sábado, 4 de mayo de 2013

Sobre mi tocayo, el Che Guevara



            Frecuentemente bromeo con mi padre, y le digo que le estoy muy agradecido porque él piensa como socialista, pero actúa como capitalista. Pues, si actuara como socialista, me habría desheredado (Marx insistía en que la institución de la herencia debe desaparecer, pues es un fundamento de la propiedad privada y la desigualdad); afortunadamente, esto no ha ocurrido.
 
            Pero, aun con sus acciones capitalistas, eso no pudo evitar que mi padre seleccionara nombres de revolucionarios izquierdistas para presentarme ante la jefatura civil. Me llamó ‘Gabriel’ en honor a Gabriel Tupac Amarú, el rebelde peruano del siglo XVIII, y ‘Ernesto’, en honor al Che Guevara.
            Estos personajes no significaron mucho para mí (de hecho, siempre he tenido más interés por el ‘Gabriel’ que aparece en la Biblia y el Corán, que por el revolucionario peruano). Pero, a partir de 1999, Hugo Chávez contribuyó significativamente al culto (o, mejor dicho, la mercantilización, pues en eso se ha convertido) del Che Guevara. En varias facultades de filosofía en América Latina, los estudiantes se gradúan sin haber leído ni una jota de Aristóteles, pero hay cátedras enteras dedicadas al pensamiento del Che Guevara. Frente a esto, desde entonces se despertó más en mí la curiosidad por conocer más sobre la vida de mi tocayo argentino. Después de leer algunas de sus obras, y alguna biografías sobre él (recomiendo en especial la escrita por Álvaro Vargas Llosa), sigo sin sentir el menor entusiasmo por este personaje en cuyo honor, llevo mi segundo nombre.
            Hay un aspecto de la vida y pensamiento del Che Guevara que sí me resulta atractivo. Lo mismo que Trotsky, Guevara defendía la idea de que la revolución no tiene límites nacionales, y debe ser exportada al mundo entero. En cierto sentido, el Che Guevara defendía la globalización del comunismo. Guevara no simpatizaba mucho con la idea de que cada pueblo tiene su idiosincrasia, y nunca debemos entrometernos en los asuntos internos de otro país. Al contrario, él opinaba que, si hay explotación en un país, es legítimo acudir desde afuera en defensa de los explotados, pues existen unos patrones universales de justicia que no pueden violarse bajo la excusa de la soberanía de cada nación.
            Este universalismo de Guevara hoy está muy cuestionado, precisamente por las nuevas corrientes izquierdistas. La izquierda ha traicionado el ideal universalista heredado de la Ilustración, y más bien se ha hecho eco del relativismo propio de los románticos, el cual postula que no hay patrones universales en la especie humana, y cada nación tiene sus prácticas y costumbres que hay que respetar. Políticamente, esta idea también se  manifestó en el tratado de Westphalia en el siglo XVII: cada país tiene su soberanía, y es ilegítimo que un agente foráneo llegue a tratar de introducir transformaciones.
            De Guevara me complace su adhesión a la vieja guardia universalista. Él, contrario a los relativistas, no daba peso a las idiosincrasias particulares de cada pueblo, y más bien apostaba por la idea de que el socialismo es exportable al mundo entero. Esta visión internacionalista lo motivó a ir a luchar al Congo y a Bolivia.
 
