Un libro ya clásico de la izquierda
post-soviética es No logo, de Naomi
Klein. La autora dice algunas cosas ridículas, pero muchas cosas sensatas. Su
principal queja es que las grandes corporaciones trasnacionales, ya no
concentran sus esfuerzos en vender productos propiamente, sino marcas. Para
ello, la publicidad se ha convertido en su principal recurso. El zapato o el
automóvil no se mercadean ya por sus cualidades intrínsecas, sino por la forma
en que sirven para que el consumidor se construya una imagen de sí mismo y una
identidad. Los productos son una puerta de entrada a lo ‘cool’, y ésta es la
base del mercadeo.
El libro de Klein ofrece ejemplos
muy interesantes, que van desde Nike y Tommy Hilfiger hasta Starbucks y Disney.
Klein denuncia cómo las corporaciones incluso se apropian de movimientos
supuestamente progresistas (feministas, luchadores por derechos de
homosexuales, grupos en contra el racismo, etc.), para mercadear sus
mercancías. Pero, hay aún otro nivel que Klein no explora, pero que vivo muy de
cerca en Venezuela: los propios gobiernos socialistas se presentan como una
franquicia, y atraen, no tanto por el poder de sus ideas (muchos militantes
seguramente no comprenden las complejidades del pensamiento de Marx o Lenin, o
lo que la abolición de la propiedad privada realmente implica), sino porque el
socialismo, lo mismo que Adidas o Reebok, sirve para construir una identidad
sobre las bases de bienes de consumo. Llevar la barba como el Che Guevara es cool.
El gobierno de Venezuela ha hecho un
gigantesco gasto en aparato propagandístico que utiliza los mismos principios
que la publicidad de las grandes corporaciones: el despliegue de logos e
imágenes publicitarias para construir una identidad corporativa en el
consumidor común. Esta identidad se materializa, no tanto en el consumo de
mercancías (aunque no faltan llaveritos, gorras y camisetas con la imagen de
Chávez y el Che Guevara; y ahora esto se ha llevado al paroxismo, con el
reciente lanzamiento en Cuba de un perfume con la imagen de Chávez), pero sí
mucho más en votos, que al final, se convierte en un tremendo negocio para los
gobernantes, pues al mantenerse en el poder, mantienen la cleptocracia de los
fondos públicos. El libro de Klein es muy
interesante en su denuncia de las triquiñuelas del mundo corporativo, pero es
muy débil en su presentación de alternativas. No precisa qué debe hacerse.
¿Volver al comunismo estilo soviético? ¿Hacer una revolución socialista? Es muy
dudoso que se pueda (o quiera) intentar algo así. Por el momento, Klein sólo
invita a resistir con formas creativas. Hace énfasis, por ejemplo, en retomar
el espacio público, y voltear la publicidad con la técnica del culture jamming. Ésta consiste en
rediseñar los anuncios publicitarios con las propias imágenes de las
corporaciones, pero expresando un mensaje de clara crítica social, muchas veces
contra esas propias corporaciones.
Se presenta una botella de “Absolute
Vodka”, pero en forma de pene flácido, para ar a entender que ese producto
genera impotencia. O, en vez de presentar “Burger King”, se presenta “Murder
King” (“el rey de los asesinatos”). Klein tiene la esperanza de que estos
esfuerzos por subvertir la publicidad de las corporaciones, generarán mayor
conciencia ciudadana, y así las corporaciones irán perdiendo poder.
Algunos socialistas duros, más prestos
a las revoluciones armadas, ven estas tácticas como esfuerzos bucólicos que
realmente no resolverán el problema. Yo no lo creo así. Los signos tienen
tremendo poder, y la semiótica puede ser un arma para la revolución. Subvertir
esas imágenes corporativas (especialmente en una época en la que el capitalismo
depende tanto de la imagen publicitaria) puede resultar crucial.
Y, lo mismo opino respecto a los
abusos del régimen en Venezuela. El principal pilar sobre el cual reposó el
poder de Chávez (y ahora de Maduro), fue precisamente el aparato publicitario.
Como las grandes corporaciones, Chávez se supo rodear de genios del marketing.
La resistencia frente a los abusos del régimen en Venezuela debe acudir también
al culture jamming. Pues, en la medida en que lo haga, el ciudadano común
empezará a caer en cuenta de que, lo mismo que las corporaciones hacen con las
masas de consumidores, el gobierno venezolana miente y manipula a sus masas de
gobernados.
Afortunadamente, ya ha empezado el culture jamming en nuestro país. El
gobierno sacó campañas publicitarias con la imagen de “Venezuela ahora es de
todos”, una vil mentira que esconde el clientelismo que conduce las relaciones
políticas de la nación. Pues bien, el culture
jamming ha sacado la imagen publicitaria “Venezuela ahora es de choros
(ladrones)”. Más grotesca aún es la publicidad de turismo que hace el gobierno
a través de Cheverito (un personaje que pretende convencer que todo está bien
en Venezuela); afortunadamente, el culture
jamming ha sacado parodias de Cheverito en las cuales este personaje pierde
tiempo en colas para poder comprar un producto básico, y es asesinado por el
hampa.
En su obsesión materialista, Marx no
logró comprender que las ideas tienen un inmenso poder a la hora de decidir
conflictos. Pero, en esta era digital, las ideas no tienen poder, si no son
acompañadas por imágenes visuales. Caricaturistas como Weil, Zapata y Rayma
hacen una gran labor en desenmascarar las inmoralidades del régimen a través de
sus expresiones artísticas, pero hace falta algo más. Subvertir la propia
imagen publicitaria del régimen, a través del culture jamming, es un recurso urgente en la lucha contra el
chavismo.
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