maracaibo, aunque me gustaría ver alguna confirmación estadística mediante
entrevistas o algún experimento psicológico.
Hay
aún otra variable que Vanderbilt no contempla, pero que yo amerito
considerable, al menos en el caso de Maracaibo: el resentimiento social y la
conflictividad entre clases sociales. El automóvil es emblemático de aquello
que Thorstein Veblen llamó el “consumo conspicuo”; a saber, la exhibición de
artículos para demostrar a los demás que se tiene una cómoda posición social.
Por distintos motivos históricos, en Maracaibo persiste un considerable número
de carros viejos y en mal estado que coexisten junto a carros de último modelo.
En ese sentido, hay en Maracaibo una cierta conflictividad social entre los
propietarios de carros destartalados, y los propietarios de carros en buen
estado.
Desde
su posición social desventajosa, el propietario del carro destartalado ve a la
violación de las leyes de tráfico como una oportunidad para equipararse con el
propietario del Mustang último modelo, de la misma forma en que el delincuente
suele ver el delito como una forma de colocarse a la par socialmente con
aquellos que él percibe como superiores en la jerarquía socio-económica. Bajo
el razonamiento del violador de las leyes de tráfico, podrá haber desigualdad
entre los modelos de carros, pero todos somos iguales ante el caos y la
ausencia de ley. En una sociedad en la cual los ricos y poderosos consiguen
privilegios con sus influencias, el pobre sabe que no tiene poder para desplazar
al rico en otras esferas, pero las carreteras son los únicos espacios donde
puede ejercer el poco poder que tiene. No ha de sorprender, entonces, que quienes
más abusan las leyes de tráfico son precisamente personas de estratos sociales
más bajos: conductores de transportes colectivos, taxistas y motorizados.
Pero,
por supuesto, esto no hace más que dar inicio a un ciclo nocivo. Pues, las
clases más acomodadas buscan reafirmar el poder que sienten se les es despojado
en las calles, y acuden a carros cada vez más poderosos (Hummers, camionetas
grandes, etc.), para restablecer su poder en detrimento de los demás. Con
semejantes corazas, sienten más poder para violar las leyes de tránsito, y
dejar claro a sus inferiores quiénes realmente tienen el poder en la sociedad.
En
su libro, Vanderbilt insiste en que encontraremos soluciones a los problemas de
tránsito, sólo en la medida en que comprendamos sus raíces psicológicas. Me
parece que esto es especialmente verdadero en el caso de Maracaibo. Nuestra
ciudad no necesita tanto urbanistas o ingenieros que diseñen planes de vialidad,
sino políticos y reformadores que traten de apaciguar el nivel de
conflictividad y resentimiento social que terminan por ser los verdaderos
causantes de la agresividad en el tránsito.
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