            Hoy los relativistas culturales que pululan en la izquierda proclaman el dogma de que no hay culturas mejor que otras, que la ciencia no es mejor que la magia, etc. Guevera era reacio a todo esto. Cuando estuvo en el Congo, se quejaba de que los guerrilleros africanos estuvieran más interesados en aprender hechizos en vez de técnicas militares. Un relativista hoy diría que Guevara era un imperialista cultural que deseaba imponer su ‘visión occidental’ (especialmente en la medicina) a los africanos. En esto, yo resueno mucho más con Guevara que con los relativistas.
            Pero, más allá de esa pequeña simpatía por Guevara, encuentro a un asesino, puro y duro. En torno a la ética de la guerra, hay dos dimensiones. La primera es el ius ad bellum, el derecho de ir a la guerra. Por lo general, quienes han discutido esto, señalan las condiciones necesarias para hacer moralmente una guerra entre Estados. Pero, esto también se puede extender a los asuntos domésticos: existe al derecho a la revolución, y si se cumplen algunas condiciones, hay justificación moral para emplear la violencia e intentar remover por la vía armada a un gobernante ilegítimo.
            Opino que, en Cuba y en Congo, Guevara sí tenía derecho a promover una revolución armada. Los gobiernos de esos países eran corruptos y dictatoriales, y era muy claro que no representaban a sus gobernados. En ese sentido, Guevara no habría sido un asesino, pues la violencia que él promovió sí tenía justificación. Y, su frase que apela a la necesidad de crear “uno, dos, tres… cien Vietnam”, a pesar de que ha resultado infame, también me parece acertada: la lucha armada de Ho Chi Minh fue justa (Ngo Dinh Diem se había retirado ilegítimamente de las elecciones), al menos en su causa.
            Pero, además del ius ad bellum, existe el ius in bello, las reglas que se deben cumplir durante una gesta armada. Básicamente hay dos reglas: no emplear violencia más allá de la necesaria para conseguir los objetivos, y no agredir directamente a los no combatientes. El Che Guevara parecía tener una fascinación con la violencia, y esto lo condujo a cometer muchos crímenes de guerra. Sus palabras, procedentes de sus Notas al margen, así lo delatan: Veo dibujada en la noche que yo, el ecléctico disector de doctrinas y psicoanalista de dogmas, aullando como poseído, asaltaré las barricadas o trincheras, teñiré en sangre mi arma y, loco de furia, degollaré a cuanto vencido caiga entre mis manos. [...] Ya siento mis narices dilatadas, saboreando el acre olor a pólvora y sangre de la muerte enemiga”. Esto, por supuesto, no son palabras de un combatiente que usa la violencia sólo para conseguir objetivos militares legítimos. Son más bien las fantasías morbosas de un Rambo latinoamericano.
            El mito del Che, por supuesto, está construido sobre su muerte trágica. En el culto al Che en los países latinoamericanos, mil veces se repite la letanía de su muerte, de forma parecida a cómo los chiitas lamentan la muerte del joven Hussein ibn Ali en la batalla de Karbala.
            Ciertamente, el Che murió como un mártir a manos de la CIA en Bolivia, y eso fue un crimen. Fue capturado y ejecutado sumariamente. No se respetaron los derechos garantizados a cualquier prisionero. Pero, el hecho de que la CIA estuviera presente en Bolivia no es en sí mismo objetable. Así como el Che era un extranjero sembrando guerrillas en el país andino, la CIA ofrecía asesores extranjeros conduciendo la contra-insurgencia en Bolivia. Lo objetable, a lo sumo, es que no se respetara la vida de Guevara, la misma objeción que ha de formularse al propio Guevara en su campaña guerrillera en Cuba.
            Y, en todo esto, el agresor inicial fue el propio Che Guevara. Pues, si bien podemos aceptar que en Bolivia había opresión (como en cualquier país del mundo), su gobernante en aquel momento, René Barrientos, había ratificado su poder por vía democrática (a pesar de que originalmente había participado en una junta militar golpista), y por ende, estaba imbuido de legitimidad. Hay derecho a la revolución sólo si se agotan las vías no violentas para sobreponer las injusticias, y sólo si el gobierno carece de legitimidad. En Bolivia, el gobierno era legítimo y había posibilidad de propiciar cambios (al menos teóricamente) sin necesidad de acudir a las armas.
 
            Por todo esto, el Che Guevara merece mi reproche. Puedo entender por qué Rambo arremete con brutal violencia, pues ha sido maltratado por su propio país y por políticos corruptos. Puedo incluso tener simpatías por este héroe romántico, pero no puedo perder de vista que Rambo es, a todas luces, un criminal. Guevara quiso ser un Lord Byron (el mítico poeta inglés fue a Grecia a luchar junto a los revolucionarios, y también murió trágicamente en la campaña militar), y si bien fue exitoso en construir una imagen parecida a la de Lord Byron, no debemos perder de vista que, a diferencia del poeta inglés (quien sí luchó en una causa justa, y nunca se deleitó con atrocidades), el guerrillero argentino fue más parecido a Rambo: un guerrero con un atractivo seductor, pero a fin de cuentas, un criminal.

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