El filósofo Stephen Cave
recientemente ha escrito un libro, Immortality,
en el cual analiza las respuestas que la humanidad ha ofrecido frente al
conocimiento de que vamos a morir. A juicio de Cave, ha habido fundamentalmente
cuatro respuestas: 1) es posible conseguir un elíxir que impida nuestra muerte;
2) habrá una resurrección; 3) nuestro cuerpo morirá, pero nuestra alma
continuará; 4) podemos intentar alcanzar una forma de inmortalidad a través de
la fama y el legado de nuestras obras.
Yo mismo he criticado las creencias en la inmortalidad en mi libro, La inmortalidad ¡vaya timo!, por razones similares a las que Cave expone. Para los casos de la resurrección y la continuidad del alma, se tratan doctrinas conceptualmente problemáticas, por varios motivos: ¿cómo podemos asegurarnos de la continuidad de la identidad personal?, ¿qué evidencia hay que nos haga pensar que, en efecto, habrá una resurrección o que el alma es inmortal?, etc.
Yo soy más optimista respecto a la primera
respuesta: la búsqueda del elíxir. La medicina moderna ha hecho avances
espectaculares en el último siglo, y tengo confianza de que este progreso seguirá;
no me atrevo a sugerir que esto nos traerá inmortalidad propiamente, pero es
una posibilidad considerable. Cave, en cambio, es mucho más pesimista:
considera que la medicina realmente no tiene ese potencial (si acaso, puede
prolongar la vida, pero no dar calidad de vida a edades avanzadas), y aun en
caso de que se logre, se suscitarán problemas sociales graves (una suerte de
apartheid don dos castas: los mortales y los inmortales).
Yo no comparto las preocupaciones de Cave respecto a
los posibles avances tecnológicos para alargar la vida. Pero, sí he criticado
las otras creencias en la inmortalidad, no sólo porque son conceptualmente
problemáticas y probablemente falsas, sino también porque tienen efectos sociales
peligrosos. La creencia en el Juicio Final (corolario de la doctrina de la
resurrección) ha motivado actos de fanatismo religioso: con la promesa de 72
vírgenes en el Paraíso, hay más disposición a cometer actos de terrorismo.
Asimismo, la creencia en la continuidad de la existencia del alma tras la
muerte del cuerpo también tiene efectos nocivos: por ejemplo, la doctrina del karma (corolario de la doctrina de la
reencarnación, la cual es una variante de la doctrina de la inmortalidad del
alma) incentiva un tremendo conformismo social frente a la opresión, pues se
asume que las condiciones actuales son el justo merecido por lo hecho en vidas
pasadas.
Pero,
después de haber leído el libro de Cave, me he convencido de que el mayor peligro
no está en las creencias convencionales sobre la inmortalidad, sino en el deseo
de hacerse inmortal dejando una huella en la historia (cuestión de la cual no
me ocupé en mi libro La inmortalidad
¡vaya timo!). No es fácil que un terrorista religioso se inmole con la
esperanza de encontrar decenas de vírgenes. Pero, sí es mucho más fácil que un
mediocre se obsesione con conseguir la fama, y haga monstruosidades con tal de
dejar su nombre en los registros de la historia.
Seguramente el caso más patético es el de Eróstrato,
el hombre de Éfeso que prendió fuego al maravilloso templo de Artemisa, con tal
de conseguir fama. En aquel momento, las autoridades decretaron damnatio memoriae (erradicar su nombre
de la memoria) de Eróstrato, para disuadir a futuros antisociales de intentar
conseguir la inmortalidad de esa manera. Pero, esto ha sido un monumento a la
ironía: 2400 años después, acá estamos hablando de él, y su nombre no ha
quedado borrado de la memoria.
Lo trágico, es que hasta ahora, la única forma
segura de conseguir inmortalidad es a través de actos brutales como los de
Eróstrato. La resurrección y la inmortalidad del alma son seguramente fáculas,
y no estamos seguros de que conseguiremos el elíxir. En cambio, hacer una
monstruosidad nos tendrá en boca de los demás, y alguna forma de inmortalidad
habremos conseguido. Ciertamente hay la posibilidad de conseguir inmortalidad
haciendo cosas buenas, pero es claro que es mucho más fácil conseguirla
haciendo cosas malas. Los arquitectos del templo de Artemisa en Éfeso quedaron
en el anonimato, no así Eróstrato.
Y, esto me parece especialmente preocupante en el
ámbito político. Vivo en Venezuela, un país que desde 1999 hasta 2013 fue
gobernado por un hombre que, en su megalomanía, tuvo la obsesión de conseguir
la inmortalidad a través de su legado político. Hugo Chávez se planteó, desde
muy temprano en su vida, entrar en los libros de la historia. Para lograrlo,
sometió al pueblo venezolano a un gobierno que, si bien tuvo aspectos
positivos, terminó por convertirse en un asqueroso culto a la personalidad.
Hoy, sus seguidores le llaman el “Comandante eterno”, y ciertamente, estará
entre los inmortales. Pero, como el caso de Eróstrato muy bien ilustra, la
inmortalidad no es garantía de virtud moral.
Superficial y erróneo. Supongo que esto se repetirá en sus libros. Por ejemplo, solo un demente puede aspirar a vivir eternamente; eso no puede ser un premio sino el más terrible de los castigos. La pretensión de quedar en la memoria de la humanidad es otra tontería.
ResponderEliminarDecía un cínico que lo malo de ser martir es que ya no estará para oir los aplausos.