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No
disputo que la Constitución de la República Bolivariana estipula el ‘deber’ de
honrar los símbolos patrios (en el artículo 130), y que hay una ley que castiga
su profanación. Pero, sí deseo disputar que estas legislaciones sean justas.
Aquellos que hoy en Venezuela acuden a la manipulación patriotera para
perseguir a quienes profanan símbolos patrios, suelen proceder de los sectores
más radicales de la izquierda, y más críticos de los EE.UU. y el Partido
Republicano en ese país. Pero, irónicamente, en EE.UU. el ala más derechista
favorece la persecución de quienes profanan la bandera, mientras que el ala más
izquierdista defiende la libertad individual de expresión, y eso implica
libertad para profanar la bandera.
Las
banderas tuvieron un origen más utilitario que simbólico. Se empleaban para
marcar la identificación de los ejércitos en los campos de batalla,
especialmente durante la Edad Media. Dado su origen militar, eventualmente, los
príncipes europeos medievales empezaron a diseñar banderas que representaran a
las familias nobles. Pero, puesto que, en función del feudalismo, estos nobles
contaban con ejércitos, las banderas eventualmente vinieron a representar a los
colectivos protegidos por los nobles y sus ejércitos.
Desde un
inicio, entonces, las banderas fueron impuestas a los pueblos. Las distintas
familias de la nobleza diseñaron escudos y banderas como parte de su propio
proyecto de vanidad, y virtualmente obligaron a los pueblos a identificarse con
símbolos que, en realidad, no los representaba, en tanto procedían de la
imposición de la elite.
Esto
empezó a cambiar con el tratado de Westfalia en el siglo XVII. Después de una
brutal guerra por motivos religiosos, los Estados europeos acordaron que ya no
serían los príncipes, sino los propios pueblos, quienes decidirían cuál sería
la religión de cada país. Muchos observadores coinciden en que, en aquel
momento, nació el Estado-nación. El Estado ya no sería definido por la familia
que lo gobernara, sino por el pueblo que lo conforma.
Y,
eventualmente, esto encontró manifestación en el diseño de las banderas. Éstas
ya no serían la representación de las familias reales, sino de la nación. Desaparecían
las flores de lis (emblema de los Borbones), y aparecían los tricolores
(emblemas de los ideales revolucionarios y nacionalistas). Bajo este mismo
principio aparecieron las banderas de las nacientes naciones latinoamericanas.
La
transformación adelantada por el tratado de Westfalia fue una mejora
significativa. Ya las masas no tendrían que tragarse aquello que el príncipe
les imponía. En ese sentido, la bandera moderna fue un paso hacia la consecución
de la libertad. Pero, se inauguró una nueva forma de opresión: ya el príncipe
no oprimiría a las masas con sus escudos vanidosos, pero ahora, las masas
oprimirían a los individuos imponiéndoles la identificación con un símbolo, por
el mero hecho fortuito de nacer en un lugar específico.
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La
bandera moderna representa a la nación, y es el símbolo favorito de los
nacionalistas. Tradicionalmente, ha habido dos formas de nacionalismo. El
primero es el nacionalismo de suelo y sangre, aquel que postula que la nación
existe objetivamente independientemente de la voluntad de los ciudadanos. El
segundo es el nacionalismo cívico, que postula que la nación es apenas una
abstracción que surge de la voluntad subjetiva de quienes la conforman.
El
primer tipo de nacionalismo fue intelectualmente defendido por Herder y Fichte,
y sentó las bases para la xenofobia y las terribles guerras nacionalistas de
los últimos dos siglos. En tanto se asume que la nación existe
independientemente de la voluntad de los individuos, los seguidores de este
tipo de nacionalismo asumían que nadie puede asimilarse a una nueva nación, y
aquellos que no compartan las características nacionales, deben ser expulsados.
El segundo tipo de nacionalismo fue conformado por las ideas de la revolución
francesa y posteriormente por Ernest Renan, y reposa sobre la idea de que los
ciudadanos de la nación voluntariamente conforman esa entidad.
Bajo el
primer tipo de nacionalismo, todo ciudadano tiene la obligación de respetar la
bandera, y quien no lo haga así, debe ser castigado. Para este tipo de nacionalismo,
la pertenencia a una nación no es un acto cívico y voluntario, sino que es
sencillamente una circunstancia dictada por el nacimiento, por el suelo y la
sangre. En cambio, para el segundo tipo de nacionalismo, al menos en teoría,
existe la posibilidad de que, quien no desee formar parte voluntariamente de la
nación, al menos tiene la opción de manifestarlo así. Y, en ese sentido, bajo esta
ideología nacionalista, habría espacio para que quienes disientan del símbolo
nacional, así lo manifiesten.
El
primer prócer que diseñó una bandera para la naciente nación venezolana,
Franciso de Miranda, estuvo imbuido de las ideas nacionalistas de la revolución
francesa, y en ese sentido, es presumible que defendía el nacionalismo cívico
por encima del nacionalismo de suelo y sangre. Pero, lamentablemente, el
fetiche por la bandera venezolana en el siglo XX ha cultivado más bien un nacionalismo
impositivo más afín al de Herder y Fitche, que al de los voluntaristas cívicos
inspirados en los ideales de la revolución francesa.
Es un hecho
notorio que una considerable porción de las banderas nacionales incorporan
alguna forma de simbolismo militar (el escudo venezolano no es la excepción). Y,
no por mera coincidencia, las banderas con más símbolos militares representan a
países con más tendencias hacia el nacionalismo impositivo. Un objetivo
bastante claro de esto es recordarle al ciudadano que él no tiene mucha opción
en decidir si acepta o no el símbolo patrio. O se canta el himno, o se recibe
el porrazo. En las proclamas nacionalistas, hay mucho ad baculum, y pocas deliberaciones argumentativas racionales.
El culto
a la bandera y los tabúes que la protegen frente a cualquier forma de irrespeto
ha terminado por convertirse en un emblema al colectivismo, y una bofetada a la
libertad individual. Después del tratado de Westfalia, el mundo moderno valora
la libertad religiosa, y quien no desee seguir una religión, está en su pleno
derecho. Pero, por supuesto, en muchos Estados modernos, hay una excepción: se
puede disentir de cualquier religión, menos de la religión nacionalista. Me
puedo cagar en Dios, pero jamás en la bandera. En la sociedad moderna, un autor
puede escribir una novela como Los versos
satánicos, pero no puede quemar un pedazo de tela tricolor.
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